lunes, julio 04, 2016

Defensores de animales.

Dos hechos recientes exacerbaron a quienes defienden los derechos de los animales por encima del de sus semejantes. Porque las nuevas generaciones se criaron al tiempo con una mascota, la que adoran como si fuera un miembro más de la familia, y con la difusión de las redes sociales y la avalancha de información al respecto que puede consultarse en internet, crean grupos y fraternidades que velan por todo lo que tenga que ver con la defensa de los animales.

Los casos a los que me refiero sucedieron en los zoológicos de dos ciudades importantes de nuestro continente, donde la vida de seres humanos estuvo a punto de perderse al entrar en contacto con bestias salvajes. El primero fue un demente que quiso suicidarse de una manera muy particular, para lo que se empelotó y procedió a ofrecerse como desayuno para los leones. Los animales, ni cortos ni perezosos, le echaron muela a tan suculento bocado hasta que el picnic fue interrumpido por los empleados del parque, quienes dispararon chorros de agua a presión para espantarlos.

La táctica funcionó, porque las fieras se arrinconaron asustadas por el agua, pero el obstinado suicida se arrastró como pudo y logró colgarse de uno de los leones para obligarlo a seguir con el planeado festín. Entonces los encargados pensaron en disparar dardos tranquilizadores, pero estos demoran cuatro minutos en hacer efecto y en ese lapso dos leones alcanzan a comerse todo lo pulpo de un cristiano. No quedó sino matarlos y quién dijo miedo, porque desde los más lejanos rincones del planeta llegaron las protestas. ¿Esperarían acaso que los empleados se dispusieran, acompañados del público, a observar cómo lo devoraban? ¡Absurdo!

En otro parque zoológico un pequeñín se coló en la jaula de los gorilas, donde un macho monumental lo agarró como si fuera un muñeco. El mismo dilema con los dardos tranquilizantes, porque el animal estaba asustado y en cualquier momento atacaba al niño, por lo que siguieron el protocolo y dispararon a matar. Similar avalancha de críticas y protestas, en las que además pedían la condena de la mamá del infante, sin saber siquiera cómo sucedieron los hechos.

Mi crianza fue en una cultura en la que nos gustaban mucho los animales pero los tratábamos como tal; además, nunca nos inculcaron tenerles lástima y mucho menos apegarnos a ellos. Las pocas veces que comíamos gallina esta llegaba viva, colgando de las patas por fuera del canasto con el mercado. La cocinera le retorcía el pescuezo y con agua hirviendo le aflojaba las plumas; luego la pelaba y con un periódico encendido le chamuscaban las pelusas, para proceder a despresarla y preparar el sancocho. Otras preferían, con el pescuezo del animal en el suelo, ponerle un palo de escoba y pararse en él hasta que la gallina moría asfixiada. Y nosotros no perdíamos detalle.   

El día de la matada del marrano, en diciembre, muy chiquitos nos íbamos con el agregado a ver cómo lo arrastraba desde la cochera, en medio de chillidos porque el puerco intuía para dónde lo llevaban. A empellones buscábamos puesto en primera fila para ver cómo le chuzaban el corazón, y mientras más chillara y pataleara, más nos excitábamos. Tampoco despintábamos el ojo durante la beneficiada y disfrutábamos cuando el tío Roberto empezaba a volear sangre.

Al perro familiar, que permanecía en el patio, se le quitaban las mañas a punta de pelas. Y cuando aparecían ratas en la casa salíamos en patota, con mi papá a la cabeza, y a punta de patadas matábamos las que hubiera. Nadie lloraba ni lamentaba los animales muertos, así nos criaron. 

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