De niño fui aficionado a las
tiras cómicas que venían con el periódico del domingo y ni qué decir del gusto
que sentía por una revista de muñequitos, como les decíamos entonces. Algunos preferían
llamarlas de monos, figuras, comics, y en otras latitudes usaban el nombre
preciso: tebeos. Claro que para tener un ejemplar nuevo debía estar uno
enfermo, portarse bien en la dentistería o sacar muy buenas notas, porque
durante nuestra infancia esas publicaciones eran unas joyas. Antes de que
empezaran las películas del social doble las alquilaban, pero de tanto
manosearlas tenían el papel impregnado de grasa y suciedad.
Al crecer perdí todo interés por
el tema, hasta llegar a parecerme ridículos aquellos personajes que llenaron de
fantasía mi niñez: El enmascarado de plata y su lucha libre, una payasada;
Tarzán y El Fantasma, unos pendejos; Supermán, el mequetrefe mayor; Batman y
Robin, par de locas; y así con todos hasta llegar al Pato Donald, al que nunca
pude entender una palabra de lo que decía. Hoy en día detesto lo que tenga que
ver con superhéroes y demás personajes de ficción, y me asombra que a un adulto
le guste La guerra de las galaxias, El señor de los anillos, Transformers o
Nemo.
Mi hijo tenía 5 años y lo
encontré a las carcajadas frente al televisor entretenido con una comedia
mejicana que en un principio parecía ridícula, pero debió pasar poco tiempo
para que me interesara porque pude ver que se trataba de una burla de los
superhéroes originales, del sistema, de la sociedad de consumo, del ser humano
en general. Un paturro con cara de bobo y disfrazado de arlequín decía
babosadas, las mismas que me dejaron enganchado al programa y a que El Chapulín
colorado se convirtiera en mi único superhéroe. El insuperable Chespirito
empezaba a llegarnos por la señal de las primeras antenas parabólicas,
iniciando la década de 1980, de manera que al poco tiempo conocíamos a los distintos
personajes personificados por el genial comediante.
Así aparecieron El Chavo del
ocho, un mocoso huérfano y desamparado que vivía dentro de un barril; el doctor
Chapatín con sus rabietas; el Chómpiras y su estulticia innata; y tantas otras
personificaciones. Varios de los actores tenían roles de infantes en la comedia
y recuerdo que acostumbraba recordarles a los adultos que me acompañaban a ver
el programa que el protagonista principal tenía en esa época un poco más de
cincuenta años; los demás niños del elenco eran actores adultos. Nunca habíamos
visto un argumento más predecible porque los diálogos y las acciones eran
siempre las mismas, sin excepciones, y sin embargo la teleaudiencia acudía fiel
a la cita frente a la pantalla.
Varias décadas perduró el éxito
absoluto de los personajes de Chespirito y nunca les conocimos violencia o
mensajes negativos, nunca una palabra soez y mucho menos proselitismo político
o religioso. El genial comediante y su elenco son recordados en los cincos
continentes, y maravilla saber que hasta en China y Japón vieron sus programas.
Cientos de millones de ciudadanos del mundo gozamos con sus ocurrencias, varias
generaciones reímos todavía al recordarlas y es común que cada quien exponga
cuál de los personajes es su preferido.
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