lunes, enero 09, 2017

Aquellos diciembres (5)

La nochebuena era de gran agitación porque la pólvora era de lo mejor y mi papá compraba buena cantidad, mientras mi madre en la cocina le daba los últimos toques a las viandas que conformarían la cena navideña, la cual tratábamos de comer lo más tarde posible; y para que aguantáramos todo ese lapso, al caer la tarde nos daban un algo generoso. Más tardecito pasaban los únicos pasabocas conocidos en mi casa, galletas de soda untadas con carne de diablo.

A medida que llegaba la media noche la alegría era total y apenas disfrutábamos la cena navideña por el afán de irnos a acostar a ver si amanecía rápido para poder abrir los regalos. Sin importar que ya supiéramos cuantos paquetes había y estar casi seguros de lo que contenían, la excitación era absoluta. El primero en abrir el ojo despertaba al resto y ahí estaban los paqueticos a los pies de la cama de cada uno; rompa papeles, mídase la ropa por encima, hasta que aparecía el juguete que era lo más esperado.

Todavía en piyama, pero con las botas Machita oliendo a nuevo, salíamos a la calle a correr y jugar llenos de felicidad. Al rato nos llamaban de la casa para que fuéramos a arreglarnos, porque ese día visitábamos a las abuelas; todos queríamos llevar los juguetes y había que ver a mis papás convenciéndonos de que todo eso no cabía en el carro. El mayor aliciente para ir a donde la abuela materna era que nos daba a cada uno un billete de peso, una fortuna para gastar en varias visitas a la tienda. A donde Tita, la mamá de mi papá, llegábamos a media tarde para que nos sirvieran un chocolate ‘parviao’; amasaban el cacao con especias y quedaba con un aroma delicioso.

Pasaba otra semana dedicada a hacer maldades y pilatunas con pólvora, la misma que vendían en cualquier tienda de barrio; nosotros invertíamos hasta el último centavo de nuestra remesa semanal en ese peligroso pasatiempo, y el único fin era mortificarle la vida al prójimo, además de algunos ‘experimentos’.

En esa época no eran comunes los agüeros para el 31 de diciembre y ese día la celebración era sencilla; solo se destacaba la cantidad y calidad de la pólvora quemada y la cena navideña, que resaltaba por su exquisitez. Nada de calzones amarillos, 12 uvas, rama de trigo, caminar con una maleta, baños especiales, bebedizos, ungüentos y demás yerbas. Al otro día empezábamos el nuevo año como la cosa más natural, por lo que la celebración del 31 de diciembre pasaba sin pena ni gloria. Por fortuna durante las tantas temperadas que compartimos con la familia en La Graciela, la finca de nuestra abuela materna, todos coincidíamos en esa materia.

A principios de la temperada vivíamos el mejor de los programas en la finca, la matada de marrano, el cual tenía un protocolo definido y que allá seguíamos a rajatabla; los perniles del chancho se guardaban para las cenas de nochebuena y fin de año. Si pasábamos en la casa mi mamá preparaba cordón de cerdo con salsa, arroz negro, unas papas bien sabrosas y ensalada de la mejor. Los niños, aunque rendidos, hacíamos malabares para aguantar hasta media noche y hacer el conteo de los segundos.

Así trascurrían las temporadas navideñas, a grandes rasgos, porque de cada detalle hay mucho que contar e infinidad de anécdotas relacionadas. Se disfrutaba hasta el final del asueto, aunque la última semana debíamos motilarnos, cortarnos las uñas, visitar el odontólogo y demás reparaciones; como cuando en las carreras entran los carros a ‘pits’.

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