La nochebuena era de gran agitación
porque la pólvora era de lo mejor y mi papá compraba buena cantidad, mientras
mi madre en la cocina le daba los últimos toques a las viandas que conformarían
la cena navideña, la cual tratábamos de comer lo más tarde posible; y para que
aguantáramos todo ese lapso, al caer la tarde nos daban un algo generoso. Más
tardecito pasaban los únicos pasabocas conocidos en mi casa, galletas de soda
untadas con carne de diablo.
A medida que llegaba la media noche
la alegría era total y apenas disfrutábamos la cena navideña por el afán de
irnos a acostar a ver si amanecía rápido para poder abrir los regalos. Sin
importar que ya supiéramos cuantos paquetes había y estar casi seguros de lo
que contenían, la excitación era absoluta. El primero en abrir el ojo
despertaba al resto y ahí estaban los paqueticos a los pies de la cama de cada
uno; rompa papeles, mídase la ropa por encima, hasta que aparecía el juguete
que era lo más esperado.
Todavía en piyama, pero con las
botas Machita oliendo a nuevo, salíamos a la calle a correr y jugar llenos de
felicidad. Al rato nos llamaban de la casa para que fuéramos a arreglarnos,
porque ese día visitábamos a las abuelas; todos queríamos llevar los juguetes y
había que ver a mis papás convenciéndonos de que todo eso no cabía en el carro.
El mayor aliciente para ir a donde la abuela materna era que nos daba a cada
uno un billete de peso, una fortuna para gastar en varias visitas a la tienda. A
donde Tita, la mamá de mi papá, llegábamos a media tarde para que nos sirvieran
un chocolate ‘parviao’; amasaban el cacao con especias y quedaba con un aroma
delicioso.
Pasaba otra semana dedicada a hacer
maldades y pilatunas con pólvora, la misma que vendían en cualquier tienda de
barrio; nosotros invertíamos hasta el último centavo de nuestra remesa semanal
en ese peligroso pasatiempo, y el único fin era mortificarle la vida al prójimo,
además de algunos ‘experimentos’.
En esa época no eran comunes los
agüeros para el 31 de diciembre y ese día la celebración era sencilla; solo se
destacaba la cantidad y calidad de la pólvora quemada y la cena navideña, que
resaltaba por su exquisitez. Nada de calzones amarillos, 12 uvas, rama de
trigo, caminar con una maleta, baños especiales, bebedizos, ungüentos y demás
yerbas. Al otro día empezábamos el nuevo año como la cosa más natural, por lo
que la celebración del 31 de diciembre pasaba sin pena ni gloria. Por fortuna
durante las tantas temperadas que compartimos con la familia en La Graciela, la
finca de nuestra abuela materna, todos coincidíamos en esa materia.
A principios de la temperada
vivíamos el mejor de los programas en la finca, la matada de marrano, el cual
tenía un protocolo definido y que allá seguíamos a rajatabla; los perniles del
chancho se guardaban para las cenas de nochebuena y fin de año. Si pasábamos en
la casa mi mamá preparaba cordón de cerdo con salsa, arroz negro, unas papas
bien sabrosas y ensalada de la mejor. Los niños, aunque rendidos, hacíamos
malabares para aguantar hasta media noche y hacer el conteo de los segundos.
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