El ideal de la convivencia es que
todos respetemos las normas, las acatemos y cumplamos con nuestros deberes como
ciudadanos de bien, lo que redunda además en que podamos contar con los
derechos que nos corresponden. Sin embargo debemos reconocer que todos, en
mayor o menor grado, nos pasamos las reglas por la galleta y al sumar todas
esas contravenciones se forman el caos y el desorden. Y es que así uno trate de
no salirse ni un pelo del camino recto, se presentan casos desesperados que nos
tientan a recurrir a alguna triquiñuela que nos saque del apuro.
Que alce la mano quien no haya
violado alguna vez una ley de tránsito, se haya colado en una fila, que no sepa
lo que es “untar” a un policía, influir para obtener beneficios, hacer uso de
palancas y recomendaciones, o evadir impuestos, entre muchas otras infracciones
cotidianas. Por más recta que se considere una persona, en alguna época de su
existencia cruzó la línea de la ilegalidad, así sea en asuntos baladíes. En
nuestro medio el contador público es requerido para llevar cuentas, pero sobre
todo para encargarse de que el cliente pague lo menos posible por concepto
tributario; lo que llaman “capar” impuestos. Claro, como todos sabemos adónde
va a parar la recaudación.
Una sociedad organizada y
respetuosa existió en la mente de Tomás Moro y su obra Utopía, pero la realidad
es que el ser humano cada vez es más torcido y ventajoso. El desorden impera y
en muchos casos son los mismos dirigentes quienes dan mal ejemplo; autoridades corruptas,
jueces amañados, funcionarios malhechores y políticos insaciables. Si la sal se
corrompe… Una sociedad donde todos cumpliéramos las normas no necesitaría
policías ni soldados, guardas de seguridad, auditores, jueces o magistrados,
censores y demás autoridades.
Durante mi niñez existía el
policía de barrio, quién recorría el vecindario en una bicicleta grande y
pesada, de esas de frenos de varillas y parrilla atrás, y ante el escaso
trabajo se dedicaba a enamorar mantecas. En cada esquina tenía un entronque y
muy elegante con su uniforme de paño y la gorra bien puesta trataba de
disimular las gotas de sudor que le chorreaban, debido al esfuerzo de pedalear
en semejantes faldas. Si por cualquier pilatuna algún vecino nos amenazaba con
llamar al policía, salíamos despavoridos como si nos hubiera nombrado al
mismísimo demonio.
A la patrulla le decíamos la bola,
una camioneta grande con dos puertas atrás para meter los presos y un estribo
donde viajaban los agentes como si fueran bomberos; al que agarraban lo
llevaban a La Permanencia, localizada en el barrio Los Agustinos donde construyeron
años después el Terminal de Transporte. Ya durante nuestra adolescencia tuvimos
algunos encontrones con la ley, cuando nos metíamos en un tropel o si al
amanecer tratábamos de hacer conejo en algún metedero. Las patrullas estaban
tripuladas por varios policías bajo el mando de un teniente, casi siempre un
zambo fantoche de botas hasta la rodilla y gafas oscuras, así fueran las tres
de la mañana. Los llamamos tombos, polochos o aguacates, y no conocíamos esos rangos
de ahora: patrullero, intendente, dragoneante, alférez, etc.
Claro que la ciudadanía en
general obedecía sin rechistar ante los uniformados. A nadie se le ocurría
insultarlos, empujarlos y mucho menos levantarles la mano; por el contrario, al
muy alzado le pateaban el fundillo, dos bolillazos y a la patrulla. Por ello me
asombra ver ahora cómo la gente le perdió el respeto a la policía; en las
manifestaciones se tiran piedras de ambos lados, como en aquellas batallas de
terrones de nuestra niñez. Detienen a un fulano en un retén y sin pensarlo se
baja del carro y arremete a puños contra el policía. Cualquiera los insulta,
les manotea, los amenaza y hasta llegan a dispararles.
Qué podemos esperar de una sociedad
descompuesta que ya ni siquiera respeta la autoridad. Los vándalos que se
disfrazan de aficionados al fútbol y componen las llamadas barras bravas, se
sienten con patente de corso para delinquir a su antojo. Destruyen lo que
encuentran, manchan las paredes con grafitis, andan armados y amenazan a las
personas de bien para que les den dinero. Eso es una vagabundería. Y los
universitarios, que como cualquier ciudadano tienen derecho a disentir y protestar,
que lo hagan sin encapucharse ni atentar contra los demás.
Lo triste es que se ha perdido la
credibilidad en la ley por la corrupción que impera, con los tenebrosos falsos
positivos como ejemplo tangible, y mucha gente prefiere no llamar a la policía
ante cualquier inconveniente porque piensan que les puede ir peor. Claro que hay
abusos de autoridad, mafias que permean a policías y militares, comportamientos
reprochables y demás anomalías, pero no podemos estigmatizarlos a todos por
culpa de unos pocos. Se presentan casos como el del joven que asesinaron en
Bogotá porque pintaba grafitis de manera ilegal, crimen que no han podido
aclarar, pero tampoco es para que el papá del muchacho diga que el zambo desarrollaba
el libre derecho a la personalidad, además de practicar su arte.
Las leyes hay que cumplirlas
porque de lo contrario terminaremos sumidos en el caos y la anarquía, y que
cada quien se encargue de acatarlas y respetarlas aunque sea su conciencia la
única en reconocérselo.
pablomejiaarango.blogspot.com
1 comentario:
Aaaaayyyyy pariente lejano; sus artículos me generan lamentos cada que los leo. Respetar las normas? Con la actual ley de infancia y adolescencia? Cuando a los "vejigos" no se les puede decir nada ni se les puede corregir porque uno fácilmente va a parar a una comisaría de familia? Cuando el ejemplo que reciben a diario de la "caja diabólica" (Léase televisor) es una apología permanente al delito y a la corrupción?
No, pariente lejano, esta batalla se perdió. Yo no sé qué vamos a hacer para no perder la guerra, aunque la batalla final (Léase Armagedon)no la veremos ni usted ni yo, digo probablemente.
BERNARDO MEJIA ARANGO
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