martes, mayo 10, 2016

Atentado ecológico.

En el periódico me entero de que tramitan una licencia para explotar minería de oro en la vereda Gallinazo, en las goteras de Manizales. Me dio repelús, escaramucia y se me pararon los pelos del pescuezo ante semejante despropósito; no quiero oír hablar siquiera de mancillar esa hermosa región. Ya trataron de meterle el diente al proyecto Tolda fría, más arriba hacia el páramo, para lo que por fortuna se unieron fuerzas cívicas que pusieron el grito en el cielo. Frailes se llama el proyecto de turno.

Después de leer la nota reviví las imágenes de los desastres ecológicos que causa la explotación minera. Por la troncal de occidente, después de Tarazá hacia la costa, había extensas sabanas con árboles majestuosos bajo cuya sombra el ganado cebú buscaba evitar las altas temperaturas. Pasaron varios años y cuando volví a recorrer esa ruta me topé con un paisaje desolador. Las paradisíacas sabanas estaban convertidas en desiertos y donde había postes de la luz, se veían los montículos de varios metros que revelaban la profundidad de la herida causada a la tierra. Tras lavar la capa vegetal solo quedaron cascajo y algunas malezas, y por los ríos y quebradas, debido al color de la greda, parecía fluir sangre en vez de agua.

Recordé también los daños causados al río Dagua, localizado entre Cali y Buenaventura, por el mismo sistema de minería de oro a cielo abierto. Al buscar en internet encontré una fotografía de satélite que deja ver una vasta región de lo que otrora fue un hermoso y caudaloso río, convertido en una extensión de cráteres similares a los causados por un intenso bombardeo. El cauce del río es indefinido y muy poca agua corre por entre esos montículos de piedras y pantano. Asombra ver el poder destructor del ser humano.

Desde que tengo uso de razón he sido un enamorado de la región de Gallinazo. Muy pequeño acompañaba a mi mamá al vivero de Tivita, una adorable anciana que atendía a la clientela con una amabilidad encantadora que provocaba volver a visitarla; allá mismo comprábamos quesito campesino. En la actualidad aprovecho cualquier oportunidad para recorrer la vereda y cuando observo el hermoso cañón desde la carretera, pocos metros después de la zona industrial de La Enea, me digo que es muy similar al valle de Cocora, en el Quindío. Unos fértiles potreros flanqueados por montañas majestuosas de bosques de niebla y por cuyo centro corre un río cristalino cuyas aguas bajan del páramo.

La diferencia está en que allá hay muchas más palmas de cera y que gracias a una vehemente promoción turística el lugar es frecuentado por miles de visitantes, aunque esa situación no la envidio porque el día que hordas de turistas invadan nuestra vereda la tranquilidad y la magia del entorno se pierden. Por ahora que se larguen con el proyecto Frailes para otra parte, ojalá bien lejos de aquí.

Una tarde regresaba del sector con un amigo y a orilla de carretera un campesino ordeñaba una vaca con una ubre monumental, por lo que nos detuvimos para entablarle conversación. Al bajar el vidrio y decir la primera palabra la vaca, que resultó pajarera, se encabritó y lo primero que hizo fue volcar el balde con la leche recolectada. Para evitar la lluvia los campesinos improvisan una estructura de guadua que cubren con un plástico; pues la vaca también le zampó una patada al rancho, que de inmediato se desbarató, y no me quedó sino decirle a Luis que arrancara, porque el abnegado ordeñador tenía cara de querer matar y comer del muerto.

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