miércoles, octubre 02, 2013

¿Autoridad sin autoridad?


El ideal de la convivencia es que todos respetemos las normas, las acatemos y cumplamos con nuestros deberes como ciudadanos de bien, lo que redunda además en que podamos contar con los derechos que nos corresponden. Sin embargo debemos reconocer que todos, en mayor o menor grado, nos pasamos las reglas por la galleta y al sumar todas esas contravenciones se forman el caos y el desorden. Y es que así uno trate de no salirse ni un pelo del camino recto, se presentan casos desesperados que nos tientan a recurrir a alguna triquiñuela que nos saque del apuro.

Que alce la mano quien no haya violado alguna vez una ley de tránsito, se haya colado en una fila, que no sepa lo que es “untar” a un policía, influir para obtener beneficios, hacer uso de palancas y recomendaciones, o evadir impuestos, entre muchas otras infracciones cotidianas. Por más recta que se considere una persona, en alguna época de su existencia cruzó la línea de la ilegalidad, así sea en asuntos baladíes. En nuestro medio el contador público es requerido para llevar cuentas, pero sobre todo para encargarse de que el cliente pague lo menos posible por concepto tributario; lo que llaman “capar” impuestos. Claro, como todos sabemos adónde va a parar la recaudación.

Una sociedad organizada y respetuosa existió en la mente de Tomás Moro y su obra Utopía, pero la realidad es que el ser humano cada vez es más torcido y ventajoso. El desorden impera y en muchos casos son los mismos dirigentes quienes dan mal ejemplo; autoridades corruptas, jueces amañados, funcionarios malhechores y políticos insaciables. Si la sal se corrompe… Una sociedad donde todos cumpliéramos las normas no necesitaría policías ni soldados, guardas de seguridad, auditores, jueces o magistrados, censores y demás autoridades.

Durante mi niñez existía el policía de barrio, quién recorría el vecindario en una bicicleta grande y pesada, de esas de frenos de varillas y parrilla atrás, y ante el escaso trabajo se dedicaba a enamorar mantecas. En cada esquina tenía un entronque y muy elegante con su uniforme de paño y la gorra bien puesta trataba de disimular las gotas de sudor que le chorreaban, debido al esfuerzo de pedalear en semejantes faldas. Si por cualquier pilatuna algún vecino nos amenazaba con llamar al policía, salíamos despavoridos como si nos hubiera nombrado al mismísimo demonio.

A la patrulla le decíamos la bola, una camioneta grande con dos puertas atrás para meter los presos y un estribo donde viajaban los agentes como si fueran bomberos; al que agarraban lo llevaban a La Permanencia, localizada en el barrio Los Agustinos donde construyeron años después el Terminal de Transporte. Ya durante nuestra adolescencia tuvimos algunos encontrones con la ley, cuando nos metíamos en un tropel o si al amanecer tratábamos de hacer conejo en algún metedero. Las patrullas estaban tripuladas por varios policías bajo el mando de un teniente, casi siempre un zambo fantoche de botas hasta la rodilla y gafas oscuras, así fueran las tres de la mañana. Los llamamos tombos, polochos o aguacates, y no conocíamos esos rangos de ahora: patrullero, intendente, dragoneante, alférez, etc.

Claro que la ciudadanía en general obedecía sin rechistar ante los uniformados. A nadie se le ocurría insultarlos, empujarlos y mucho menos levantarles la mano; por el contrario, al muy alzado le pateaban el fundillo, dos bolillazos y a la patrulla. Por ello me asombra ver ahora cómo la gente le perdió el respeto a la policía; en las manifestaciones se tiran piedras de ambos lados, como en aquellas batallas de terrones de nuestra niñez. Detienen a un fulano en un retén y sin pensarlo se baja del carro y arremete a puños contra el policía. Cualquiera los insulta, les manotea, los amenaza y hasta llegan a dispararles.

Qué podemos esperar de una sociedad descompuesta que ya ni siquiera respeta la autoridad. Los vándalos que se disfrazan de aficionados al fútbol y componen las llamadas barras bravas, se sienten con patente de corso para delinquir a su antojo. Destruyen lo que encuentran, manchan las paredes con grafitis, andan armados y amenazan a las personas de bien para que les den dinero. Eso es una vagabundería. Y los universitarios, que como cualquier ciudadano tienen derecho a disentir y protestar, que lo hagan sin encapucharse ni atentar contra los demás.

Lo triste es que se ha perdido la credibilidad en la ley por la corrupción que impera, con los tenebrosos falsos positivos como ejemplo tangible, y mucha gente prefiere no llamar a la policía ante cualquier inconveniente porque piensan que les puede ir peor. Claro que hay abusos de autoridad, mafias que permean a policías y militares, comportamientos reprochables y demás anomalías, pero no podemos estigmatizarlos a todos por culpa de unos pocos. Se presentan casos como el del joven que asesinaron en Bogotá porque pintaba grafitis de manera ilegal, crimen que no han podido aclarar, pero tampoco es para que el papá del muchacho diga que el zambo desarrollaba el libre derecho a la personalidad, además de practicar su arte.

Las leyes hay que cumplirlas porque de lo contrario terminaremos sumidos en el caos y la anarquía, y que cada quien se encargue de acatarlas y respetarlas aunque sea su conciencia la única en reconocérselo. 

pablomejiaarango.blogspot.com                

1 comentario:

BERNARDO MEJIA ARANGO bernardomejiaarango@gmail.com dijo...

Aaaaayyyyy pariente lejano; sus artículos me generan lamentos cada que los leo. Respetar las normas? Con la actual ley de infancia y adolescencia? Cuando a los "vejigos" no se les puede decir nada ni se les puede corregir porque uno fácilmente va a parar a una comisaría de familia? Cuando el ejemplo que reciben a diario de la "caja diabólica" (Léase televisor) es una apología permanente al delito y a la corrupción?

No, pariente lejano, esta batalla se perdió. Yo no sé qué vamos a hacer para no perder la guerra, aunque la batalla final (Léase Armagedon)no la veremos ni usted ni yo, digo probablemente.

BERNARDO MEJIA ARANGO