Cuando me entero de la cifra
reportada por la Cámara de Comercio acerca del número de restaurantes que han
abierto en la ciudad en los últimos tiempos, comparo con los escasos negocios
de ese tipo que existían en tiempos de mi infancia y juventud. La cultura de
comer por fuera no era común entonces, tal vez por tratarse de familias muy
numerosas que hacían que ese gasto fuera difícil de asumir por un padre de
familia; además los adultos no eran amigos de salir por la noche. La comida en
los hogares era sencilla, basada en recetas criollas y heredadas de los mayores,
porque muchas de las cocineras que trabajaron con los abuelos se colocaban
donde uno de los descendientes cuando los viejos faltaban.
Como en la casa éramos tantos mis
padres establecieron que cada dos meses había comida en restaurante para
quienes cumplieran años en ese lapso. Pero era con condiciones, muy diferente a
los muchachitos de ahora que piden entrada, plato fuerte y postre, y si les
provoca pueden ordenar además una porción de papas a la francesa. En nuestro
caso la selección del pedido era asesorada por mi mamá, quien según el precio
de lo señalado permitía su escogencia y además era la macha para convencernos
de que compartiéramos un plato entre dos; a regañadientes debíamos aceptar,
pero con la condición que nos completaran con más arroz o cualquier otra
arandela. Y cuando llegaba el mesero a ofrecer los postres ella decía que en la
casa había brevas caladas y cernido de guayaba, que no jodiéramos más.
Perdura en mi memoria olfativa la
visita al Dorado español, negocio que funcionaba en una construcción de guadua
en un lote localizado después de la segunda bomba de gasolina en la salida hacia
Chinchiná, por la plaza de toros, donde servían la parrillada más deliciosa de
la región. Unas mesas grandes de madera rústica y con papel periódico como
mantel, servían para que los comensales esperaran a que apareciera el mesero
con esas parrillas portátiles donde chisporroteaban diferentes cortes de carne.
El humero colmaba el local y los aromas embriagaban a la clientela, quienes
además daban cuenta de una ensalada que hizo historia por deliciosa y sencilla;
lo mejor era que mi papá se comía los gordos, mi mamá el hígado y las asaduras,
y nosotros despachábamos la pulpa.
En épocas pasadas fueron pocos
los restaurantes pero de gran calidad, como Vitiani, El Virrey, Max’s, Las
Armel y el tradicional Cuezo, entre muchos otros, en los que nosotros sin
importar la especialidad siempre pedíamos carne; porque espaguetis o arroz con
verduras nos daban semanalmente en la casa. Y no quiere decir que en el menú
diario nos faltara la proteína, sino que comparados con esos filetes jugosos y
gruesos que ofrecían los restaurantes, los que nos servían en la mesa familiar
parecían estampillas.