viernes, julio 10, 2015

Memorias de barrio (11).

Tendría yo once años cuando nos fuimos a vivir a Villa Julia, una deliciosa casa campestre localizada en las afueras de Villamaría; ahí existe todavía un corto tramo de la carretera de ingreso, abajito de la curva de El Estrelladero, porque del resto de la finquita ya no queda nada y en su terreno se levanta ahora un populoso barrio. En ese entonces se nos presentó un inconveniente por vivir tan lejos, y fue que quedamos por fuera de la ruta de los buses del colegio y por lo tanto debíamos buscar una manera de transportarnos.

La solución fue contratar un chofer, que de una vez le ayudara a mi mamá con el julepe de estar todo el día en ese carro de aquí para allá. La rutina diaria consistía en madrugar y llevar primero a mi hermana al colegio Santa Inés, luego parábamos en el centro donde mi papá le entregaba al conductor, para seguir hacia Morrogacho, al colegio Gemelli, donde estudiábamos cinco hermanos.

Un asunto que no nos gustó ni cinco fue que tres días a la semana no podíamos ir a almorzar a la casa y en cambio mi mamá nos empacaba una lonchera con alimentos provocativos y novedosos, para dorarnos la píldora. En vista de que nunca se había presentado tal situación en el colegio, estábamos convencidos de que nos la iban a montar y por lo tanto hicimos un pacto de silencio para que nadie se enterara. Al llegar en la mañana mandábamos al menor a que llevara la maleta a donde Cecilia Bermúdez, la secretaria, para que nos la guardara.

A medio día esperábamos que se fuera todo el mundo, con la disculpa que nuestro carro estaba demorado, y al no quedar nadie por ahí mandábamos de nuevo a Buchón, que tendría siete años, a que la recogiera; el zambo renegaba y decía que por qué todo él, pero le zampábamos dos patadas en el fundillo y no le quedaba sino obedecer. El escondite era una casita abandonada que había en la parte baja del colegio, pero era tal la paranoia de que nos fueran a pillar, que nos encaramábamos al zarzo por una claraboya y ahí nos quedábamos hasta que fuera hora de volver a entrar a clases.

Gonzalo el chofer era un camaján, peinado hacia atrás con mucha gomina, que manejaba el carro con un estilacho muy particular. Mientras estaba con adultos era todo un señor pero al quedar solo con nosotros convertía el carro en una fiesta completa, además de enseñarnos unos versos que harían poner colorado al mismísimo Satanás. Siempre que bajábamos por la carretera que va hacia el barrio La Francia a toda mecha, él trataba dizque de asustarnos pero nosotros le gritábamos en coro que le asentara la chancleta. Por las tardes al terminar la jornada varios amigos pedían que los trajéramos y como el DeSoto era un carro grande y espacioso, lo llenábamos hasta el tope.

La ruta era hacia el centro y Gonzalo parqueaba el carro en la cuadra del almacén Vandenenden, donde debíamos esperar que mi papá saliera de la oficina; al quedar solos íbamos por turnos a comprar ‘esquimales’ a La Suiza, empanadas a La Canoa y a echarle una mirada a la vitrina del almacén Artístico. Después nos despedíamos de los amigos que habían conseguido cupo en el carro, entre los cuales había dos casi seguros: Oscar Gutiérrez a quien Gonzalo bautizó ‘Cansómetro’ y otro al que fregó un día cuando le dijo: Oíste Pepeorejas… ¡vos sí sos más feo que un culo asomado a una ventana!

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