jueves, febrero 12, 2015

Homenaje a la genialidad.

De niño fui aficionado a las tiras cómicas que venían con el periódico del domingo y ni qué decir del gusto que sentía por una revista de muñequitos, como les decíamos entonces. Algunos preferían llamarlas de monos, figuras, comics, y en otras latitudes usaban el nombre preciso: tebeos. Claro que para tener un ejemplar nuevo debía estar uno enfermo, portarse bien en la dentistería o sacar muy buenas notas, porque durante nuestra infancia esas publicaciones eran unas joyas. Antes de que empezaran las películas del social doble las alquilaban, pero de tanto manosearlas tenían el papel impregnado de grasa y suciedad.

Al crecer perdí todo interés por el tema, hasta llegar a parecerme ridículos aquellos personajes que llenaron de fantasía mi niñez: El enmascarado de plata y su lucha libre, una payasada; Tarzán y El Fantasma, unos pendejos; Supermán, el mequetrefe mayor; Batman y Robin, par de locas; y así con todos hasta llegar al Pato Donald, al que nunca pude entender una palabra de lo que decía. Hoy en día detesto lo que tenga que ver con superhéroes y demás personajes de ficción, y me asombra que a un adulto le guste La guerra de las galaxias, El señor de los anillos, Transformers o Nemo.

Mi hijo tenía 5 años y lo encontré a las carcajadas frente al televisor entretenido con una comedia mejicana que en un principio parecía ridícula, pero debió pasar poco tiempo para que me interesara porque pude ver que se trataba de una burla de los superhéroes originales, del sistema, de la sociedad de consumo, del ser humano en general. Un paturro con cara de bobo y disfrazado de arlequín decía babosadas, las mismas que me dejaron enganchado al programa y a que El Chapulín colorado se convirtiera en mi único superhéroe. El insuperable Chespirito empezaba a llegarnos por la señal de las primeras antenas parabólicas, iniciando la década de 1980, de manera que al poco tiempo conocíamos a los distintos personajes personificados por el genial comediante.

Así aparecieron El Chavo del ocho, un mocoso huérfano y desamparado que vivía dentro de un barril; el doctor Chapatín con sus rabietas; el Chómpiras y su estulticia innata; y tantas otras personificaciones. Varios de los actores tenían roles de infantes en la comedia y recuerdo que acostumbraba recordarles a los adultos que me acompañaban a ver el programa que el protagonista principal tenía en esa época un poco más de cincuenta años; los demás niños del elenco eran actores adultos. Nunca habíamos visto un argumento más predecible porque los diálogos y las acciones eran siempre las mismas, sin excepciones, y sin embargo la teleaudiencia acudía fiel a la cita frente a la pantalla.

Varias décadas perduró el éxito absoluto de los personajes de Chespirito y nunca les conocimos violencia o mensajes negativos, nunca una palabra soez y mucho menos proselitismo político o religioso. El genial comediante y su elenco son recordados en los cincos continentes, y maravilla saber que hasta en China y Japón vieron sus programas. Cientos de millones de ciudadanos del mundo gozamos con sus ocurrencias, varias generaciones reímos todavía al recordarlas y es común que cada quien exponga cuál de los personajes es su preferido.

Fue tanta su influencia en nuestra cultura que agregó frases y palabras al lenguaje, las mismas que son comunes en cualquier país que haya tenido su influjo. Chespirito no fue egoísta al momento de repartir roles y eso dio pie para que algunos personajes quisieran abrir rancho aparte, lo que al final ocasionó que reventara la burbuja por la causa de siempre: ambición al dinero.

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