Hace años participé como
entrevistador en un programa de Telecafé que buscaba resaltar personajes del
Eje cafetero, quienes por no pertenecer a la política o a la farándula pasaban
desapercibidos. Supe entonces de un satanista pereirano a quien llamaban El
Papa negro. Aunque me sonó a charlatanería lo contacté por teléfono, conversación
que cambió mi parecer al escuchar a un tipo serio, muy bien expresado, con
humor y sin duda inteligente e ilustrado. Cuadré de inmediato todo lo necesario
y quedamos de vernos en una fecha determinada.
Ese domingo fuimos a
recogerlo y como había investigado acerca de la vida de Héctor Escobar
Gutiérrez, lo imaginaba estrambótico o al menos diferente al ciudadano común;
porque supe que joven escandalizaba a las viejas pacatas y rezanderas, al
recorrer las calles con unos cuernos que improvisaba peinándose unos cachumbos
con gomina para semejarse a Lucifer. Por el contrario encontré un hombre afable
y simpático, quien en la charla previa a la entrevista me pidió no insistir acerca
del satanismo, ya que por esos tiempos desaparecieron muchos niños en Pereira y
los rumores lo señalaban a él como culpable de tan infame proceder. Por fortuna
comprobaron que el asesino era Luis Alfredo Garavito.
Ese día descubrí en Héctor a
un poeta extraordinario y nació entre ambos una amistad que mantuvimos por
teléfono y correspondencia, un entrañable carteo a la antigua porque era
renuente a ingresar a la cibernética. Entonces me confesó que lo del satanismo
era una manera de ir contra la corriente, de rendirle culto a lo prohibido, de
no comulgar con las normas establecidas. La idea nació de querer sacudir a una
sociedad mojigata que se escandalizaba con las misas negras que realizaba para
atemorizar a tanto beato hipócrita y solapado. Después regó la bola que él leía
el tarot, porque de algo tenía que vivir, y había que ver la fila de viejas
encopetadas que salían dichosas dizque porque el Diablo les había leído el
futuro, cuando lo único que oían era una sarta de babosadas que brotaban de su
magín.
Alguna vez compartí un
delicioso intercambio epistolar con Bernardo Cano, Berceo, desde su exilio
voluntario en La Florida, y Héctor desde su Pereira natal, donde yo ejercía
como enlace porque ellos no se conocían. Ahora con la muerte del poeta me quedo
sin dos amigos geniales y rememoro unas rimas con las que respondió cuando
quisimos conocer la definición de satanista:
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