El mayor tesoro que tuvimos los
de mi generación fue disfrutar de una libertad absoluta. Como las familias eran
tan numerosas, las mamás nos destetaban desde muy pequeños porque siempre había
hermanitos todavía de pañales que requerían más cuidados y atención. Bastaba
entonces que el muchachito aprendiera a ir solo al baño para dejarlo salir a la
calle con sus hermanos mayores, lo que sucedía desde que teníamos tres o cuatro
años. En esa época en los barrios se respiraba tranquilidad y los peligros eran
pocos, y no existía el temor a que nos pisara un carro porque muy pocos
transitaban por las calles.
Mis primeros años los viví en el
barrio Estrella y en esa época sabíamos quien habitaba cada una de las casas
del vecindario; era una comunidad muy allegada porque casi todos los infantes
estudiábamos en El Divino Niño, un kínder que operaba en la esquina de abajo de
la falda de la calle 61. El padre Fernando Uribe regentaba los destinos de la
parroquia, su palabra era respetada y acatada, y algunas beatas le colaboraban
en todo lo necesario. Los domingos antes de mediodía nuestra familia materna se
reunía en casa de la abuela Graciela para asistir en grupo a misa de doce, pero
nuestra mayor ilusión eran unas empanadas deliciosas que vendían en los bajos
de la casa cural y que sin falta los mayores compraban al terminar el oficio
religioso; aunque nunca nos daban más de dos dizque porque nos tirábamos el
almuerzo.
Muy pocos vendedores ambulantes
recorrían el barrio, aunque de vez en cuando aparecía el que vendía unas
chupetas puntudas de colores llamativos que exhibía engazadas en un palo que
cargaba al hombro. Los adultos decían que no debíamos comerlas porque eran
artesanales y no tenían envoltorio, lo que facilitaba a las moscas asentarse en
ellas, pero eran muy provocativas y a nosotros nos encantaban. Muchas entretenciones
encontrábamos en la calle, aunque sin duda nuestra mayor ambición era que
cualquier pariente nos regalara una moneda por hacer un mandado o sacar buenas
notas en el colegio, para visitar una de las tantas tiendas que funcionaban en
el sector.
En el kínder entregaban un
informe a fin de mes para calificar el rendimiento de los alumnos, y si era
bueno, la abuela Graciela nos regalaba un billete de peso. La recomendación siempre
era que no lo gastáramos todo de una vez, porque era mucha plata, pero hacíamos
oídos sordos y procedíamos a darnos gusto comprando mecato. La tienda La Alaska
y la abundancia Estrella ocupan hoy los mismos locales, después de más de
sesenta años; esta última se caracterizó por ser lugar de tertulia de algunos
borrachines consuetudinarios que ocupaban una mesita al fondo del local, donde
jartaban aguardiente hasta que salían como unas micas para la casa; varias
generaciones de alcohólicos han pasado por allí.
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