jueves, febrero 12, 2015

Eterna noche.

Ese día salimos tarde, en contra de la costumbre de hacerlo en las primeras horas de la madrugada cuando cerca al Batallón esperábamos el paso de los camiones ganaderos que iban hacia La Dorada a cargar. Algún chofer quería ganarse unos pesos extras y nos dejaba trepar a la parte de atrás, con nuestros morrales y los bultos donde empacábamos la carpa, el fogoncito de gasolina y el menaje necesario para el campamento. Cruzar la cordillera a esa hora en un camión sin carpa es tenaz y debíamos arrumarnos como pollitos para buscar calor; si queríamos orinar no quedaba sino sacarlo por una rendija.

La idea de viajar temprano era hacer diligencias en La Dorada antes de seguir hacia El 30, pero esa vez llegamos tardecito y como la última chiva salía a las cinco de la tarde, corrimos hacia la galería a comprar las lombrices. Al lado de la Virgen estaba el indio que las ofrecía en una olla de barro; eran lombrices Capitanas, de treinta centímetros de largo y gruesas como un chorizo, las cuales llevábamos vivas para después picarlas en trozos de dos pulgadas y así tener una carnada infalible.

La vieja que vendía los pasajes dijo que no salían más transportes por esa ruta y como nuestro presupuesto no aguantaba pagar una noche de hotel, resolvimos arrancar a pie convencidos de que alguien nos recogería; los primeros kilómetros de la vía, destapada y polvorienta, son planos y como el calor había bajado, nos pareció fácil el inicio de una noche que sería larga e intensa. Al cruzar el puente sobre El Pontoná nos sentimos cerca, pues la finca quedaba a orillas de ese río. Teníamos unos 17 años en promedio y caminábamos en fila india Bombillo, Chiricuto, Conga, Lángara y yo; Poncho nos esperaba en La Julita con el grueso del equipaje, por lo que solo cargábamos los morrales.

Terminado el plan sigue un terreno ondulado y cada que pasaba un vehículo, quedábamos parados en la orilla de la carretera con gesto suplicante e inmersos en una nube de polvo. Llegó la noche y por la humedad sudábamos como caballos, y ante la imposibilidad de conseguir transporte resolvimos caminar otro rato antes de buscar posada; por fortuna llevábamos enlatados y panes que suplieron la comida, pasados con agua recogida de los nacimientos. Olvidamos que los campesinos se duermen temprano y cuando quisimos conseguir alojamiento encontramos todo cerrado y a oscuras, y ni por curiosidad se asomaron.

No quedaba sino seguir. El bochorno insoportable, los pies ampollados y una soledad absoluta, porque ya ni carros pasaban, pero sin desanimarnos y como no existían el miedo y la paranoia, colgamos un transistor de un morral y seguimos oyendo música y hablando paja sin afanes ni angustias. La noche se hizo eterna y cuando esperábamos llegar solo veíamos oscuridad, hasta que ya mamados de echar pata nos metimos a un potrero a tratar de dormir un rato. Usamos algunas prendas para aplastar el pasto, alto y tupido, y apenas nos acomodamos se largó un aguacero; no quedó sino recoger todo y meternos debajo de un palo de limones a escamparnos.

Seguimos cuando ya clareaba y al poco rato aparecieron las primeras casitas de El 30, conocido también como Isaza; por fortuna encontramos abierta la tienda de Modesto, donde derrengados nos sentamos en el piso a calmar el hambre y la sed con lo que había en la vitrina. Por radioteléfono nos comunicamos para que fueran a recogernos en el tractor y así ganarnos los siete kilómetros que faltaban. Aquellas aventuras en La Julita dan para muchas crónicas.

No hay comentarios.: