martes, mayo 31, 2016

Una oportunidad.

No dejo de pensar en la infinidad de personas que pasan la vida sin tener una oportunidad. En todas las culturas y en las diferentes épocas solo unos pocos han disfrutado el privilegio de vivir con holgura, de alimentarse bien, estudiar, viajar, culturizarse y formar una familia que perpetúe su legado. En cambio la mayoría pasa la existencia en medio de penurias, esclavizados por un trabajo mal pago, angustiados por rendir el ingreso para cubrir las necesidades básicas, sin conocer lujos ni comodidades.

Cuántos de esa gran mayoría de infortunados habrán nacido con un don, el mismo que nunca descubrieron por dedicar su tiempo a trabajar y a luchar por sobrevivir. Qué desperdicio para la humanidad perder tantos talentos, genios en las diferentes ciencias, artistas, caudillos, pensadores y cuanta habilidad exista. Personas que pasan su existencia atadas a un destino que no les permite un respiro para disfrutar un pasatiempo y que en la mayoría de los casos ni siquiera se enteran de poseer una destreza en particular.

Quienes crecimos en un hogar acomodado, donde nunca faltaron la comida ni las necesidades básicas, y que a pesar de ser tantos hijos alcanzaba para ciertos gustos, en la mayoría de los casos solo de adultos nos percatamos de las diferencias tan grandes que existen entre las gentes de los distintos estratos sociales. Por ello es tan común que tachemos a los empleados de brutos, atembados, retrasados mentales, porque a diario debe repetírseles una orden y recordarles una instrucción, pero es porque ignoramos que esas personas carecieron de una buena nutrición durante sus primeros años, y que en ese período es cuando se desarrolla el cerebro. El daño queda hecho y el individuo nunca podrá alcanzar un cociente intelectual promedio.

Hoy en día se me revuelve el estómago al enterarme de las excentricidades de algunos y de la cantidad de oportunidades que podrían brindarse con cualquiera de ellas. En qué momento la humanidad permitió que mientras un futbolista estrella devenga millones de euros al mes, el grueso de la población del mundo entero deba sobrevivir con un salario mínimo; y eso los ‘privilegiados’, porque son muchos más los que deben recurrir a un trabajo informal. Ejecutivos que devengan fortunas, artistas y famosos que gastan a raudales, millonarios, potentados y nuevos ricos que viven en una burbuja de opulencia, mientras las gentes del común los observa con incredulidad.

No es necesario ser adinerado para ayudar a los demás. Basta ver lo que gasta ahora la gente en el sostenimiento de una mascota, inversión que podría destinarse a apadrinar uno o varios niños pobres; buena alimentación, estudio, salud, vestimenta y demás necesidades. Si no quiere comprometerse de manera directa, puede hacerlo por intermedio de una fundación que cumpla ese cometido. Son muchas las obras sociales que velan por el bienestar de la niñez desamparada; o por los ancianos abandonados, los enfermos y demás necesitados.

Abismado quedé al enterarme por la radio de que en una feria especializada ofrecen planes de medicina pre-pagada para mascotas, seguros exequiales, tratamientos odontológicos, alimentos sofisticados y costosos, prendas de vestir a precios de oro, juguetes y perendengues, guarderías, salones de belleza, un seguro para garantizarles el paseo diario en caso de que el amo se incapacite y muchos otros lujos por el estilo. ¡Qué ociosidad!

Cuántos jóvenes de extracción humilde sueñan con estudiar en la universidad y debido a la falta de recursos, deben pasar sus vidas de empleadas del servicio, choferes de taxi, meseras o peones, mientras otros gastan fortunas en sostener un chandoso o un gato. Con tanta inequidad el mundo nunca tendrá sosiego.

Memorias de barrio (14).

Así como pasamos nuestra niñez en las calles del barrio, en completa libertad y sin peligros aparentes, al llegar a la pubertad le cogimos el gusto al centro de la ciudad donde vivimos experiencias que nos prepararon para llegar a la compleja y turbulenta adolescencia. Y la razón para frecuentarlo fue que en Manizales, desde Fundadores hasta donde finaliza la avenida Santander, en el retorno de Coca cola, que era el mismo límite de la ciudad, no existía ningún tipo de negocio, establecimiento comercial o de entretenimiento. Todas las edificaciones estaban destinadas a vivienda familiar y los únicos comercios eran las tiendas de barrio.

Para cualquier diligencia, reunión, trámite o transacción era necesario ir al centro, lo mismo que para comprar un tornillo, un pliego de cartulina, un corte de popelina, mandar a arreglar la plancha o hacer una vuelta de banco. Absolutamente todo se desarrollaba en el centro de la ciudad. Las amas de casa debían visitarlo a diario con su lista de mandados, pero tenían la facilidad de parquear el carro en la puerta del negocio que frecuentaban, ya que el tráfico era mínimo y existían pocas restricciones.

Desde muy niños nos íbamos en patota para social doble el sábado por la tarde y al salir tomábamos el algo en uno de los tantos sitios que ofrecían mecato en el centro. Nos desplazábamos en bus, con la condición que esperábamos hasta que apareciera uno en buen estado porque había unas carachas que francamente daban pena; recuerdo el número 50, de Socobuses, una tartana que parecía que se fuera a desbaratar. Esa empresa era la única que cubría la ruta por la avenida Santander y tenía las terminales en el parque Liborio y en Coca cola; y a muchos conductores los conocíamos por el nombre.

Ya púberes, cuando las hormonas empezaron a alborotarse, la táctica era levantar viejas en el centro porque las noviecitas no daban ni la hora. Entonces íbamos a cine al teatro Manizales o al Olympia y bastaba pagarle la boleta a una bandida para tener derecho a meterle mano toda la tarde; al finalizar la película, antes de que prendieran la luz, fingíamos ir la baño para volarnos y así no tener que invitarlas a tomar el algo. Los primeros pinitos los hicimos en el grill Las Muñecas, frente a la peluquería Moderna, donde las viejas recibían cierta cantidad de fichas según lo que uno les brindara: un ron con ginger, tres fichas. Años después, en plena adolescencia, recorríamos la carrera 23 en plan de conquista y en alguna de las fuentes de soda conseguíamos pareja.

El sitio ideal era La Ronda, en el segundo piso del edificio Cuellar, donde cogíamos mesa en la ventana y mientras nos tomábamos unas cervezas, escogíamos las nenas que pasaban por el andén del frente y con solo hacerles una seña las teníamos a disposición; después de unos tragos y de entrar en calor, nos bajábamos para un grill que funcionaba en el sótano del mismo edificio y allá dábamos rienda suelta a las ganas. 

Al caer la tarde salíamos a tragar empanadas en La Canoa o albóndigas en el parque de Caldas, para después hacer vaca de a un peso y regresarnos en taxi para la casa. El exagerado aliño de las viandas opacaba el tufo y a la mamá le decíamos que estuvimos por ahí dando vueltas y ‘vitriniando’. Después de comida volvíamos a salir y nos metíamos al Caracol Rojo, un café al frente del Banco de la República, donde continuábamos la rutina: tomar trago y ‘abejorriar’ coperas. Hormonas en ebullición.

Los hombres en la cocina...

Los derechos de los menores se han convertido en un dolor de cabeza para los padres de familia, porque ante cualquier desavenencia el retoño procede a demandarlos penalmente. Es común que en ese tipo de querellas a quien favorece el fallo es al vástago, mientras sus progenitores quedan atados de manos y trinando de la ira. Lo mismo sucede con profesores y afines, quienes no pueden siquiera ponerle una mano en el hombro a un alumno porque se los traga la tierra; ni hablar de castigarlo o zamparle un coscorrón.

En la actualidad cualquier discrepancia que se tenga con un menor, un suceso simple y cotidiano, una molestia ínfima, puede causarle traumas. De ser así, quienes pertenecemos a generaciones anteriores seríamos personas traumatizadas en grado sumo. Porque a la crianza nuestra le aplicaron muy poquita sicología, aparte de que no conocimos terapeutas, tutores y demás profesionales que asisten ahora a los muchachitos. Por ser tantos hijos recibíamos poca atención, ya que el papá dedicaba el tiempo a trabajar y la mamá a cuidar los más chiquitos.

De manera que crecimos en la calle, con hermanos, familiares y amigos, y la ley de la vida nos enseñó a defendernos. Si a un menor lo matoneaban debía enfrentar el problema, darse trompadas o tranzar con sus enemigos, porque a los papás no podía irles con lloriqueos. Para cualquier situación existían mitos y creencias que nacían del imaginario popular, y los mismos adultos inventaban cuentos que apelaban al miedo para obligarnos a obedecer.

Decían por ejemplo que si nos tragábamos las pepas de una fruta, al otro día nos retoñaba un árbol por debajo de la lengua. O que por tragarnos los chicles se formaba una gran bola en la barriga, la cual crecería hasta llegar a no dejarnos alimentar. Quien se arrimara mucho a la candela empezaría a orinarse todas las noches en la cama, para lo cual no quedaba sino sentar al mocoso en un ladrillo hirviente para que dejara ese vicio tan cochino.

La mayor prueba de nuestra resistencia a los traumas se dio cuando muy de vez en cuando nos llevaban a bañar en una piscina, a la que nos metíamos desde que nos bajábamos del carro hasta el momento de devolvernos para la casa, y después de almuerzo nos advertían que debíamos reposar una hora, por reloj, porque al que se metiera al agua le daba un derrame cerebral. La amenaza para quien se portara mal era que en diciembre, mientras el Niño Dios repartía regalos para los demás, a él le traería un tarro lleno de ceniza.

Los hombres en la cocina huelen a rila de gallina, decían cuando un varón invadía un territorio que era exclusivo de las mujeres; entre los campesinos el niño no podía recoger siquiera un plato de la mesa, porque arriesgaba volverse afeminado. De educación sexual nunca nos dijeron una palabra y si un muchachito jugaba con una niña, y se tocaban con las manos, con esta admonición les advertían que suspendieran: Juegos de manos, juegos de villanos.              

Seríamos tan inmunes a los traumas, que ni siquiera la religión y los curas lograron desequilibrarnos. Ese terror infundado, la amenaza del fuego eterno, una cantaleta parejita que todo lo que hacíamos era pecado mortal; que si un infante moría sin estar recién confesado, se iba derecho para los profundos infiernos. Y uno que se acusaba de pecados menores, de pendejadas que inventaba mientras hacía la fila del confesionario, porque a nadie se le ocurría decirle al padre Uribe que le gustaba acariciarse el cacao. ¡Ni riesgos!

Diatriba contra el dinero.

Cómo vivirían de bueno los cavernícolas sin preocuparse a todo hora por conseguir plata. Claro que tenían otras cabeceras, como ser exitosos en las cacerías, defenderse de las fieras, mantener encendido el fogón o apertrecharse de pieles para confeccionar buenas pintas, pero no necesitaban bolsillos porque no existían los billetes; mucho menos cédula, licencia de conducir, libreta militar, tarjetas de crédito y demás ‘papeles’ que cargamos en la cartera. Todo se conseguía por medio del recurrido ‘cambis cambeo’, modelo de transacción que nació cuando uno de los primeros humanos negoció con otro el cambio de un garrote por un collar de premolares.

Dice la historia sagrada que cuando despacharon a Adán y Eva del paraíso, por díscolos y ambiciosos, fueron condenados a laborar por el resto de sus días para procurarse el sustento. Para colmo de males criaron a los muchachitos como si todavía vivieran en el edén y por eso ninguno de los dos sirvió para nada; el uno le echaba candela a lo que encontraba para hacerle ofrendas al Creador, mientras el otro pasaba el día dedicado al ocio y a fumar porquerías. Y claro, terminaron mal las criaturas, mientras los taitas debieron vivir en función de producir para tener algo que echarse a la boca.

Con el paso del tiempo la situación de los humanos es similar, con la condición inmodificable que empeora día a día. Porque aquellos primeros habitantes del planeta se defendían con los productos básicos para alimentarse, pero a medida que avanza el calendario las necesidades son infinitas gracias a una sociedad de consumo que nos obliga a tener dinero para suplir cualquier necesidad. Toda acción que quiera realizarse tiene un costo y si por casualidad dicen que es gratis, cuente con que de alguna manera se la cobran.

Desde chiquitos nos refregaron la leyenda del rey Midas para prevenirnos acerca de la ambición desmedida, además de los relatos relacionados con de la búsqueda de la piedra filosofal, con los que quisieron advertirnos del demonio que representa la codicia extrema. Pues de nada sirvió porque hoy como nunca se rinde culto al vil metal, la mayoría de los mortales viven en función de atesorarlo, el afán por conseguirlo no tiene límites, la avidez es un barril sin fondo.

Nunca he sido propenso a tantas corrientes y modos de vida que existen en la actualidad, hasta que me enteré del conocido como ‘Bajo consumo’. Uno de sus principales activistas es el expresidente uruguayo Pepe Mujica, quien aclara que no se trata de una apología de la pobreza sino de la sobriedad. El consumismo desmedido esclaviza a las personas, es adictivo y las convierte en máquinas del despilfarro. Pocos son conscientes de que al adquirir un producto no pagan con dinero, sino con el tiempo de vida que gastaron para conseguirlo. Tiempo precioso que pudo dedicarse a disfrutar de la existencia y del cual no puede recuperarse ni un segundo. La vida es solo una, y muy corta por cierto.

Empalagan las personas que solo hablan de plata, de negocios, de cómo conseguir más, de la quiebra de fulano y del cheque de nómina  fabuloso que recibe perencejo. Y aunque estén viejos y llenos de plata, se levantan al amanecer a trabajar y a producir, con la meta de retirarse a los 70 años para dedicarse a la buena vida. Olvidan que a esa edad hacen daño el trago y la comida, no provoca salir, todo parece lejos e inconveniente, el chiflón es mortal y los amigos ya no están para fiestas. Además, debido al estrés acumulado es probable que ni siquiera ‘armen’.

martes, mayo 10, 2016

Aversión natural.

Nada más sagrado que la salud, porque sin ella no puede disfrutarse la vida; mientras unos pasan su existencia sanos, otros debemos bailar con la más fea. Eso sí, sin importar los males que padezcamos toca enfrentarlos con estoicismo y buena actitud, porque lo contrario nos amarga la existencia y mortifica a familiares y allegados.

Gracias a la tecnología la medicina ha avanzado mucho, lo que aumenta nuestra expectativa de vida. Claro que requiere grandes inversiones y por ende es costosa para el usuario, por lo que la mayoría dependemos de la salud pública, atención que cada vez se complica más debido al desgreño administrativo que presenta. El paciente con urgencia de atención debe enfrentar trámites y dilaciones que aumentan su angustia; aunque tanta tramitología se debe en parte a que los colombianos somos tramposos y marrulleros, y eso genera desconfianza.

Por mucho que reniegue uno del sistema de salud, el día que le diagnostican una enfermedad de alto costo se da cuenta de sus bondades. Tratamientos sumamente onerosos son asumidos por la EPS sin ningún costo para el usuario; seguro debe hacer filas, esperar horas, pasar rabias y enfrentar inconvenientes, pero al final puede ser la diferencia entre vivir o morir.

Yo le he salido caro a la salud pública; si recibiera lo que me han invertido, nadaría en la abundancia. No más el cáncer y sus tratamientos, los cuales son invasivos y dañinos, pero que con algo de suerte pueden aplazarnos el momento de ‘fruncir cagalera’; digo dañinos porque así como combaten la temible enfermedad, joden el resto de sistemas del organismo y toca tomar medicamentos para que funcionen. Claro que, en honor a la verdad, todavía puedo parpadear sin ayuda de pastillas.

A lo que tenemos aversión la mayoría de las personas es a ir a templar al hospital; estar enfermo es muy maluco y peor si es por fuera de la casa. Recientemente fui internado en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Caldas; sus instalaciones son 5 estrellas y ni hablar del profesionalismo y la amabilidad de quienes allí laboran. Sin embargo, la experiencia es traumática porque allá van los casos más delicados; verse uno conectado a esa cantidad de aparatos, con las alarmas y sonidos correspondientes, es bien estresante. Cada que entra una enfermera es a inyectarlo y debido a que las instalaciones no tienen visual hacia el exterior, el tiempo parece estancarse.

Cuando durante la noche logra uno dormirse, lógicamente medicado, llega un técnico a hacerle una placa de tórax; más tarde lo despierta la que viene a chuzarle la arteria; y a las dos horas aparece otra a tomar la temperatura y preguntarle si ha dormido bien. Lo peor es a las seis de la mañana cuando proceden a bañarlo dizque porque van a entregar turno; como los taxistas.

Uno criado en una cultura bien púdica, verse en pelota mientras dos muchachas lo restriegan por todas partes, le abren las patas como a un pollo asado y le jabonan las vergüenzas, es algo francamente embarazoso; aparte del pegote en que lo dejan porque después de secarlo lo embadurnan con cremas y aceites. Debido a tantos medicamentos la digestión se frena y entonces la tratan para que funcione, lo que ocasiona una avalancha que preciso se viene durante la noche. Qué humillación amanecer cagao hasta el cuello, mientras el abnegado personal limpia y cambia ropas; ahí no queda sino hacerse el que está en estado de coma.

Mi hijo lo definió bien al decirme: Papá, esta mañana cuando entré usted estaba como San Bonifacio, ¡con medio culo en el espacio!

Atentado ecológico.

En el periódico me entero de que tramitan una licencia para explotar minería de oro en la vereda Gallinazo, en las goteras de Manizales. Me dio repelús, escaramucia y se me pararon los pelos del pescuezo ante semejante despropósito; no quiero oír hablar siquiera de mancillar esa hermosa región. Ya trataron de meterle el diente al proyecto Tolda fría, más arriba hacia el páramo, para lo que por fortuna se unieron fuerzas cívicas que pusieron el grito en el cielo. Frailes se llama el proyecto de turno.

Después de leer la nota reviví las imágenes de los desastres ecológicos que causa la explotación minera. Por la troncal de occidente, después de Tarazá hacia la costa, había extensas sabanas con árboles majestuosos bajo cuya sombra el ganado cebú buscaba evitar las altas temperaturas. Pasaron varios años y cuando volví a recorrer esa ruta me topé con un paisaje desolador. Las paradisíacas sabanas estaban convertidas en desiertos y donde había postes de la luz, se veían los montículos de varios metros que revelaban la profundidad de la herida causada a la tierra. Tras lavar la capa vegetal solo quedaron cascajo y algunas malezas, y por los ríos y quebradas, debido al color de la greda, parecía fluir sangre en vez de agua.

Recordé también los daños causados al río Dagua, localizado entre Cali y Buenaventura, por el mismo sistema de minería de oro a cielo abierto. Al buscar en internet encontré una fotografía de satélite que deja ver una vasta región de lo que otrora fue un hermoso y caudaloso río, convertido en una extensión de cráteres similares a los causados por un intenso bombardeo. El cauce del río es indefinido y muy poca agua corre por entre esos montículos de piedras y pantano. Asombra ver el poder destructor del ser humano.

Desde que tengo uso de razón he sido un enamorado de la región de Gallinazo. Muy pequeño acompañaba a mi mamá al vivero de Tivita, una adorable anciana que atendía a la clientela con una amabilidad encantadora que provocaba volver a visitarla; allá mismo comprábamos quesito campesino. En la actualidad aprovecho cualquier oportunidad para recorrer la vereda y cuando observo el hermoso cañón desde la carretera, pocos metros después de la zona industrial de La Enea, me digo que es muy similar al valle de Cocora, en el Quindío. Unos fértiles potreros flanqueados por montañas majestuosas de bosques de niebla y por cuyo centro corre un río cristalino cuyas aguas bajan del páramo.

La diferencia está en que allá hay muchas más palmas de cera y que gracias a una vehemente promoción turística el lugar es frecuentado por miles de visitantes, aunque esa situación no la envidio porque el día que hordas de turistas invadan nuestra vereda la tranquilidad y la magia del entorno se pierden. Por ahora que se larguen con el proyecto Frailes para otra parte, ojalá bien lejos de aquí.

Una tarde regresaba del sector con un amigo y a orilla de carretera un campesino ordeñaba una vaca con una ubre monumental, por lo que nos detuvimos para entablarle conversación. Al bajar el vidrio y decir la primera palabra la vaca, que resultó pajarera, se encabritó y lo primero que hizo fue volcar el balde con la leche recolectada. Para evitar la lluvia los campesinos improvisan una estructura de guadua que cubren con un plástico; pues la vaca también le zampó una patada al rancho, que de inmediato se desbarató, y no me quedó sino decirle a Luis que arrancara, porque el abnegado ordeñador tenía cara de querer matar y comer del muerto.

Wadis, ¡qué personaje!

En 1995 conocí a Wadis Echeverri cuando yo participaba en un programa radial, en Caracol, y una tarde se apareció en el estudio para que le hiciéramos bulla a una campaña que adelantaba para el Concejo de Manizales. Vestía un overol con letreros en pecho y espalda que publicitaban su aspiración; esa fue toda la inversión, porque no tenía más recursos y además sabía que nadie financiaría su campaña. Creo recordar que los votos logrados no le alcanzaban ni para ser nombrado ecónomo de su hogar. Pero hizo el ejercicio y logró que oyeran su mensaje, que era lo que le interesaba.

Después visitó el estudio de la emisora con cierta frecuencia para llevarnos ‘El Correo de los Carrapas’, una revista que de manera quijotesca ha publicado durante muchos años para difundir su mensaje cívico y cultural. El Comandante Carrapa, uno de sus seudónimos, es ante todo un poeta. Nació en Filadelfia, Caldas, donde ha pasado la mayoría de su existencia en una casa rodeada de árboles y vegetación, con pájaros, mariposas, frutas y flores. Siempre con Marta, su compañera inseparable, y Violeta, la niña de la casa.

A mediados del año 2000 lo invité a un programa que hicimos en Telecafé, en el que entrevistaba personajes destacados del Eje Cafetero (excepto políticos, reinas, cantantes y farándula en general). Como debíamos conversar largo y tendido para enterarme de su vida, llegó a mi casa una tarde cansado y sudoroso. Le pregunté cómo viajó desde el pueblo natal y respondió que en su medio de transporte preferido, un par de botas de cogedor de café que calzaba orgulloso. Que arrancaba a pata por la carretera y a los pocos minutos lo recogía un jeep de trasporte público, sabedor el chofer de que era gratis porque el poeta nunca carga dinero.

Después de las presentaciones, procedió a entregarnos un regalito y sacó de una mochila que cargaba tres guayabas dulces cogidas en un árbol a la orilla del camino; entregó una a mi mujer, otra a mi hijo y la tercera para mí. Ese detalle nos pareció de un simbolismo maravilloso, tal vez porque nos hizo ver que la vida está hecha de cosas simples. Iniciamos la charla y me di cuenta de que Wadis es un maestro de la palabra, un poeta innato. Le pregunté el origen de su nombre y dijo que a su papá le dio por ponerle a los hijos nombres que empezaran con la W, y que a él casi lo bautizan Willis.

Durante una etapa de su vida vivió en La Dorada, donde fue director de la “Casa de la cultura, ‘sin casa’, del Magdalena ‘miedo’”; porque no tenían sede y los eventos culturales se realizaban en un pequeño ágora improvisado en una plaza pública. A causa de la violencia que se vivía en la región, el poeta fue amenazado de muerte. Entonces consiguió un sobrero aguadeño con una cinta con los colores de la bandera nacional, con el fin de hacerse visible para que el sicario no fuera a equivocarse y le quitara la vida a otra víctima inocente.

Conversar con Wadis es una delicia. La primera impresión es la de alguien desequilibrado y vocinglero, pero al momento se nota que es un hombre culto, heredero de su estirpe Carrapa, cívico, ecológico, generoso y de corazón noble. La poesía está implícita en sus palabras y después de conocerlo piensa uno que la humanidad necesita muchos ‘locos’ como él. Y que lo tengan en cuenta porque es el comandante fundador de un gran ejército donde militamos muchos, el de los Alzados en ‘almas’.

Comentarios varios.

Gravísimo lo que sucede en el país con la polarización que vivimos entre aquellos que rechazan el proceso de paz y quienes seguimos pegados a la esperanza de ver firmado un arreglo que satisfaga a todos. Claro que después viene el post conflicto, mucho más demorado y con miles de complicaciones, pero al menos se acallarán los fusiles y en el territorio nacional la violencia rebajará ostensiblemente.

Así nuestras fuerzas militares podrán dedicarse a combatir a las mal llamadas bandas criminales, que son grupos paramilitares que brotan como serpientes en la cabeza de la Medusa. Sin embargo, el ambiente no se presta para adelantar las negociaciones porque la actitud de la mayoría es negativa y pocos quieren oír razones; son escasas las personas que pueden hablar del asunto con conocimiento de causa y lo común es que la gente opine, denigre, critique, vocifere y reniegue sin bases ni argumentos, basados solo en chismes y rumores.

Un gran porcentaje de la sección de opinión en periódicos, revistas, blogs y demás publicaciones está dedicado al tema de las conversaciones de paz, y muchos columnistas llevan años machacando el tema hasta volverse repetitivos y pesados; trabajoso es encontrar uno mesurado y ecuánime que nos guíe e informe. Congresistas, políticos y miembros del gobierno tratan el asunto según les convenga y cuando dan declaraciones ante las cámaras, puede quitarse el volumen porque ya se sabe lo que van a decir.

Resolví que no discuto acerca del tema sino con personas que defiendan su postura pero además oigan al interlocutor, que sean racionales y basen sus opiniones en análisis serios; nada de que supe, se dice, supongo... La mayoría asemejan borregos que siguen al cencerro con obediencia y obstinación.
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En las goteras de Chinchiná hay un elefantico blanco (porque el elefante mayor está ahí cerca). Da grima verlo. Unos metros después de Hosterías del café, en la vía hacia el Alto de Curazao, construyeron una doble calzada de unos 500 metros que suspendieron debido a que hace parte del proyecto del Aeropalestina y esa obra está muy embolatada. En esa doble calzada instalaron un puente peatonal moderno y funcional, bajo el cual obligan a los vehículos a pasar para regresar unos metros más adelante, después de girar en U, donde conecta de nuevo con la carretera. Por ahí no transita nadie a pie, no hay casas ni otro tipo de edificación. Nada, solo cafetales a lado y lado. En cuántos lugares del país claman por un puentecito peatonal y este languidece sin estrenar. ¡No hay derecho!
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Tranquiliza saber que al menos por ahora los cajeros automáticos no entregarán billetes de $100 mil. Porque yo sí le digo la encartada que nos vamos a meter con esos ‘Lleras’, pues si ahora es complicado pagar ciertas cosas con uno de $50 mil, la nueva denominación no servirá sino para comprar el mercado, echar gasolina, pagar el peaje o comprar remedios, los cuales generalmente no bajan de $80 mil.

Serán prácticos para hacer negocios en efectivo o encaletarlos en la casa para tener un ‘guardao’ que dé tranquilidad; aunque si a muchos no les alcanza el ingreso para llegar a fin de mes, mucho menos va a sobrarles para ahorrar. Ni hablar de la desconfianza con que recibirán el nuevo billete, pues los falsificadores ya habrán sacado emisiones mejoradas; imagino cómo los irán a manosear, a mirarlos a contra luz y estirarlos con fuerza para probar su autenticidad. Ni hablar de coger transporte público o pedir un tinto y querer pagar con un billete de esos, porque arriesga uno que le den un puño.

Con la arepa bajo el brazo.

Después de echarle cabeza a por qué con nuestra generación las familias pasaron de ser numerosas a tener máximo dos o tres hijos, deduzco que se debe a que en nuestra época había que invertirle muy poco dinero a los retoños; decían que cada muchachito venía con la arepa bajo el brazo. Los colegios no eran costosos, vestíamos de manera sencilla sin seguir modas ni tendencias, las visitas al médico eran muy reducidas y al odontólogo nos llevaban una vez al año. Nada de terapeutas ni tratamientos sofisticados, y no recuerdo que a algún niño le diera gastritis o lo llevaran al siquiatra.

Los padres compraban juguetes para los niños con plata de bolsillo, igual para todos y así evitar peleas y envidias, y muchas veces el regalo suplía una necesidad básica; decepcionante era recibir de aguinaldo un par de medias, una caja de colores o unas cargaderas. La mesada que nos daban alcanzaba para muy poco y debíamos ahorrar para comprar una leche condensada; a restaurante nos llevaban para celebrar el cumpleaños y con frecuencia nos decían que la invitación era la cuelga. Y no aspirábamos a mucho, porque para nosotros era un lujo tener una navajita en el bolsillo.

Nunca recibimos clases o cursos diferentes al colegio, a no ser que fueran gratis. Aparte de no existir los extracurriculares, ninguna mamá estaba dispuesta a trastear mocosos; harto oficio tenía en la casa como para ponerse en esas. En el mercado no compraban nada que no fuera indispensable y por lo tanto el mecato no existía para nosotros; el máximo lujo que recuerdo fue un Korn Flakes que nos llevaron alguna vez, y fue tal la garrotera que se armó por el muñequito que traía en el interior, que mi mamá tuvo disculpa para no volvernos a comprar de esa porquería, como decía ella.

Al momento de salir a vacaciones a nadie se le ocurría que lo fueran a llevar a un paseo. Casi siempre al terminar el colegio nos llevaban a motilar, nos cortaban las uñas y hágale para la finca familiar hasta un día antes del regreso a clases; de lo contrario, nos quedábamos en la ciudad con la libertad que teníamos al poder disfrutar de la calle sin ningún peligro. En la finca corríamos por cafetales y potreros, trepábamos a los árboles, montábamos a caballo, nos metíamos al río sin permiso y mil pilatunas por el estilo, pero siempre regidos por un horario establecido; y al que dijera a deshoras que tenía hambre, le daban un banano.

En la adolescencia tampoco conocimos el boato. El presupuesto no alcanzaba para restaurantes elegantes y máximo retacábamos amanecidos donde Petaca o en La Bahía. De resto llenábamos en el centro con empanadas y albóndigas, y el mayor exceso era comer arroz chino en el Toy San. Los paseos eran a la quebrada Cambía o al Salto del Cacique, y eventualmente a la costa caribe, pero en bus, a dormir en carpa y con tres pesos en el bolsillo. Visitar la Feria Internacional de Bogotá era un sueño; nos alojábamos donde familiares y amigos que estudiaban en la capital, quienes vivían arrumados de a seis en diminutos apartamentos, alimentados con arroz y lentejas porque se gastaban la mensualidad jugando cartas y tomando trago.

Hace 50 años empezó a venir desde Bogotá el doctor Mayoral a hacer los primeros tratamientos de ortodoncia. Don Pablo Arbeláez llevó uno de sus hijos y cuando le pasaron un presupuesto de $4.000, una fortuna, escandalizado le preguntó al profesional si al muchachito se le podría solucionar el problema con una pela.