sábado, marzo 28, 2015

Memorias de barrio (10).

A mediados del siglo pasado montaban una feria agropecuaria donde queda ahora el velódromo de la universidad de Caldas. Muy pronto nos percatábamos de que algo hacían en ese lote, porque mientras recorríamos el barrio Estrella en busca de algo para hacer veíamos pasar camiones con materiales y con trabajadores, y de inmediato salíamos disparados para allá a patiarnos los trabajos de adecuación. Recuerdo que era un coliseo prefabricado que armaban de manera provisional, por lo que en esas nos pasábamos todos los días que durara el evento hasta que volvieran a desbaratar la estructura.

Se trataba de una edificación circular con una pista en el centro donde exhibían los ejemplares de concurso, rodeada de pesebreras y corrales para acomodar todos los animales. Era mucha la felicidad nuestra, unos mocosos chiquitos, pasear por los corredores mientras tocábamos esos toros imponentes que rumiaban echados en sus pesebreras; igual si nos dejaban cargar un conejo o un curí, una cría de cabra, un cachorro cualquiera. Los vendedores ambulantes ofrecían productos del campo como miel de abejas, alfandoque, arequipe, dulce de brevas y mil delicias por el estilo, las cuales disfrutábamos al recibir las degustaciones.

Otra entretención que acostumbrábamos cuando nos veíamos sin programa era caminar hasta la Clínica veterinaria de la Universidad de Caldas. Desde mi ventana puedo ver hoy sus modernas instalaciones y celebro que perdure aún algo de la antigua edificación; la misma que recorríamos a gusto sin que nadie impidiera nuestro desplazamiento. Entrábamos entonces como Pedro por su casa y empezábamos a ver los cubículos ocupados por los pacientes en recuperación: un caballo con una venda en la pata, la vaca recién operada, una ovejita que balaba sin pausa y el marrano padrón que buscaba la manera de salirse. También había dos jaulas grandes que acogían gran cantidad de perros y gatos; separados, por supuesto.

Calculo que fue en 1963 cuando llegamos a vivir a La Camelia, un barrio incipiente localizado prácticamente en las afueras de la ciudad, ya que después no quedaba sino el Batallón y pare de contar. Por lo tanto caminábamos mucho por la avenida Santander para visitar amigos o hacer algunas compras, pero una costumbre de todos era no más salir, conseguir un palito para rastrillarlo en la reja que protegía la casa quinta La Lucía, localizada donde queda hoy un exclusivo vecindario al que se ingresa por el edificio Quintanar. Después seguía la extensa reja que cerraba el antiguo hospital, que ocupaba el lote donde están hoy el edificio de La Luker y el centro comercial Cable Plaza. Ahí nos dábamos gusto al correr y producir el rítmico golpeteo.

Otra caminada corriente era subir hasta los tanques del acueducto en Niza, recorrido que hacíamos despacio mientras disfrutábamos del entorno; las viviendas en ese sector podían contarse en los dedos de las manos. Unas dos cuadras antes de llegar al terminal de buses, que funcionaba entonces donde se acaba la avenida, quedaba La nueva China, única tienda existente por ahí para comprar mecato; claro, si teníamos con qué. Después seguía el mejor programa que consistía en empinarnos para lograr ver el interior de la embotelladora de Coca Cola, donde miles de botellitas, envase único en esa época, eran llevadas en la banda transportadora mientras una máquina las llenaba y otra les ponía la tapa. Eso parecía un milagro y se nos chorreaban las babas al ver semejante derroche de un producto que era inalcanzable para nuestro presupuesto. Esa empresa dejó de embotellar ahí desde hace casi cincuenta años y todavía hoy es sitio de referencia para el sector. ¡Increíble! 

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