martes, noviembre 25, 2014

Memorias de barrio. (9)

El mayor tesoro que tuvimos los de mi generación fue disfrutar de una libertad absoluta. Como las familias eran tan numerosas, las mamás nos destetaban desde muy pequeños porque siempre había hermanitos todavía de pañales que requerían más cuidados y atención. Bastaba entonces que el muchachito aprendiera a ir solo al baño para dejarlo salir a la calle con sus hermanos mayores, lo que sucedía desde que teníamos tres o cuatro años. En esa época en los barrios se respiraba tranquilidad y los peligros eran pocos, y no existía el temor a que nos pisara un carro porque muy pocos transitaban por las calles.

Mis primeros años los viví en el barrio Estrella y en esa época sabíamos quien habitaba cada una de las casas del vecindario; era una comunidad muy allegada porque casi todos los infantes estudiábamos en El Divino Niño, un kínder que operaba en la esquina de abajo de la falda de la calle 61. El padre Fernando Uribe regentaba los destinos de la parroquia, su palabra era respetada y acatada, y algunas beatas le colaboraban en todo lo necesario. Los domingos antes de mediodía nuestra familia materna se reunía en casa de la abuela Graciela para asistir en grupo a misa de doce, pero nuestra mayor ilusión eran unas empanadas deliciosas que vendían en los bajos de la casa cural y que sin falta los mayores compraban al terminar el oficio religioso; aunque nunca nos daban más de dos dizque porque nos tirábamos el almuerzo.

Muy pocos vendedores ambulantes recorrían el barrio, aunque de vez en cuando aparecía el que vendía unas chupetas puntudas de colores llamativos que exhibía engazadas en un palo que cargaba al hombro. Los adultos decían que no debíamos comerlas porque eran artesanales y no tenían envoltorio, lo que facilitaba a las moscas asentarse en ellas, pero eran muy provocativas y a nosotros nos encantaban. Muchas entretenciones encontrábamos en la calle, aunque sin duda nuestra mayor ambición era que cualquier pariente nos regalara una moneda por hacer un mandado o sacar buenas notas en el colegio, para visitar una de las tantas tiendas que funcionaban en el sector.

En el kínder entregaban un informe a fin de mes para calificar el rendimiento de los alumnos, y si era bueno, la abuela Graciela nos regalaba un billete de peso. La recomendación siempre era que no lo gastáramos todo de una vez, porque era mucha plata, pero hacíamos oídos sordos y procedíamos a darnos gusto comprando mecato. La tienda La Alaska y la abundancia Estrella ocupan hoy los mismos locales, después de más de sesenta años; esta última se caracterizó por ser lugar de tertulia de algunos borrachines consuetudinarios que ocupaban una mesita al fondo del local, donde jartaban aguardiente hasta que salían como unas micas para la casa; varias generaciones de alcohólicos han pasado por allí.

Frente al Club de tenis quedaba La Raqueta, de don Julio “Dormido” Montoya, y dos cuadras hacia abajo una tiendita que regentaba el patriarca de la familia Bermúdez, propietarios de La Estrella, personaje muy galante con las señoras del vecindario. En la avenida Santander la panadería La Victoria, en el mismo sitio desde entonces, y en la esquina de la falda de la calle 59 estaba La Rioja, de don Rafa, la cual trasladó después a un local enseguida de La Estrella. Donde él desocupó en la avenida montaron otra tienda, pero allá nos tenían prohibido ir porque era frecuentada por un chofer de bus al que le decían Paloquemao y que tenía fama de ser más dañao que agua de florero.

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