viernes, agosto 12, 2016

Memorias de barrio (15).

Nuestros gustos y procederes son idénticos a los de nuestros mayores, con esas pocas excepciones que hacen la regla. De la familia materna heredé el gusto de viajar por carretera, a diferencia de quienes odian esa modalidad porque todo les parece lejos y desde el inicio del recorrido empiezan a preguntar cuánto falta. En cambio quienes disfrutamos lo encontramos interesante, bonito, agradable y todo nos parece cerquita.

Antes era impensable viajar en avión y por ello debíamos treparnos todos en el DeSoto familiar para salir de paseo. El carro tenía sillas amplias, sin cinturones de seguridad ni ergonomía alguna, y al no haber restricción de pasajeros, nos acomodábamos como fuera; ni hablar de las peleas por las ventanillas. El único lujo que tenía el carro era un radio de sintonizar con teclas, pero mi papá no lo prendía porque no aguantaba esa chirimía.

El domingo nos llevaban a Chipre, al drive-in Los Arrayanes, y nos compraban empanadas con media gaseosa; otra garrotera con quien tocaba compartirla. Esporádicamente el algo era en Pereira, que quedaba lejos, y allí nos compraban pandeyuca con helado; el negocio quedaba en el parque Uribe Uribe, donde correteábamos alrededor del lago mientras despachábamos el mecato. Luego mi mamá nos hacía lavar las manos en las aguas contaminadas con escupitajos y meadas de los chinches.  

Tiempo después estrenamos Simca 1000 y el cambio fue radical, porque ya no cabía ni la mitad de la tropa. Viajaban los cuchos, mi hermana mayor, los chiquitos y uno de los muchachos, quienes nos sometíamos a una cachiporra para escoger cuál clasificaba. Íbamos mucho a Medellín, por asuntos de familia, y como estaba recién inaugurado el hotel Intercontinental había promociones de fin de semana, las mismas que aprovechaba mi papá. Entonces llegaban a contarnos de los lujos, del desayuno bufet, de la piscina y demás atractivos, y quienes nos quedábamos tragábamos saliva y añorábamos tener esa oportunidad.

Por fin me tocó el turno y mi mamá preparó un ‘sudao’ de gallina, amarillo y sustancioso, el cual empacó en un tarro grande de galletas de soda; en otro recipiente el arroz, platos desechables, etc. Al final de la tarde llegamos al hotel Veracruz, cerca del Nutibara, porque en esa oportunidad no hubo chance en el Intercontinental; de todas maneras el escogido tenía piscina y un buen restaurante en la terraza, lo que para nosotros era una novedad.

Al descargar el carro mi mamá nos mandó a varios con un botones cargados de maletas y a mí además me encartó con el coco del fiambre. A disgusto lo cargué y en el ascensor el tipo preguntó con tonito golpeado qué llevábamos ahí, a lo que respondí no saber, que eso era de mi mamá, y entonces el vergajo ordenó abrirlo. Abochornado procedí a destapar el tarro y cuando vio el grasoso fiambre, hizo cara de asco y advirtió que estaba prohibido entrar comida al hotel. Hable con ella, le sugerí, a ver cómo le va…               

Después de explorar la habitación y los alrededores, empezamos a planear lo que pediríamos de comida en el restaurante y a ponernos el vestido de baño, pero mi mamá dijo que ni riesgos, que comida teníamos suficiente, los sobrados del fiambre, y que estaba muy tarde para programa de piscina. Qué desilusión, aunque nos dejó bañar en la ducha al menos una hora con ese chorro hirviendo, ya que la caldera permitía lo que en la casa era imposible. Salimos como unos rábanos y con los dedos arrugados, a dormir en cama franca y con la ilusión de tener mejor suerte al día siguiente.

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