martes, julio 30, 2013

Apóstoles anónimos.


Con frecuencia el Vaticano incrementa el santoral, con candidatos que acceden a tan alta dignidad después de cumplir con una extensa serie de requisitos. Se trata de personas que dedican su existencia a hacer el bien, todas pertenecientes a las diferentes órdenes religiosas que conforman el catolicismo; desde un Papa, como Juan Pablo II ad portas de ingresar, hasta la madre Laura, una monja antioqueña que recién se incorporó a esa élite celestial. Lo que no me convence es que a los elegidos deben demostrárseles mínimo dos milagros, los cuales casi siempre son enfermos desahuciados que tras encomendarse con mucha devoción a uno de ellos, sanan en contra de todos los pronósticos. Porque sin duda también se han curado ateos y nihilistas.

Sin embargo, existen muchos cristianos que sin pertenecer a la iglesia dedican su existencia a ayudar a los demás. Personas que no esperan nada a cambio, entregan todo de sí y solo aspiran hacer el bien; apóstoles anónimos que todos los días se ganan ese apelativo por su dedicación y compromiso. Y aunque no buscan reconocimientos, sólo nos acordamos de su labor cuando les hacen un homenaje o nos cruzamos en su camino. Aquí en Manizales muchos de estos apóstoles cumplen una labor social digna de encomio, mientras algunos filántropos se mandan la mano al dril para sufragar gastos y cubrir necesidades.

Uno de estos apóstoles es Alberto Jaramillo Echeverri, quien me relató la historia de la Fundación Niños de los Andes, sede Manizales. Recién graduado de la universidad empezó a interesarse por el tema social al visitar la zona del basurero, en cercanías del puente de Olivares. En esos días vio unos niños que dormían en la calle tapados con periódicos y cartones, por lo que llamó a su hermano Jaime Eduardo, quien creó la Fundación en Bogotá para rescatar a los niños de las alcantarillas, para proponerle que abrieran una sucursal aquí. Jaime aprobó la idea, pero advirtió que debía ser independiente y gestionar sus propios recursos.

Hace 25 años inició labores la Fundación en Manizales y desde entonces Alberto dedica su existencia a esa encomiable causa; por fortuna encontró una mujer que compartiera sus ideales para formar un hogar, y sus dos hijos han crecido a la sombra de la institución, comprometidos y entregados a ella. En un principio la Fundación ocupó varias sedes hasta que hace ya varios años se radicó en el Parque Adolfo Hoyos, en el sector de El Arenillo, donde viven en la actualidad casi cien jóvenes y niños internos (de ambos sexos), y otros cincuenta permanecen allí durante la semana y el fin de semana lo pasan en sus casas.

En la Fundación los menores encuentran una familia; tienen acceso a estudio, alimentación y vestuario; reciben cursos de carpintería, panadería, manualidades, etc.; talleres de teatro, canto, pintura y demás artes. Aprenden valores y principios, y encuentran una oportunidad para defenderse en la vida. Todo gracias a la entrega de personas como Alberto y su familia; a profesores, terapeutas y demás empleados que trabajan con mística y dedicación; al aporte invaluable del ICBF, la Alcaldía y demás entes que los apoyan; y a esos padrinos anónimos que meten el hombro de manera desinteresada.

Una muchacha de 17 años, que lleva dos en la fundación, me contó su historia. Vivía en el Caquetá con su mamá y hermanitos, donde debía trabajar como empleada doméstica para aportar al ingreso familiar. Desesperada por su incierto futuro, además porque en el pueblo se rumoraba que la guerrilla pensaba llevarse a varios menores, pidió consejo a sus patrones y le hablaron del ICBF. Logró venirse para Manizales a vivir con una tía, pero esta quedó desempleada y no pudo tenerla más. Entonces la niña fue a Bienestar Familiar y expuso su caso, pero no cumplía los requisitos por no ser abandonada. Procedió a poner una tutela y por fortuna logró su cometido.

Después de vivir en un hogar de paso, la destinaron a la Fundación Niños de los Andes y allí cambió su vida en todo sentido. Está próxima a terminar el bachillerato y sueña con ingresar a la universidad, para lo que ya se adelantan gestiones. Este sí es un milagro tangible: arrebatarle esa niña a la guerrilla, a la esclavitud, a la droga o la prostitución; darle la oportunidad de realizarse como persona. Cada menor tiene su historia y los ciudadanos podemos aportar nuestro granito de arena al apadrinarlos, lo cual se logra con un modesto aporte.

Fue Alberto acompañado de dos pupilos de doce años a recoger unas cosas a casa de su hermano. Al llegar, vieron un automóvil igual al de una película de acción muy conocida, donde el protagonista recorre muchos kilómetros a gran velocidad mientras enfrenta todo tipo de aventuras. Como los muchachitos miraban el carro por todas partes, Fernando ofreció darles una vuelta y ellos felices se acomodaron en sus asientos. El copiloto comentó que se le había cumplido el sueño de montar algún día en un carro como ese, en tanto que el de atrás no quitaba los ojos del velocímetro, se agarraba de la manija del techo y repetía: ¡juemíchica!, ¡juemíchica! En cierto momento el de adelante, con los ojitos volados por la excitación, comentó: -Dotor… ¿cierto que uno se puede matar en esta vaina?
pamear@telmex.net.co

martes, julio 23, 2013

Seré malicioso…


A la gente hay que creerle, aconseja el sentido común, aunque el comportamiento de muchos compatriotas se ha encargado de hacernos dudar de esa premisa. Puedo pecar de iluso pero soy de los que creen en los demás y al oírle un cuento a alguien supongo que dice la verdad, a no ser que el relato sea muy rebuscado o el interlocutor tenga fama de ser de los que se saca un chicharrón de la boca para meter una mentira. Por lo general confío en la buena fe, así muchas veces sufra desilusiones o me sienta traicionado. Es mucho más fácil eso que estar prevenido a toda hora y con el convencimiento de que los demás quieren engañarme. Además, un embuste bien echado no deja de ser entretenido.

En cambio me he vuelto suspicaz y malicioso cuando se trata de políticos, dirigentes, ciertos potentados, periodistas amañados, bandidos de cuello blanco, abogados mediáticos y demás especímenes que manipulan los hilos del poder. A esos no les creo ni lo que rezan. Sin embargo muchas veces siento remordimiento al verme convencido de la culpabilidad de un fulano, a sabiendas de que existe la posibilidad de que sea inocente. Claro que después de ver tanta porquería, de oír hablar de desfalcos, carteles, mafias, carruseles de contratación, sobornos, serruchos, mordidas, intrigas, maturrangas, piruetas, triquiñuelas y demás bellezas, es lógico que nuestra confianza sufra mella.

Oí decir a un participante en uno de esos foros que se hacen para la reconciliación y el perdón entre víctimas y victimarios, que en nuestro país se volvió costumbre que cuando matan a alguien los demás piensen mal de él, y que todos se pregunten en qué andaría metido el occiso. Y es lógico el raciocinio, porque si uno lleva una vida normal, alejada de conflictos o querellas, tranquila y relajada, no es común que lo aborde un sicario en la calle para dispararle sin ningún motivo. Puede suceder, claro, por error o porque alguien no le quiera pagar una deuda, pero no es habitual.

Me entero por las noticias de que un par de curas anglicanos fueron asesinados en Bogotá. Los hechos ocurrieron al amanecer en el sur de la capital, cuando los sacerdotes se movilizaban en un automóvil con un civil que según parece fue quien les disparó, para quitarles doscientos millones de pesos que llevaban para hacer un negocio bien turbio: comprar una caleta de la firma DMG, con dólares y euros, que supuestamente encontraron en Villavicencio. Por muy bien pensado que sea uno no puede dejar de preguntarse en qué andaban metidos ese par de curas. A esa hora, cargados de billete y con semejantes intenciones. Para empezar, si un sacerdote se entera de algo así lo mínimo que debe hacer es informar a las autoridades.     

Claro que a la gente hay que creerle, pero no es fácil por ejemplo aceptar que el ex presidente Uribe no tuviera idea de lo que se fraguó con Agro Ingreso Seguro y que fue a sus espaldas que pagaron los favores a quienes ayudaron a financiar su campaña a la reelección. Un político tan sagaz tiene que estar enterado de todo, por lo que nadie podrá convencerme de que tampoco supo lo que tramaban con Teodolindo y con Yidis para manipular sus votos; o que no estuviera al tanto de que en el DAS chuzaban teléfonos y ponían micrófonos en lugares estratégicos; y que fuera una sorpresa para él que el general Santoyo, con quien tuvo vínculos desde tiempo atrás y quien fue su edecán durante su mandato, resultara ser un bandido de siete suelas. Que me metan el dedo en la boca mejor…

Un caso más actual es el de las maromas legales que adelantó la firma de abogados Brigard & Urrutia para comprar a nombre de un conglomerado económico unos terrenos en el Vichada. Acusan al señor Urrutia, nada menos que embajador de nuestro país en Estados Unidos, de prestarse para un negocio a todas luces inconveniente y él alega que vendió su participación en la firma de abogados antes de aceptar la embajada. Claro que todo el entramado legal para que Riopaila se hiciera con las tierras se realizó mientras Urrutia era la cabeza del bufete, y a pesar del escándalo y de las pruebas existentes, al pisco no se le ha pasado por la cabeza renunciar a su cargo. La explicación es que el procedimiento que llevaron a cabo es legal, sin importar que sea inmoral, vergonzoso, amañado y a todas luces repudiable. Está bien que a la gente hay que creerle, pero que tampoco nos crean tan pendejos.

Reafirman nuestra desconfianza los magistrados miembros de las altas cortes. Escándalos despreciables enlodan a muchos de esos insignes funcionarios  durante los últimos lustros, desde aquel ilustre Presidente de la corte Suprema de Justicia quien recibía regalos de un mafioso italiano, hasta la Presidenta actual que resolvió estudiar casos y revisar expedientes mientras recorría el mar Caribe en un crucero cinco estrellas. Infinidad de fallos polémicos han emanado de dichas corporaciones, donde dilatan procesos o los meten al congelador con mucha frecuencia, y siempre con un tinte político y acomodado. El aberrante carrusel de las pensiones nos confirma que los encargados de impartir justicia son los mismos que se roban el país. ¿Cómo podemos creer?
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, julio 16, 2013

Memorias de barrio (4).


Disfruté el libro titulado Los días azules del escritor antioqueño Fernando Vallejo y aunque el tipo me parece detestable, debo reconocer que es una de las mejores plumas que ha producido este país. En la obra Vallejo rememora su niñez en una familia paisa del común, por lo que me identifico con los dichos, tradiciones, costumbres, situaciones y demás minucias de la narración. Algunas expresiones de su madre son las mismas de la mía y las pilatunas de los mocosos idénticas a las nuestras. Gratos recuerdos me trajo la descripción que hace de la finca Santa Anita, parcela familiar cercana a Medellín donde transcurre buena parte del relato.

Nosotros vivimos en una finca muy parecida. Después de haber disfrutado unos pocos años en la casa de La Camelia y supongo que por dificultades económicas, mi padre resolvió alquilarla; por su tamaño y comodidad seguro cobraría una buena suma por ella. Y lo supongo porque entonces los niños no nos enterábamos de los problemas de los mayores. Como el cucho insistía en que los niños debíamos crecer en el campo, consiguió una finquita en las afueras de Villamaría; lógico que mi mamá se opuso, pues tenía la experiencia de cuando vivimos en La Cecilia, pero la convenció al prometerle que contrataría un chofer para facilitar las cosas. Quedan pendientes los cuentos de Gonzalo, el camaján que contrató para tal fin.

Unos cien metros abajo de la conocida tienda El Estrelladero está la entrada a Villa Julia, la vieja casona que desapareció cuando ampliaron la vía que comunica al vecino municipio con Manizales. Construcción típica de la región, con amplios corredores de chambrana y muchas habitaciones comunicadas entre sí, estaba rodeada de frondosos árboles, muchas flores y un bello guadual. A pocos metros estaba la vivienda de los caseros, Hernando y Fabiola (igualita a La Chimoltrufia) y dos caguetas metidos y pone quejas, Alirio y Diegucho. El predio de unas tres hectáreas de extensión estuvo dedicado a la explotación de flores y como todavía quedaba alguito de producción, mi papá nos autorizó a venderlas. Todos los sábados iba un señor con el que hicimos una contrata, por lo que recibíamos unos pesitos al venderle agapantos, dalias, astromelias y espigas.

Aunque la cosecha de agapantos se vio reducida porque estaban cultivados en una falda y descubrimos que si utilizábamos cartones podíamos deslizarnos por encima de las plantas, para remplazar así los carros de balineras que echábamos tanto de menos. También había un cafetal, pero por ser tierra de ombligo puedo asegurar que lo recolectado en la cosecha cabía en un líchigo; además muchos árboles frutales y un potrerito muy bonito, con pasto y agua suficientes. Entonces apareció Alonso, un joven vecino que padecía cojera y quien se dedicaba a ordeñar una vaquitas de su propiedad, a proponer que le alquilaran la manga para meter ahí los animales. Mis padres le permitieron usarlo con la condición que todos los días nos llevara cierta cantidad de postreras, esos provocativos vasos con leche ordeñada directamente de la ubre.

En medio de un cafetal muy faldudo había un gran carbonero y en todo lo alto construimos una casa, en la cual nos refugiábamos cuando por alguna pilatuna mi mamá nos buscaba para castigarnos. Del mismo árbol amarramos un lazo que utilizábamos para volar como Tarzán y un día mi prima Neky se interesó en el juego, empezó a columpiarse y cuando cogió confianza y volaba bien alto, se reventó la cuerda y esa muchachita salió disparada cafetal abajo. Al rato subió bastante magullada, llena de cadillos y con tierra hasta en las orejas, pero sin llorar porque no aceptábamos berrietas en la gallada.

Si queríamos subir a Manizales un sábado por la tarde para ir a cine con los amigos o tomar el algo por ahí, debíamos caminar hasta el parque principal del pueblo para coger un taxi por puestos, cuyo pasaje costaba un peso, el mismo que nos dejaba en la plaza Alfonso López, diagonal a la alcaldía. Para regresar el último transporte era el bus de Sideral de las seis de la tarde, que cogíamos en las oficinas de esa empresa dos cuadras abajo del edificio de la Licorera. Casi siempre invitábamos algunos primos y amigos para que nos acompañaran a disfrutar de nuestro feudo.

Un viejo cascarrabias vecino tenía unos palos de chirimoya que cuidaba con mucho celo, pero nosotros nos metíamos al caer la tarde y con mucha maña, para evadir los perros, arrasábamos con la producción. Luego las envolvíamos en periódico para madurarlas y las escondíamos en un cajón que enterramos en medio del cafetal y que cubríamos con hojarasca para disimularlo. A los culicagaos de la otra casa les hacíamos todo tipo de maldades y cuando nos acusaban, poníamos cara de asombro y jurábamos inocencia.

Cualquier peso que cogíamos lo gastábamos en El Estrelladero, donde vendían unas papeletas buenísimas que colmaban ese espíritu pirómano que era tan común entonces, y las embarradas que hacíamos con ellas dan para un capítulo aparte. En Villa Julia duramos poco porque mi mamá no le jaló, esta vez debido a que mi padre decía tener todas las tardes junta, reuniones urgentes y otros compromisos, y llegaba a media noche copetón mientras ella no había pegado el ojo consumida por la preocupación.
pamear@telmex.net.co

martes, julio 09, 2013

Mandado a recoger.


Es curioso que los defensores de los animales sean tan activos en ciertos casos, como el que tiene que ver con las corridas de toros, mientras en otras situaciones no actúan como debieran; un ejemplo es el maltrato que reciben los animales en los circos. Al menos yo nunca he sabido que boicoteen la presentación de este tipo de espectáculos, donde los animales llevan una vida indigna y además son maltratados con sevicia al momento de prepararlos para sus presentaciones; porque la única forma de lograr que un oso haga el “oso” al comportarse como una prima dona, es dándole garrote hasta que aprenda.

Existen momentos de la vida que se le quedan a uno grabados en la memoria, por traumáticos o cruciales, y uno de ellos sucedió cuando yo tenía unos cinco años. Nos fuimos con mi papá para el parque Liborio donde esperábamos asistir al circo y mientras caminábamos por la calle entre un tumulto para conseguir las entradas, todos agarrados de la mano para no perdernos, sentimos que alguien desde atrás nos pedía espacio para pasar. Al voltear a mirar vimos un elefante, casi al alcance de nuestra mano, que paseaban los manejadores para promocionar la función que estaba a punto de comenzar. A esa distancia el animal se veía del tamaño de una locomotora y el susto fue tal, que nos fuimos de inmediato para la casa en medio de llantos, suspiros y escalofríos.

A los de mi generación nos tocó vivir el cambio de conciencia ecológica con respecto a los animales, porque en ese entonces no estaba mal visto matar pajaritos con cauchera, enjaular ardillas y micos, dispararle al gavilán o al aguilucho, coger a garrote iguanas y culebras, o darle una pela a un perro con un zurriago. Nadie decía una palabra en contra de tal proceder y en cambio los mayores nos enseñaban a hacer las caucheras o nos regalaban los rifles de diábolos. Tiempos en que el éxito de los circos radicaba en la cantidad y variedad de animales que presentaran, mientras que al público lo traía sin cuidado las condiciones en las que mantenían a las fieras y demás bichos itinerantes.

Pero al verlo ya con ojos críticos y actualizados, la existencia de un animal de circo es lamentable. Tigres, leones y demás fieras, que deben poblar las estepas africanas o las selvas asiáticas, reducidos a jaulas diminutas donde apenas pueden moverse, sometidos a climas extremos desconocidos para ellos y obligados por un domador y su látigo a brincar de banco en banco o a saltar a través de un aro encendido. Los elefantes, majestuosos ejemplares, permanecen debajo de una carpa diminuta amarrados a una estaca, a la espera de pasar a la pista para hacer piruetas y maromas. Los chimpancés con su mirada melancólica visten prendas de humanos, fuman y montan en bicicleta para deleite del público.

En los circos pueden verse perros que caminan en dos patas y otros que juegan fútbol; camellos del desierto que deben soportar un invierno en Canadá, y focas y pingüinos que tratan de sobrevivir en las altas temperaturas del trópico. Parece mentira pero algunos espectáculos circenses presenten delfines que entretienen a los asistentes con sus saltos y piruetas, reducidos a un estanque de unos pocos metros cúbicos de agua donde deben pasar su existencia.  

Por fortuna apareció el Circo del sol con un nuevo concepto que manda al trastero todo lo que hasta ahora conocíamos. Un espectáculo impresionante que se basa en la expresión corporal, la belleza del color y del glamur, el sonido perfecto y la sincronización, tanto que durante la presentación se descubre el espectador varias veces con la boca abierta y a punto de chorrear la baba. Admira ver hasta qué nivel de perfección puede llegar el ser humano con disciplina y dedicación, ya que realizan unos números que no parecen de este mundo. Artistas de todo el planeta conviven en una especie de Torre de Babel, donde el arte y la exquisitez son el común denominador.  

En el recuerdo quedan aquellos circos que explotaban las malformaciones humanas para atraer noveleros; en los que el maestro de ceremonias era el mismo domador; la trapecista vendía visores con fotos y manzanas acarameladas en la platea; y el payaso principal fungía de taquillero. Durante mi niñez fue el circo mejicano Egred Hermanos y en la actualidad recorre el continente el de los Hermanos Gasca, hasta que lo desplacen las nuevas tendencias circenses.       

Seguro a muchos legisladores hubo que explicarles que la ley que prohíbe animales en los circos no incluye al Congreso, así digan que eso allá es uno de tres pistas, ya que de lo contrario no le habrían dado trámite a la iniciativa. Porque si de animales se trata, es ese honorable recinto hay mucha variedad: zorros, perros y unos lobazos… Los micos pululan y los gorilas se encargan de cuidar espaldas. Tigres, leones (y Rotarios) y en el pasado hubo leopardos. Las culebras hacen fila en los pasillos porque algunos creen que su investidura los exime de pagar cuentas. Hay chuchas, ratas y hienas; delfines, dinosaurios, águilas y víboras; sardinas, bagres y bacalaos. Lagartos, patos y sapos; es común toparse con osos monumentales y alguna vez un elefante se paseó por los pasillos sin que nadie lo viera.
pamear@telmex.net.co