Ese día salimos tarde, en
contra de la costumbre de hacerlo en las primeras horas de la madrugada cuando
cerca al Batallón esperábamos el paso de los camiones ganaderos que iban hacia
La Dorada a cargar. Algún chofer quería ganarse unos pesos extras y nos dejaba
trepar a la parte de atrás, con nuestros morrales y los bultos donde
empacábamos la carpa, el fogoncito de gasolina y el menaje necesario para el
campamento. Cruzar la cordillera a esa hora en un camión sin carpa es tenaz y debíamos
arrumarnos como pollitos para buscar calor; si queríamos orinar no quedaba sino
sacarlo por una rendija.
La idea de viajar temprano
era hacer diligencias en La Dorada antes de seguir hacia El 30, pero esa vez llegamos
tardecito y como la última chiva salía a las cinco de la tarde, corrimos hacia
la galería a comprar las lombrices. Al lado de la Virgen estaba el indio que
las ofrecía en una olla de barro; eran lombrices Capitanas, de treinta
centímetros de largo y gruesas como un chorizo, las cuales llevábamos vivas
para después picarlas en trozos de dos pulgadas y así tener una carnada infalible.
La vieja que vendía los
pasajes dijo que no salían más transportes por esa ruta y como nuestro
presupuesto no aguantaba pagar una noche de hotel, resolvimos arrancar a pie
convencidos de que alguien nos recogería; los primeros kilómetros de la vía,
destapada y polvorienta, son planos y como el calor había bajado, nos pareció
fácil el inicio de una noche que sería larga e intensa. Al cruzar el puente
sobre El Pontoná nos sentimos cerca, pues la finca quedaba a orillas de ese
río. Teníamos unos 17 años en promedio y caminábamos en fila india Bombillo,
Chiricuto, Conga, Lángara y yo; Poncho nos esperaba en La Julita con el grueso
del equipaje, por lo que solo cargábamos los morrales.
Terminado el plan sigue un
terreno ondulado y cada que pasaba un vehículo, quedábamos parados en la orilla
de la carretera con gesto suplicante e inmersos en una nube de polvo. Llegó la
noche y por la humedad sudábamos como caballos, y ante la imposibilidad de
conseguir transporte resolvimos caminar otro rato antes de buscar posada; por
fortuna llevábamos enlatados y panes que suplieron la comida, pasados con agua recogida
de los nacimientos. Olvidamos que los campesinos se duermen temprano y cuando
quisimos conseguir alojamiento encontramos todo cerrado y a oscuras, y ni por curiosidad
se asomaron.
No quedaba sino seguir. El
bochorno insoportable, los pies ampollados y una soledad absoluta, porque ya ni
carros pasaban, pero sin desanimarnos y como no existían el miedo y la
paranoia, colgamos un transistor de un morral y seguimos oyendo música y
hablando paja sin afanes ni angustias. La noche se hizo eterna y cuando
esperábamos llegar solo veíamos oscuridad, hasta que ya mamados de echar pata
nos metimos a un potrero a tratar de dormir un rato. Usamos algunas prendas
para aplastar el pasto, alto y tupido, y apenas nos acomodamos se largó un aguacero;
no quedó sino recoger todo y meternos debajo de un palo de limones a
escamparnos.
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