jueves, febrero 12, 2015

La temperada: rutinas diarias.

Un despertar en La Graciela era indescriptible. El trinar de los pájaros y el mugir de vacas y terneros que arreaban desde el potrero nos animaban a levantarnos, ponernos las botas pantaneras y salir a ver ordeñar. Ahí estaba el tío Roberto, ya vestido, dirigiendo las labores mientras con una navaja les sacaba nuches a las vacas. A esa hora mi papá y el tío Mario Vélez se afeitaban por turnos en el lavamanos del corredor, a la espera de que desocuparan el baño para organizarse y salir hacia Manizales a trabajar.

El primer turno de cabalgata era para niños hasta los diez años y por ello debíamos traer las bestias del potrero. Después de desayunar, aún en piyama, salíamos con un cabezal en la mano para arrimarnos al caballo con mañita, tirarle el lazo al pescuezo y después ponerle el bozal para llevarlo a cabestro. Si el táparo era arisco tocaba corretearlo por todo el potrero, y llegaba uno a la casa con la lengua afuera  y todo enguachinado. Luego nos bañábamos a las carreras para evitar que nos tocara al anca; porque montar atrás, a pelo sobre la bestia, sin estribos y con las correas de la grupa por debajo tallando como el demonio, siempre desmejoraba mucho el paseo. 

Salíamos de cabalgata en unos seis animales, algunos con doble jinete, y el recorrido era siempre el mismo: subir a San Rafael, la finca del tío Alberto, y adelantico coger a mano izquierda hasta después del gallinero. De ahí seguíamos una carreterita que nos llevaba hasta Las Pavas, después de pasar por fincas como Puerto Rico, La Menta y la del doctor Guillermo Arcila; en Las Pavas había tienda, puesto de policía y una central telefónica para la vereda El Rosario. Subíamos a la derecha hasta llegar a la fonda Cobraderos, donde los que tuvieran plata tomaban gaseosa o compraban confites. Retomábamos el camino, al paso para no cansar las bestias, y nos metíamos por donde es hoy la entrada para el Club campestre, para metros más adelante completar el periplo; de ahí bajábamos a la finca para que después de un rato saliera el siguiente turno.

Como llegábamos rechinados del calor nos daban naranjada o leche fría, y bananos mientras era hora de almuerzo, el cuál recibíamos primero los menores supervisados por las mamás. El menú variaba muy poco y era el mismo para todos, sin excepciones. La siesta de los mayores era sagrada y todos los mocosos nos sentábamos a esperar en las escalas de la casa, en pantaloneta y con una toalla al hombro, mientras se levantaba el adulto encargado de cuidarnos ese día durante la bañada en el río. El Chinchiná era nuestra piscina natural y en sus aguas disfrutábamos lo indecible, hasta que aparecían con la corriente cáscaras de plátano, desperdicios y demás porquerías, y a disgusto debíamos salirnos. La razón era que las volquetas que recogían la basura en el pueblo vaciaban su contenido en el cauce del río, cerca al puente de Colegurre. 

De nuevo en la casa, llegaba el momento de escoger entre todos el juego que nos entretendría hasta que fuera hora de comida; cuclí, guerra libertadora, estatua o chucha eran algunas opciones, y después de resolver venía la escogencia de los grupos por medio del pico y monto. Aunque discutíamos y peleábamos entre nosotros, nos divertíamos al corretear por los alrededores de la casona a medida que llegaba la noche; en el corredor las mamás tejían y conversaban, y los señores se carcajeaban mientras jugaban tute o parqués, siempre acompañados de unos buenos aguardientes. 

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