Eran muchas las actividades que
realizábamos en La Graciela en aquellas inolvidables temperadas, porque a
diferencia de ahora que los muchachitos se la pasan encima de los mayores,
opinando sobre todo lo que conversan y poniendo pereque, a nosotros nos espantaban
para afuera mientras las mamás se dedicaban en la casa a los más chiquitos.
Nunca oímos hablar de protector solar o repelente para insectos, y si nos tragaban
los zancudos debíamos echarnos uña, porque tampoco existían cremas y lociones
para calmar la picazón. Mucho menos talco para los pies, por lo que al
quitarnos las botas teníamos los dedos arrugados y llenos de tierra, con una
pecueca que tumbaba aviones.
Por detrás de la otra casa, como nos
referíamos a la vivienda de los agregados donde había habitaciones, bodegas,
cuarto de herramientas, de aperos, etc., pasaba una quebradita que siempre
estaba llena de renacuajos. Allí aprendimos el arte de la pesca los más
pequeños, al capturarlos con canastos de los que usaban para recolectar café y
luego echarlos en botellas con agua improvisadas como acuarios. Un puentecito
de guadua atravesaba el hilo de agua para llegar a la cochera, donde entre el
pantano y la porquería cebaban el porcino que tanto disfrutábamos. Más arriba había
un estanque con el agua para el beneficiadero y ahí nos bañábamos cuando el río
estaba muy crecido. Era sucio, lleno de malezas, plagado de sapos y renacuajos,
y cuando a varios niños les dio tifo quedó vetado definitivamente.
Las eldas para secar el café,
grandes estructuras de madera y láminas de zinc con rodamientos, las cuales se
corrían desde temprano para aprovechar el sol, eran sitio obligado para
entretenernos durante horas. Los juegos consistían en taparnos con los granos,
cargar café en los camioncitos “Búfalo” recibidos como aguinaldo, o tirarnos
manotadas del producto. Además las aprovechaban para secar ropa encima de las
latas y eran perfectas para escondernos por la noche cuando jugábamos cuclí.
Ya mayorcitos nos metíamos al
subterráneo de la casa a coger cucarachas para usarlas como carnada al pescar
sabaletas en el río, y teníamos licencia para cargar una cauchera en el
bolsillo de atrás; tiempo después usamos rifle de diábolos para dispararle a lo
que se moviera. Por la noche se arrimaba uno a la mesa del tute a ver si alguno
de los jugadores le pedía un favor, con la seguridad que al cumplirlo recibiría
una moneda; esas las ahorrábamos para cumplir el mayor deseo: subir a Chinchiná
y comprarse una leche condensada. De una vez esperaba a que desocuparan una
botella de aguardiente para con disimulo llevársela, sobarla un rato y después sacarle
el diablito. Otro programa era irnos por el cafetal para La Teresita, la finca
vecina de la abuela paterna donde temperaban los primos Mejía.
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