miércoles, octubre 16, 2013

Cortar por lo sano.


En el pasado las tribunas del estadio eran ocupadas por familias cuyo programa el domingo era asistir a fútbol. Porque todos los encuentros del campeonato nacional se jugaban ese día a las tres y media de la tarde y la única forma de seguirlos era desde la gradería, ya que no existía trasmisión por televisión. Los aficionados acostumbraban sellar el Totogol durante la semana y así el domingo, quienes no tenían la oportunidad de asistir a los encuentros, los seguían por radio para comprobar sus aciertos en la quiniela.

La asistencia al antiguo Fernando Londoño era en promedio tres cuartos del aforo y para promover el ingreso de familias casi siempre había ofertas para que las parejas entraran de gancho, descuentos especiales para los menores y demás paquetes atractivos. En un principio la única tribuna que tenía cachucha era occidental, construida en concreto, y tiempo después levantaron otra metálica en oriental; el resto era destapado pero con entradas a muy bajo precio. En norte estaba la tribuna de Gorriones, pequeñines de escasos recursos que ingresaban gratis si pasaba sin agacharse por debajo de una barra que servía como rasero; ellos entraban por una puerta especial localizada en ese sector.

Entonces sólo existían el estadio, el coliseo mayor, el club de tenis y una piscina olímpica que construyeron tiempo después en el sector donde queda ahora el coliseo menor; por cierto, la piscina nunca funcionó. Esa unidad deportiva estaba cerrada por un muro de ladrillo que subía por la avenida Lindsay, recorría la recta del coliseo y bajaba hasta donde queda ahora el cuartel de bomberos, para conectar de nuevo con el estadio. El domingo desde temprano los carabineros patrullaban la zona para evitar que los muchachos saltaran el muro y se escondieran en los matorrales, para colarse en las tribunas al momento de empezar el partido.

Algunos chinches se trepaban a los árboles de la avenida Lindsay para patearse el partido desde allí, y otros aficionados se acomodaban en un sector de la Universidad Nacional, desde donde empinados alcanzaban a ver la cancha. El ambiente era festivo, no era común que aficionados de otras ciudades se desplazaran para apoyar al equipo visitante, excepto cuando se trataba del clásico regional con el Deportivo Pereira, y aparte de algún bonche a trompadas en la tribuna que terminaba cuando sacaban a los implicados, ningún peligro amenazaba a los asistentes. Vendían cerveza en vasos de cartón y las viandas que se ofrecían en el medio tiempo tenían mucha acogida entre los asistentes.

Muy distinto ese panorama al que se vive hoy alrededor del fútbol. Pocos se atreven a llevar sus familias al estadio por miedo a los bochinches que se forman, tanto dentro como afuera, verdaderas batallas campales donde solo queda correr para evitar salir damnificado. En las tribunas populares los fanáticos saltan durante horas, muchos sin camisa, agitan las manos al ritmo de los cánticos, y al anotar su equipo un gol empiezan a correr arriba y abajo por la gradería como si fueran a convulsionar. Sudan, gritan, volean las camisetas, ondean banderas, se trepan en barreras y separadores, y amenazan a los hinchas contrarios con odio y ferocidad. Pululan las drogas y el alcohol, y ante cualquier desavenencia aparecen garrotes y puñales que utilizan sin ningún recato.

Los integrantes de las barras bravas, sin importar qué equipo siguen, son idénticos: visten de manera similar, tienen el mismo tono de voz y coinciden en el léxico, se motilan de la misma manera, usan aretes, tatuajes y basta verlos caminar para reconocerlos. Después de ponerse la camiseta y juntarse con los parceros, se envalentonan y creen tener licencia para hacer lo que les dé la gana; no respetan normas, roban, destruyen, insultan, atropellan y desahogan todo el odio y el resentimiento que acumulan. Me quedó grabada una imagen sucedida frente a mis ojos, cuando varios seguidores del Once Caldas que salían de fútbol se echaban vainas y en cierto momento uno de ellos, un mocoso imberbe, sacó un cuchillo de la pretina y sin decir palabra se lo enterró a otro en la espalda.

Sin duda el problema se salió de madre y veo muy trabajoso eso de “educar” a estos desadaptados. Porque convirtieron dicha actividad en un modo de vida, además de poseer mentes huecas que no les permiten ver a más allá de sus narices. En Europa solucionaron el problema al controlar con cámaras especiales la entrada a los estadios, además ellos nos llevan mucha ventaja en cuanto a civilización. Me pregunto por qué el fútbol despierta este fanatismo desbordado, mientras en deportes más violentos como el rugby o el boxeo no son comunes las chichoneras.

Se requieren medidas drásticas y cuando proponen suspender el campeonato de fútbol no debemos aterrarnos. Cortar por lo sano, así paguen justos por pecadores, porque es absurdo que un joven salga para el estadio y termine etiquetado en la morgue. Y a quienes parezca descabellada la idea, que se pongan en los zapatos de quienes viven en los alrededores de los estadios o imaginen que el próximo muerto sea un miembro de su familia. Y con la calidad de fútbol que se juega en nuestro país, sería saludable un revolcón; sanear cuentas, combatir mafias, acabar con las roscas y podar todos esos troncos.  

1 comentario:

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Su artículo estimado pariente lejano, no es más que una detalle de la radiografía de una sociedad decadente.

Donde están los valores?

. Comprarse el equipo de sonido más grande para satisfacer las frustraciones de una niñez llena de privaciones y hacer toda la bulla que se pueda para que el barrio sepa que el dueño del estruendoso equipo no debe pasar ignorado.
. Ponerse una camiseta de un equipo de fútbol para sentirse autorizado para agredir a los demás.
. Montarse en una motocicleta bien ruidosa con las mismas motivaciones del primer punto: creerse además el dueño y señor de la vía y con el derecho de atropellar a los demás.
. Creer que porque se es un político o miembro de una corporación pública e inclusive un policía, puede conducir un auto en estado de alicoramiento, atropellar (Léase matar) a los demás.
. Creer que porque el pueblo lo eligió para el gobierno le da autorización para robarse el erario público.
. Creer que porque se es menor de edad la ley de infancia y adolescencia y las comisarías de familia se hicieron para protegerlo en todos sus actos de atropello a los padres y a la sociedad.
. etc., ect., etc., etc......

Su artículo me entristece, es parte de la radiografía de una sociedad decadente.....

BERNARDO MEJIA ARANGO