jueves, febrero 12, 2015

La temperada: Nochebuena.

Así como durante todo el año buscaban aplacarnos a punta de amenazas con el infierno, de igual manera nos manipulaban con el regalo de Nochebuena: Siga así y verá que el Niño Dios le trae un puñado de cenizas; creo que le teníamos más respeto a esa sentencia que a la paila mocha. Porque lo recibido el 24 de diciembre eran los regalos del año, ya que en otras festividades no se acostumbraba compartir presentes; excepto la cuelga que nos daban al cumplir años, aunque ese era un regalito de menor valía.

Por lo tanto a diario hablábamos con nuestros primos y hermanos acerca de lo que esperábamos recibir, con sus respectivas especulaciones y comentarios. Claro que la inocencia acerca de quién traía los regalos duró poco, pues no fue sino que se enterara el primero de que quienes los compraban eran el papá y la mamá para que al poco tiempo todos estuviéramos informados. Como es lógico en un principio el asunto generó dudas y discrepancias, pero los hechos descubrieron definitivamente el misterio.

Por turnos las mamás inventaban algo para subirse desde temprano para Manizales, no sin antes recomendarles a sus hijos que debían obedecer a las tías, y que ellas tenían derecho a regañarlos y castigarlos. El día que le tocó a mi mamá ausentarse nos subimos con mucho sigilo hasta la parte superior del escaparate, donde había una especie de caleta, para encontrar allí varios paquetes ya marcados con el nombre del destinatario. Los nervios eran muchos, por la ilegalidad del acto y por saber qué habría dentro de los paquetes, ya que no podíamos abrirlos por miedo a romper el papel o a que la cinta pegante no volviera a funcionar. No quedaba sino mirarlos por las rendijas del envoltorio, sopesarlos, olerlos y moverlos a ver si sonaban, y por último dejarlos tal como estaban.

Así como solo podíamos disfrutar de la pólvora a partir del alumbrado, tampoco nos dejaban armar el pesebre sino en la víspera del inicio de las novenas. Ese día mandaban a poner unas tablas en forma de escala en la esquina del corredor, las cuales cubiertas con papel encerado presentaban un espacio perfecto para armarlo con todas las de la ley. Cada noche el tío Roberto era el encargado de la lectura de la novena y al mocoso que empezaba a reírse o a joder, lo mandaba castigado para un cuarto. Y claro, entre más bravo se ponía más risa nos daba.

La matada de marrano, que no podía faltar, debía ser antes del 24 porque de ahí salía la carne para las cenas de Navidad y año nuevo. Desde temprano empezaba el julepe y los niños no perdíamos detalle, inclusive disfrutábamos ver chillar al puerco mientras lo chuzaban. Luego el beneficio, con voleo de sangre, para después ensartar trozos de carne que fritábamos en unas pailas que acomodaban en fogones de tres piedras. Comíamos fritanga hasta hartarnos, al caer la tarde repartían sancocho de espinazo y por la noche morcillas con arepa.

Hasta que llegaba la fecha esperada y desde temprano los adultos tomaban cerveza y aguardiente, y al anochecer empezaba de nuevo la pólvora en todas sus presentaciones. Metían un pernil del marrano al horno desde temprano para la cena navideña, además del lomo que con otras delicias completaban el menú. Esa noche escondían el Niño Jesús con unos billetes a ver quién lo encontraba y en esas pasábamos horas, hasta que por fin caíamos rendidos con la ilusión que amaneciera ligero para ver qué encontrábamos a los pies de la cama.

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