jueves, febrero 12, 2015

La temperada: Entretenciones y fin de año.

Eran muchas las actividades que realizábamos en La Graciela en aquellas inolvidables temperadas, porque a diferencia de ahora que los muchachitos se la pasan encima de los mayores, opinando sobre todo lo que conversan y poniendo pereque, a nosotros nos espantaban para afuera mientras las mamás se dedicaban en la casa a los más chiquitos. Nunca oímos hablar de protector solar o repelente para insectos, y si nos tragaban los zancudos debíamos echarnos uña, porque tampoco existían cremas y lociones para calmar la picazón. Mucho menos talco para los pies, por lo que al quitarnos las botas teníamos los dedos arrugados y llenos de tierra, con una pecueca que tumbaba aviones.

Por detrás de la otra casa, como nos referíamos a la vivienda de los agregados donde había habitaciones, bodegas, cuarto de herramientas, de aperos, etc., pasaba una quebradita que siempre estaba llena de renacuajos. Allí aprendimos el arte de la pesca los más pequeños, al capturarlos con canastos de los que usaban para recolectar café y luego echarlos en botellas con agua improvisadas como acuarios. Un puentecito de guadua atravesaba el hilo de agua para llegar a la cochera, donde entre el pantano y la porquería cebaban el porcino que tanto disfrutábamos. Más arriba había un estanque con el agua para el beneficiadero y ahí nos bañábamos cuando el río estaba muy crecido. Era sucio, lleno de malezas, plagado de sapos y renacuajos, y cuando a varios niños les dio tifo quedó vetado definitivamente.

Las eldas para secar el café, grandes estructuras de madera y láminas de zinc con rodamientos, las cuales se corrían desde temprano para aprovechar el sol, eran sitio obligado para entretenernos durante horas. Los juegos consistían en taparnos con los granos, cargar café en los camioncitos “Búfalo” recibidos como aguinaldo, o tirarnos manotadas del producto. Además las aprovechaban para secar ropa encima de las latas y eran perfectas para escondernos por la noche cuando jugábamos cuclí.

Ya mayorcitos nos metíamos al subterráneo de la casa a coger cucarachas para usarlas como carnada al pescar sabaletas en el río, y teníamos licencia para cargar una cauchera en el bolsillo de atrás; tiempo después usamos rifle de diábolos para dispararle a lo que se moviera. Por la noche se arrimaba uno a la mesa del tute a ver si alguno de los jugadores le pedía un favor, con la seguridad que al cumplirlo recibiría una moneda; esas las ahorrábamos para cumplir el mayor deseo: subir a Chinchiná y comprarse una leche condensada. De una vez esperaba a que desocuparan una botella de aguardiente para con disimulo llevársela, sobarla un rato y después sacarle el diablito. Otro programa era irnos por el cafetal para La Teresita, la finca vecina de la abuela paterna donde temperaban los primos Mejía. 

En aquella época se le paraban pocas bolas a la celebración del fin de año. No conocíamos tantos agüeros que se impusieron, como los calzones amarillos, las doce uvas, el ramito de trigo, baños y bebedizos, recorrido a media noche con maletas y demás pendejadas. Para la ocasión destinaban otro pernil del marrano, además de algunos piscos, que con ensalada de papas y arroz conformaban la cena de medianoche. La pólvora se incrementaba en calidad y cantidad, y el concurso de lanzamiento de globos entre hombres y mujeres era obligado. Al otro día retomábamos la rutina y al toparnos con cualquier adulto le preguntábamos cuánto faltaba para que se terminaran las vacaciones, fecha que detestábamos porque representaba el regreso a la ciudad, y lo que era peor, al colegio.

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