Ahora pienso, cuando ya para qué,
que debí disculparme con mis padres por haber sido tan maqueta. Tantas rabias
que pasaron cuando perdía el año, me suspendían por indisciplina, sacaba
pésimas calificaciones, llamaban a decir que no había ido al colegio y otras
tantas quejas por el estilo. Nunca me dictó el estudio y no encuentro otra
razón diferente a que los métodos de entonces eran absurdos y antipedagógicos,
con unos profesores, la mayoría, sin capacitación ni disposición para enseñar.
Recuerdo uno que nos daba inglés y era tan ignorante del tema que su clase
consistía en mostrarnos unos carteles elaborados por él, para que repitiéramos
como autómatas la frase correspondiente a cada figura; ese era el bilingüismo
de entonces.
Mitigó algo mi remordimiento por
ser tan mal estudiante una frase de Bernard Shaw, donde dice que el único
tiempo que perdió en su vida fue mientras asistió al colegio. Después supe que
el dichoso raciocinio es atribuido a otros tantos personajes, eminentes y brillantes,
pero debí aceptar que en todos los casos se trata de inteligencias superiores,
muy diferentes a la mía que es la de cualquier mortal del montón. De manera que
no me quedó sino echarle la culpa de nuevo al método y a los maestros.
Antaño era común que al terminar
la clase el educador indicara a los alumnos cuántas páginas del libro debían
leer para la próxima cita, con el agravante que ellos no se preocupaban porque
entendiéramos el texto, lo analizáramos y disfrutáramos del mismo, sino que
debíamos aprenderlo de memoria con todos los detalles. Como es lógico, de
entrada perdíamos el interés por la lectura y nos centrábamos en fechas,
nombres, situaciones determinadas y demás asuntos puntuales, los cuales
anotábamos en un papelito por si el examen era escrito. Llegaba el profesor y señalaba al escogido,
quien empezaba a relatar lo que había captado del texto, pero era interrumpido
para preguntarle un dato cualquiera y la respuesta tenía que ser exacta, porque
de lo contrario “cero pollito”. No importaba que entendiera el tema, lo
dominara y estuviera interesado en él, porque una simple falla lo descalificaba
definitivamente.
A diferencia de ahora que a los
jóvenes les enseñan a pensar y a desarrollar la inteligencia, el método
aplicado a nosotros era el de repetir como loras el contenido de los textos y
lo que enseñaban los profesores. Nada de investigación, debate o consulta, todo
nos lo daban masticado y solo debíamos memorizarlo. De manera que quien
estuviera mal de la memoria quedaba fregado. Muy de vez en cuando algún maestro
nos ponía un trabajo como tarea, lo cual requería consultar una enciclopedia,
un verdadero problema en aquella época porque no sabíamos acudir a una
biblioteca y además había muy poco de dónde escoger.
En mi casa teníamos la
Enciclopedia Británica, presentada en doce grandes tomos con pasta azul, papel
amarillo por el paso del tiempo, ilustraciones en blanco y negro, letra
diminuta y llenos de polvo debido al poco uso; ahora pienso que esa edición
debía ser de principios del siglo XX, ya que muchos de los datos que buscábamos
no aparecían por pertenecer a las tres o cuatro décadas anteriores. Por fortuna
apareció la Enciclopedia Salvat, la cual venía en fascículos coleccionables que
se mandaban a encuadernar por tomos. Fue una verdadera novedad por el colorido,
la calidad del papel y la actualidad del contenido, pero si allí no
encontrábamos el dato requerido nos tragaba la tierra. No quedaba sino arrancar
para la Biblioteca Municipal o la del Banco de la República y si encontrábamos
la información, a copiar sin descanso porque no existían fotocopiadoras,
grabadoras, escáneres o demás aparatos.
Imagino lo que será estudiar con
una computadora y conexión a internet, además de poseer ese don que tienen las
generaciones posteriores a la nuestra, el cual les permite entender a la
perfección cualquier tipo de dispositivo electrónico; uno con esa facilidad y
con Google, no necesita más. Pero deben ser ambas, porque aunque tengo acceso a
la red me saco un ojo al momento de realizar una búsqueda; si quiero
registrarme en algo llego hasta que me pide un código postal u otro dato por el
estilo; y a diario me enredo con las claves, pasabordos, nombres de usuario y
demás reseñas.
Al finalizar el bachillerato los
jóvenes reciben asesoría para determinar qué carrera seguir, visitan
universidades, reciben información, investigan al respecto, etc., a diferencia
de nosotros que tomábamos esa decisión reunidos en el recreo con los compañeros.
Quienes tenían facilidad para las matemáticas optaban por una ingeniería; los
hijos del papá finquero estudiaban agronomía o veterinaria; si tenía facilidad
para el dibujo escogía arquitectura; el hijo del médico casi siempre seguía el
ejemplo y así por el estilo nacían las vocaciones. Claro que entonces bastaba
el paso por la universidad y el profesional salía a ejercer, a diferencia de
ahora que tienen que hacer posgrados, diplomados, doctorados y cursos mil; sin
olvidar que es indispensable el inglés y ojalá un tercer idioma.
Por los pelos nos libramos de este medio laboral
competitivo y estresante, donde los ejecutivos son exprimidos al máximo y si no
rinden, los remplazan por otro que tenga unos años menos y varios cartones más.
A ese ritmo pocos llegarán a la edad de retiro.
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