La residencia que habitamos en el
centro era un caserón típico construido a principios del siglo pasado, de los
cuales aún quedan muchos en sectores tradicionales como Los Agustinos y El Hoyo.
Lástima que tantos han desaparecido por el paso del tiempo, el comején y la
humedad. Otra razón es que algunos propietarios, ante la imposibilidad de
vender sus predios porque no pueden ser derribados por tratarse de patrimonio
arquitectónico, resuelven no hacerles mantenimiento a ver si se caen; así
pueden negociar el lote que a la larga es lo que vale. Y entonces remplazan
esas bellas edificaciones con esperpentos que dan grima, a excepción de unas
pocas que han sido adquiridas por entidades que tienen capacidad económica para
restaurarlas.
Cuando en la década de 1920 el
centro de la ciudad fue azotado por tres incendios, que se propagaron fácilmente
por primar la madera en las construcciones, el gobierno nacional dio la mano a
los damnificados con créditos blandos para recuperar sus propiedades. Para
adelantar las obras contrataron una constructora gringa, la Ulen Company, y las
edificaciones contaban con una vivienda en la parte alta y en los bajos,
locales comerciales que aseguraran una renta al propietario. Así es la casa que
fue de la abuela Teresita, al frente del Palacio Arzobispal por la carrera 23,
en cuyo local quedaba el almacén Plumejía (fundado por mi abuelo, Pedro Luís
Mejía), en el segundo piso apartamentos para alquilar y en el tercero vivía la
familia; ahí sigue el edificio, aunque poco queda de su arquitectura original.
La casa que alquilamos estaba
localizada en la calle 24, entre carreras 20 y 21; donde ahora queda el
parqueadero del Inurbe. Vista desde afuera era imponente, por su gran tamaño y
los balcones que daban a la calle, y al abrir la puerta de dos naves empezaban
unas largas escaleras que llevaban al segundo piso; esas escalas eran
basculantes, ya que en el pasado las familias tenían semovientes en el solar y
para sacarlos a la calle procedían a levantarlas. Cuando alguien golpeaba la
puerta bastaba asomarse al balcón a mirar quién era y luego abríamos al jalar
una cuerda acondicionada para evitar la bajada. Al llegar arriba había un gran
patio embaldosado, con marquesina y alrededor un corredor al que daban las
alcobas. En el frente el salón, que tenía los balcones, al fondo el comedor, y
hacia atrás la cocina, el patio de ropas y la habitación del servicio. De ahí
bajaban las escalas para el patio y el sótano.
Por esa época éramos siete
hermanos, entre uno y diez años, y recién llegados nos sentimos frustrados
porque estábamos enseñados a jugar en la calle. Vivíamos encerrados y la única
entretención era meternos a un sótano lleno de trebejos y muebles viejos,
cubiertos de polvo, telarañas y bichos de todo tipo. Escudriñamos todos los
rincones, curioseamos los chécheres, superamos el miedo a la oscuridad y
buscamos la forma de subirnos a las tapias para espiar los patios vecinos.
Cuando mi mamá salía nos entreteníamos en los balcones que daban a la calle
gritándole vainas a la gente, tirándoles agua o escupas.
Aparte de cocinera y entrodera mi
mamá tenía la ayuda de una monjita, perteneciente a una comunidad que prestaba
ese servicio y cuya sede quedaban en el barrio Versalles. Las repartían en una
camioneta “Josefina” y hacían turnos de varios días porque trabajaban internas
en las residencias. Hasta entonces habíamos hecho buenas migas con ellas, con
decir que asistíamos a las fiestas marianas en el convento, pero esa empatía se
debía más que todo a que los mayorcitos nos la pasábamos en la calle cuando
vivíamos en residencias anteriores. Pero como allá la cosa era a otro precio,
al poco tiempo la religiosa estaba a punto de coger el monte. Un día madrugó a
lavar y almidonar el uniforme -hábito, manto, toca y demás perendengues-, y
luego lo tendió en las cuerdas del patio; esa tarde quisimos agarrar una viga
que había amarrada en la parte alta del sótano y debido a que nos falló el
cálculo, cayó hacia el lado equivocado, reventó las cuerdas de la ropa y el
latigazo desperdigó las sagradas prendas por medio vecindario. Bañada en
lágrimas llamó para que fueran a recogerla y nunca más volvimos a verla;
además, ninguna compañera quiso remplazarla.
Corría 1962 y nuestro mayor
tesoro, el juguete preferido, eran unos retazos de madera que nos regalaba el
carpintero que trabajaba en la construcción de la casa de La Camelia. Con esas
tablitas armábamos estructuras, hacíamos carreteras para los carritos y demás
entretenciones, hasta que una noche las usamos para formar un letrero que expresaba
algo que anhelábamos: “Papá, llévenos al Ley”; porque acababan de inaugurar ese
primer almacén por departamentos en la calle 19 y la novelería era total. Al
otro día llegó mi padre temprano del trabajo y nos fuimos a conocerlo mientras
nos chorreaba la baba al ver góndolas, estanterías y la maravillosa cafetería
donde nos compraron buñuelos con chocolate.
Otras veces salíamos a mirar
vitrinas por la carrera 23 y una noche nos dieron la mayor sorpresa: fuimos a
conocer el recién inaugurado Club Manizales, con bañada en la piscina caliente
y comida de empanadas con gaseosa. Eso fue como llevar ahora unos muchachitos a
Disneylandia.
pablomejiaarango.blogspot.com
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