Un despertar en La Graciela era
indescriptible. El trinar de los pájaros y el mugir de vacas y terneros que
arreaban desde el potrero nos animaban a levantarnos, ponernos las botas
pantaneras y salir a ver ordeñar. Ahí estaba el tío Roberto, ya vestido,
dirigiendo las labores mientras con una navaja les sacaba nuches a las vacas. A
esa hora mi papá y el tío Mario Vélez se afeitaban por turnos en el lavamanos
del corredor, a la espera de que desocuparan el baño para organizarse y salir hacia
Manizales a trabajar.
El primer turno de cabalgata
era para niños hasta los diez años y por ello debíamos traer las bestias del
potrero. Después de desayunar, aún en piyama, salíamos con un cabezal en la
mano para arrimarnos al caballo con mañita, tirarle el lazo al pescuezo y
después ponerle el bozal para llevarlo a cabestro. Si el táparo era arisco
tocaba corretearlo por todo el potrero, y llegaba uno a la casa con la lengua
afuera y todo enguachinado. Luego nos
bañábamos a las carreras para evitar que nos tocara al anca; porque montar
atrás, a pelo sobre la bestia, sin estribos y con las correas de la grupa por
debajo tallando como el demonio, siempre desmejoraba mucho el paseo.
Salíamos de cabalgata en unos
seis animales, algunos con doble jinete, y el recorrido era siempre el mismo:
subir a San Rafael, la finca del tío Alberto, y adelantico coger a mano
izquierda hasta después del gallinero. De ahí seguíamos una carreterita que nos
llevaba hasta Las Pavas, después de pasar por fincas como Puerto Rico, La Menta
y la del doctor Guillermo Arcila; en Las Pavas había tienda, puesto de policía
y una central telefónica para la vereda El Rosario. Subíamos a la derecha hasta
llegar a la fonda Cobraderos, donde los que tuvieran plata tomaban gaseosa o
compraban confites. Retomábamos el camino, al paso para no cansar las bestias,
y nos metíamos por donde es hoy la entrada para el Club campestre, para metros
más adelante completar el periplo; de ahí bajábamos a la finca para que después
de un rato saliera el siguiente turno.
Como llegábamos rechinados
del calor nos daban naranjada o leche fría, y bananos mientras era hora de
almuerzo, el cuál recibíamos primero los menores supervisados por las mamás. El
menú variaba muy poco y era el mismo para todos, sin excepciones. La siesta de
los mayores era sagrada y todos los mocosos nos sentábamos a esperar en las escalas
de la casa, en pantaloneta y con una toalla al hombro, mientras se levantaba el
adulto encargado de cuidarnos ese día durante la bañada en el río. El Chinchiná
era nuestra piscina natural y en sus aguas disfrutábamos lo indecible, hasta
que aparecían con la corriente cáscaras de plátano, desperdicios y demás
porquerías, y a disgusto debíamos salirnos. La razón era que las volquetas que
recogían la basura en el pueblo vaciaban su contenido en el cauce del río, cerca
al puente de Colegurre.
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