Qué tal las bravuconadas del payaso que tienen nuestros vecinos de Presidente. Cada que se le salta la piedra por cualquier pendejada, amenaza con sacar a relucir los cacharros que ha comprado en los últimos tiempos para armar a sus fuerzas militares. Y aunque ya en Brasil le pusieron el tatequieto por lengüilargo y bochinchero, el tipo se echó para atrás con disculpas y enredos que lo único que buscan es desviar la atención. Pero deje que pasen unos días y sus vecinos del sur le aflojen la presión, para que vea que algo se inventa para volver con su andanada de improperios y espantajos.
A los habitantes de ambos países nos parece insólito el solo hecho de hablar de una confrontación bélica entre los pueblos hermanos, pero ojo porque un loco ególatra y crecido, que además tiene petrodólares a disposición, es más peligroso que un tiro en un oído. En una de esas pataletas le da por mandar bombardear territorio colombiano o que un escuadrón de tanques invadan a Cúcuta, y ahí sí nos coge con los calzones abajo. Aunque me late que lo que el chafarote está es picado, porque con los gringos en las bases colombianas se le frustra el plan de voltearle todo este territorio a Castro para su proyecto comunista. Otra estrategia es despertar ese patriotismo irracional que obnubila al populacho, como sucedió cuando el general Galtieri convenció a muchos argentinos de que iban a aplastar al imperio británico, y así distraer la atención de la crisis económica y social que enfrenta su país. Mientras tanto los gringos esperan cualquier provocación del orate coronel para callarle la boca, y de una vez arrebatarle el precioso oro negro, por lo que debemos estar alerta para evitar quedar en medio de ese sándwich.
Pero en caso de que por cosas del destino, sobre todo cosas del guerrerista mandatario, caigamos en el absurdo conflicto, no sobra prepararnos para coger al toro por los cachos. Por ejemplo que nuestro país revire con una estrategia de paz que busque voltear definitivamente al pueblo venezolano a favor nuestro. Que la fuerza aérea planee bombardeos en las principales ciudades, pero en vez de descargar toneladas de explosivos, deje caer cargamentos de provisiones tales como papel higiénico, pollos congelados, bolsas de leche, libras de arroz, panes tajados, toallas higiénicas (de las que vienen con alas para facilitar el aterrizaje), maíz trillado, lentejas, perniles de marrano y confites para entretener a los muchachitos. Sería prudente además advertir a la ciudadanía de la incursión aérea, para que se refugien debajo de las camas porque sin duda algunos de estos productos pueden descalabrar a más de uno.
Por vía terrestre y como punta de lanza del avance de las tropas colombianas, que manden un batallón de danzarines y grupos vallenatos. La idea es que hasta los militares venecos terminen enrumbados en el tremendo sarao que vamos a formar allá, porque en vez de oficiales nuestro destacamento irá regentado por el Rey Momo, la Marimonda y Joselito Carnaval. Las pilanderas, Matilde Helina y la Vieja Sara serán las encargadas de entretener a quienes participen de la repichinga, y que nadie se preocupe porque rodarán a mares el trago, la cerveza y todo tipo de viandas. Las industrias licoreras y la cervecera pueden patrocinar este contingente de la alegría, que irá acompañado de buñuelos, empanadas, arepas de huevo, chorizos, tamales, caldo de albóndigas y cuanto mecato existe.
En todo tipo de enfrentamiento militar es primordial la inteligencia, la cual por fortuna se da por estos lados como maleza. Malicia y picardía tenemos de sobra, y basta ponerle orden a nuestra gente para superar a cualquiera. Otra estrategia que puede funcionar es prometerle a quienes viven en los asentamientos urbanos del vecino país, que estamos dispuestos a compartir con ellos la energía eléctrica y el agua potable para que no pasen tantos trabajos.
Claro que si las buenas intenciones no funcionan y el aparato militar venezolano se viene con todo, no queda sino sacar nuestras armas secretas para enfrentar la agresión. De manera que a mandar batallones a luchar por la patria y la idea es que la campaña no requiera mucha inversión, porque plata no hay. El primer contingente está compuesto por sicarios de todo el país, liderados por los chachos entrenados en las comunas de Medellín, con el atractivo que esos parceros ponen sus motos para transportarse y cada uno lleva el fierro propio. Una compañía conformada por indígenas del sur, de Cauca y Nariño, saca la cara por el país porque esa gente es más brava que una señora; lo mejor es que no necesitan armamento porque se defienden con palos y garrotes, y arrancan a pie hacia el teatro de operaciones sin poner pirinola.
Que programen partidos de fútbol con los diferentes equipos en Cúcuta y allá enrolen a los integrantes de las barras bravas, las peores gambas del país, para que crucen la frontera y enciendan a todo el mundo a piedra y a navaja. Una amnistía pasajera será necesaria para que paracos y traquetos pongan sus ejércitos de matones al servicio de la patria, y si todo esto no funciona, tocará mandar pelotones de peso: Pachito Santos, Samuel Moreno o el ex fiscal Iguarán. Porque aquí pelotones también hay para dar y convidar.
pmejiama1@une.net.co
martes, noviembre 24, 2009
martes, noviembre 17, 2009
Evolución gastronómica.
La gastronomía es un renglón fundamental de la cultura de un pueblo o región. Por ello recomiendan al viajero aplicar aquello que a la tierra que fueres haz lo que vieres, y eso incluye degustar los platos y recetas que allí acostumbran. Estoy de acuerdo cuando se trata de comer ceviches en Perú, curris en la India, salchichas en Alemania o tajine en Marruecos. Pero no le jalo a experimentar como vemos en algunos programas de televisión, donde se echan a la boca cuanta porquería existe. Ni de fundas me como un gusano mojojoy, una tarántula asada, un trozo de grasa de ballena, el ojo de una cabra asado, el corazón palpitante de una cobra o una sopa de nido de golondrina. Paso.
Es importante para los hijos enseñarles a comer de todo, a disfrutar la comida, agradecerla y aprovecharla. Nada más desagradable que un mocoso al que siempre hay que prepararle algo diferente porque lo que van a servir no le gusta, pone condiciones en la forma de prepararlo, le saca peros a los aliños e ingredientes, y jode por todo. En cambio es satisfactorio ver a quien recibe lo que le ofrezcan, lo disfruta, se sabores y deja el plato limpio; nada de resabios ni remilgos. Claro que todos tenemos derecho a preferir algunos platos y a evitar ese que por alguna razón desde pequeños rechazamos. Alguna vez le oí decir a mi abuela Graciela que el hígado sabe a chapa y desde entonces no puedo pasarlo; igual me sucede con algunas vísceras y entresijos, pero al mismo tiempo me fascina la morcilla.
Antes las únicas encargadas de preparar los alimentos eran las cocineras y ahora se volvió una moda. Muchos jóvenes y adultos ingresan a las academias de gastronomía, pasatiempo para unos y profesión para otros, quienes aspiran convertirse en chefs reconocidos o simplemente adquirir conocimientos para saber cómo atender a los amigos. Cocinar combate el estrés, distrae la mente, entretiene el ocio y además produce muchas satisfacciones. Por ello los programas de culinaria tienen tanta acogida entre los televidentes, aunque a veces esperamos que enseñen cosas más prácticas y fáciles de preparar.
Desde que inventaron en los años 70 la nouvelle cuisine, el asunto, para mi gusto, se empezó a complicar. Porque la prioridad en los platos pasó a ser estética y artística, y dejaron a un lado las presentaciones abundantes y apetitosas. Ahora hablan de la cocina gourmet que es algo muy parecido, aunque más complicado. Ingredientes que nunca hemos oído siquiera mencionar, otros muy costosos y muchos imposibles de conseguir. Empieza usted a anotar una receta que le gusta y el impulso le dura hasta que debe agregarle a la preparación un chorrito de champaña, unas gotas de aceite de trufa y una yerba que solo se consigue en Escandinavia.
Hoy en los restaurantes sirven la carne encima de una cama de espinacas, acompañada de una cucharada de puré de papa y adornada con una ramita de perejil. Ese mismo bistec que antes venía con papas a la francesa, ensalada abundante, arepitas con mantequilla y el mesero ofrecía porción de arroz para quien lo quisiera. Si ordena langostinos al ajillo le presentan una coquita con 4 bichos en su salsa, sin siquiera un trozo de pan para acompañarlos. Todas las porciones son diminutas y las guarniciones brillan por su ausencia. Por ello me considero un montañero para la comida, porque prefiero una chuleta de cerdo de esas que sirven en los restaurantes de carretera, un sancocho de espinazo cuya presa no quepa en el plato, una punta de anca con buen gordo, o una bandeja paisa que me deje satisfecho con solo verla.
Platos que no requieren de vinos ni aperitivos especiales, porque con una gaseosa o una cerveza van de maravilla.
Ahora los grandes gourmets se preocupan es por la textura, el volumen, la untuosidad, los colores y la presentación del plato. Hasta a las hamburguesas les acomodaron el terminacho gourmet. A la tradicional, con queso, tomate, tocineta y salsas al gusto, la cambiaron por una preparada al carbón a la que le agregan algunos champiñones salteados, unas tiras de jamón, dos aceitunas y cualquier salsa sofisticada, y cuesta un ojo de la cara. Los restaurantes se contagian de estas prácticas y entre más raros y rebuscados los platos, mayor éxito tienen; porque éso sí, el ser humano cree que no debe salirse de lo que impone la moda. Hay que estar in; ¡o sea…! Como será que hasta hacen cola para conseguir una mesa. ¿Fila?, tal vez gratis o en la cárcel.
Cierta vez íbamos de paseo y paramos a desayunar en un sitio reconocido por sus arepas con mantequilla y queso. La mayoría preferimos esa opción excepto uno de los compañeros que se decidió por el calentado de fríjoles, tajadas maduras, la tradicional arepa y una buena taza de chocolate. Cuando el hombre estaba próximo a darle materile a su banquete, empezó a mirar de reojo una papa cocinada que dejó un camionero quien apenas terminaba con su bandeja en la mesa del lado. Felipe no se aguantó y le preguntó al chofer si pensaba dejar la papita, y antes de que este hiciera la seña afirmativa, ya la había engarzado en su tenedor para empacársela sin miramientos. Buena muela, que llaman.
pmejiama1@une.net.co
Es importante para los hijos enseñarles a comer de todo, a disfrutar la comida, agradecerla y aprovecharla. Nada más desagradable que un mocoso al que siempre hay que prepararle algo diferente porque lo que van a servir no le gusta, pone condiciones en la forma de prepararlo, le saca peros a los aliños e ingredientes, y jode por todo. En cambio es satisfactorio ver a quien recibe lo que le ofrezcan, lo disfruta, se sabores y deja el plato limpio; nada de resabios ni remilgos. Claro que todos tenemos derecho a preferir algunos platos y a evitar ese que por alguna razón desde pequeños rechazamos. Alguna vez le oí decir a mi abuela Graciela que el hígado sabe a chapa y desde entonces no puedo pasarlo; igual me sucede con algunas vísceras y entresijos, pero al mismo tiempo me fascina la morcilla.
Antes las únicas encargadas de preparar los alimentos eran las cocineras y ahora se volvió una moda. Muchos jóvenes y adultos ingresan a las academias de gastronomía, pasatiempo para unos y profesión para otros, quienes aspiran convertirse en chefs reconocidos o simplemente adquirir conocimientos para saber cómo atender a los amigos. Cocinar combate el estrés, distrae la mente, entretiene el ocio y además produce muchas satisfacciones. Por ello los programas de culinaria tienen tanta acogida entre los televidentes, aunque a veces esperamos que enseñen cosas más prácticas y fáciles de preparar.
Desde que inventaron en los años 70 la nouvelle cuisine, el asunto, para mi gusto, se empezó a complicar. Porque la prioridad en los platos pasó a ser estética y artística, y dejaron a un lado las presentaciones abundantes y apetitosas. Ahora hablan de la cocina gourmet que es algo muy parecido, aunque más complicado. Ingredientes que nunca hemos oído siquiera mencionar, otros muy costosos y muchos imposibles de conseguir. Empieza usted a anotar una receta que le gusta y el impulso le dura hasta que debe agregarle a la preparación un chorrito de champaña, unas gotas de aceite de trufa y una yerba que solo se consigue en Escandinavia.
Hoy en los restaurantes sirven la carne encima de una cama de espinacas, acompañada de una cucharada de puré de papa y adornada con una ramita de perejil. Ese mismo bistec que antes venía con papas a la francesa, ensalada abundante, arepitas con mantequilla y el mesero ofrecía porción de arroz para quien lo quisiera. Si ordena langostinos al ajillo le presentan una coquita con 4 bichos en su salsa, sin siquiera un trozo de pan para acompañarlos. Todas las porciones son diminutas y las guarniciones brillan por su ausencia. Por ello me considero un montañero para la comida, porque prefiero una chuleta de cerdo de esas que sirven en los restaurantes de carretera, un sancocho de espinazo cuya presa no quepa en el plato, una punta de anca con buen gordo, o una bandeja paisa que me deje satisfecho con solo verla.
Platos que no requieren de vinos ni aperitivos especiales, porque con una gaseosa o una cerveza van de maravilla.
Ahora los grandes gourmets se preocupan es por la textura, el volumen, la untuosidad, los colores y la presentación del plato. Hasta a las hamburguesas les acomodaron el terminacho gourmet. A la tradicional, con queso, tomate, tocineta y salsas al gusto, la cambiaron por una preparada al carbón a la que le agregan algunos champiñones salteados, unas tiras de jamón, dos aceitunas y cualquier salsa sofisticada, y cuesta un ojo de la cara. Los restaurantes se contagian de estas prácticas y entre más raros y rebuscados los platos, mayor éxito tienen; porque éso sí, el ser humano cree que no debe salirse de lo que impone la moda. Hay que estar in; ¡o sea…! Como será que hasta hacen cola para conseguir una mesa. ¿Fila?, tal vez gratis o en la cárcel.
Cierta vez íbamos de paseo y paramos a desayunar en un sitio reconocido por sus arepas con mantequilla y queso. La mayoría preferimos esa opción excepto uno de los compañeros que se decidió por el calentado de fríjoles, tajadas maduras, la tradicional arepa y una buena taza de chocolate. Cuando el hombre estaba próximo a darle materile a su banquete, empezó a mirar de reojo una papa cocinada que dejó un camionero quien apenas terminaba con su bandeja en la mesa del lado. Felipe no se aguantó y le preguntó al chofer si pensaba dejar la papita, y antes de que este hiciera la seña afirmativa, ya la había engarzado en su tenedor para empacársela sin miramientos. Buena muela, que llaman.
pmejiama1@une.net.co
martes, noviembre 10, 2009
En boca cerrada…
El refranero popular resume todos los tratados y las escuelas de filosofía en frases cortas, con un lenguaje coloquial y sencillo que le llega a cualquier parroquiano sin necesidad de muchas explicaciones. Es menester de quienes aún utilizamos esa herramienta maravillosa en nuestro léxico, que la enseñemos a los menores que por desconocerla no la incluyen en su vocabulario. Para cualquier situación existe un refrán que la retrata de forma perfecta y muchas veces la mejor forma de zanjar una discusión, es echando mano de uno de ellos para sintetizar nuestra opinión. Son miles los que existen y sin importar la edad que uno tenga, siempre va a sorprenderse al oír uno nuevo que viene a aumentar el ramillete.
Desde pequeños nos recalcaron que mi Dios equipó al ser humano con dos oídos y una boca para que escuche el doble de lo que habla. Que entre menos abra uno la boca menos pendejadas dice, sin olvidar nunca que la palabra dicha no puede recogerse. Por ello cuando la ira nos enceguece debemos medir las palabras, porque después de espetar una sarta de oprobios malintencionados e hirientes nunca más podremos echarnos para atrás, por más arrepentidos que estemos. Podemos arrodillarnos, pedir perdón, asegurar que no quisimos ofender y que todo fue debido al calor del momento, pero la persona maltratada quedará marcada para siempre.
De manera que a cuidar la lengua y no dejársela picar, porque es común que por ejemplo un amigo tenga diferencias marcadas con su pareja y venga a nosotros a querer desahogarse. Empieza el tipo a rajar de la fulana y si uno no se mide, termina emparejado dándole garrote a la pobre infeliz sin que esta pueda defenderse, hasta llegar a compartir la animadversión que el otro siente. Lo grave es que en muchas ocasiones las parejas se reconcilian y queda uno como un zapato, porque en su momento dijo una cantidad de barbaridades acerca de la que ahora se pavonea prendida del brazo de nuestro arrepentido amigo.
Leí hace poco una agradable biografía de Federico Chopin, aquel virtuoso polaco que nos dejó tan maravillosa herencia. Al final del relato, cuando el maestro estaba a las puertas de la muerte agobiado por una enfermedad pulmonar que lo atormentó desde niño, recibió la visita de su amigo Cyprien Norwid. Al momento de despedirse, Chopin con mucha dificultad comentó al oído del visitante que estaba por mudarse. El otro, echando mano de ese mecanismo de defensa que utilizamos los humanos en estos casos, le recomendó que no dijera esas cosas, que con el mismo cuento venía desde hacía varios años y sin embargo ahí seguía presente deleitándolos con su presencia. Entonces el maestro muy extrañado le aclaró: Me refiero a que estoy por mudarme de apartamento.
Metidas de pata como esta hemos cometido todos y por ello recomiendan que lo mejor es callar. En boca cerrada no entran moscas, dice el refranero, y muchas veces por decir más de la cuenta terminanos embarrándola. Alguna vez mi mamá iba en el carro y se topó con una amiga, quien estaba acompañada por sus hijas y algunas sobrinas. El saludo fue de ventana a ventana, como acostumbran hacerlo las señoras sin importar la fila de carros que esperan detrás, y después de las palabras de rigor mi madre detalló que entre las niñas había una que llevaba una capucha como del Hombre araña o del Chapulín colorao, por lo que le preguntó a la mocosa de qué estaba disfrazada, que si acaso era el día de los niños y ella de puro despistada no se acordaba. La tía de la muchachita trataba de cambiar el tema, pero mi madre insistía en que le explicaran el por qué del particular atuendo, hasta que la otra se despidió apresuradamente. Cuál sería la vergüenza de mi mamá cuando se enteró de que esa niña había sufrido quemaduras en su cabeza y cuello, y que parte del tratamiento era cubrir las cicatrices con ese tipo de licra. Con el trauma que crea al menor este tipo de situaciones, para que venga una vieja imprudente a preguntarle de qué está disfrazada.
Una dama muy prestante de esta ciudad sufrió un accidente casero y se golpeó fuertemente el coxis. Días después, se reunía un grupo de señoras en el club social para tratar un asunto y entre las presentes se encontraba la señora en mención. En determinado momento llegó una amiga y al encontrarse a la convaleciente, le preguntó muy expresiva: Qué hubo de ti, fulanita, ¡cómo seguiste del clítoris!
Es matemático que si uno empieza a decir palabras de más, termina metiendo las de caminar. Así le pasó a Carlos Enrrique “Mono” Mejía, quien se dedica a alquilar equipos médicos para uso residencial, una vez que trataba de convencer a unos clientes para que le tomaran una cama eléctrica que les facilitaría el manejo de un pariente enfermo. Después de hacerles la demostración de las bondades de la cama, de explicarles cuáles son las comodidades que esta representa para el paciente y de convencerlos de que un equipo de esa naturaleza es primordial para cierto tipo de convalecencias, remató con este comentario que no cayó muy bien entre los presentes:
-No les digo sino que en esta cama se ha muerto medio Manizales.
pmejiama1@une.net.co
Desde pequeños nos recalcaron que mi Dios equipó al ser humano con dos oídos y una boca para que escuche el doble de lo que habla. Que entre menos abra uno la boca menos pendejadas dice, sin olvidar nunca que la palabra dicha no puede recogerse. Por ello cuando la ira nos enceguece debemos medir las palabras, porque después de espetar una sarta de oprobios malintencionados e hirientes nunca más podremos echarnos para atrás, por más arrepentidos que estemos. Podemos arrodillarnos, pedir perdón, asegurar que no quisimos ofender y que todo fue debido al calor del momento, pero la persona maltratada quedará marcada para siempre.
De manera que a cuidar la lengua y no dejársela picar, porque es común que por ejemplo un amigo tenga diferencias marcadas con su pareja y venga a nosotros a querer desahogarse. Empieza el tipo a rajar de la fulana y si uno no se mide, termina emparejado dándole garrote a la pobre infeliz sin que esta pueda defenderse, hasta llegar a compartir la animadversión que el otro siente. Lo grave es que en muchas ocasiones las parejas se reconcilian y queda uno como un zapato, porque en su momento dijo una cantidad de barbaridades acerca de la que ahora se pavonea prendida del brazo de nuestro arrepentido amigo.
Leí hace poco una agradable biografía de Federico Chopin, aquel virtuoso polaco que nos dejó tan maravillosa herencia. Al final del relato, cuando el maestro estaba a las puertas de la muerte agobiado por una enfermedad pulmonar que lo atormentó desde niño, recibió la visita de su amigo Cyprien Norwid. Al momento de despedirse, Chopin con mucha dificultad comentó al oído del visitante que estaba por mudarse. El otro, echando mano de ese mecanismo de defensa que utilizamos los humanos en estos casos, le recomendó que no dijera esas cosas, que con el mismo cuento venía desde hacía varios años y sin embargo ahí seguía presente deleitándolos con su presencia. Entonces el maestro muy extrañado le aclaró: Me refiero a que estoy por mudarme de apartamento.
Metidas de pata como esta hemos cometido todos y por ello recomiendan que lo mejor es callar. En boca cerrada no entran moscas, dice el refranero, y muchas veces por decir más de la cuenta terminanos embarrándola. Alguna vez mi mamá iba en el carro y se topó con una amiga, quien estaba acompañada por sus hijas y algunas sobrinas. El saludo fue de ventana a ventana, como acostumbran hacerlo las señoras sin importar la fila de carros que esperan detrás, y después de las palabras de rigor mi madre detalló que entre las niñas había una que llevaba una capucha como del Hombre araña o del Chapulín colorao, por lo que le preguntó a la mocosa de qué estaba disfrazada, que si acaso era el día de los niños y ella de puro despistada no se acordaba. La tía de la muchachita trataba de cambiar el tema, pero mi madre insistía en que le explicaran el por qué del particular atuendo, hasta que la otra se despidió apresuradamente. Cuál sería la vergüenza de mi mamá cuando se enteró de que esa niña había sufrido quemaduras en su cabeza y cuello, y que parte del tratamiento era cubrir las cicatrices con ese tipo de licra. Con el trauma que crea al menor este tipo de situaciones, para que venga una vieja imprudente a preguntarle de qué está disfrazada.
Una dama muy prestante de esta ciudad sufrió un accidente casero y se golpeó fuertemente el coxis. Días después, se reunía un grupo de señoras en el club social para tratar un asunto y entre las presentes se encontraba la señora en mención. En determinado momento llegó una amiga y al encontrarse a la convaleciente, le preguntó muy expresiva: Qué hubo de ti, fulanita, ¡cómo seguiste del clítoris!
Es matemático que si uno empieza a decir palabras de más, termina metiendo las de caminar. Así le pasó a Carlos Enrrique “Mono” Mejía, quien se dedica a alquilar equipos médicos para uso residencial, una vez que trataba de convencer a unos clientes para que le tomaran una cama eléctrica que les facilitaría el manejo de un pariente enfermo. Después de hacerles la demostración de las bondades de la cama, de explicarles cuáles son las comodidades que esta representa para el paciente y de convencerlos de que un equipo de esa naturaleza es primordial para cierto tipo de convalecencias, remató con este comentario que no cayó muy bien entre los presentes:
-No les digo sino que en esta cama se ha muerto medio Manizales.
pmejiama1@une.net.co
jueves, noviembre 05, 2009
Recuerdos imborrables.
Poquitas cosas perduran en el tiempo y nos acompañan durante toda la existencia. A los hombres se nos cae el pelo en alguna etapa de la vida; claro que a unos más que a otros y algunos presentan alopecia desde jóvenes. Las mujeres pierden las curvas y el sexapil cuando la barriga crece sin contemplaciones, el pompis embarnece y la piel de los brazos empieza a colgar. A los varones se nos desaparece el trasero, tan admirado por ellas, y terminamos culichupaos y escuálidos. También es común que en la vejez a los hombres se nos crezcan la nariz y las orejas, aparte de que ambas se llenan de pelos, y que las féminas reduzcan de tamaño debido a que sus vertebras se aplastan por deficiencia de calcio. La realidad es que la acumulación de calendarios es muy ingrata y es mejor pasar a mejor vida antes de estar chuchumeco, turulato, chocho y gagá.
Los tatuajes son marcas que causa el hombre en su anatomía por diferentes razones y a través de la historia ha sido costumbre arraigada en muchos pueblos. Tribus de indígenas que dibujan arabescos ceremoniales en sus cuerpos, los que en muchos casos representan autoridad y jerarquía; entre los marineros ha sido costumbre tatuar el nombre de la mujer amada, enmarcado con un corazón, en un bíceps; los miembros de las pandillas son reconocidos porque presentan el símbolo de su organización tatuado en determinado lugar; y a las muchachas modernas les ha dado por plantar algún coqueto dibujo en un rincón privado de su anatomía. En todo caso quien decide marcar su cuerpo con esta técnica debe estar seguro de lo que hace, porque es muy cierto aquello que dice que fulano está más arrepentido que un tatuado.
Otro sello que nos acompaña desde su aparición hasta que abandonamos este mundo son las cicatrices. Cada una tiene su historia y sin importar el paso del tiempo mantenemos el recuerdo de su procedencia fresco en la memoria. Claro que existe una gran diferencia en el tamaño de las cicatrices de ahora con las de ahora años, porque antes no era común que a un mocoso que se rompía la cara por inquieto y desobediente le gastaran cirujano plástico. Lo llevaban al Hospitalito infantil y cualquier estudiante que estuviera de turno se encargaba de “bastiarlo” y entregárselo a la mamá para que se lo llevara a berrear a otra parte.
La verdad es que cuando la chamba era en el rostro los médicos le ponían un poquito más de curia al asunto, porque si se trataba de un brazo, una pierna u otro lugar poco visible, le hacían una costura fruncida y sin ningún tipo de estética. Cabe anotar que entonces tampoco existían las grapas, el hilo auto absorbente u otro tipo de pegantes y técnicas modernas, sino que procedían con el hilo de tripa de gato, la aguja y hacían un punto de costura cada medio centímetro, por lo que al sanar la herida quedaba la típica cremallera.
En caso de que deba raparme la cabeza van a aparecer muchas cicatrices que me quedaron de una niñez muy activa e intensa. Como un día, muy chiquito, que me escondí debajo de la cama de la empleada del servicio porque mi mamá me buscaba para castigarme. En cierto momento levanté la cabeza con fuerza y se me clavó en el cuero cabelludo la punta de un resorte de la cama, lo que me causó tremenda herida; esa parte del cuerpo sangra profusamente y cualquier rasguño hace suponer lo peor. En otra ocasión mi madre preparaba la maleta porque se iba de viaje y llegó a despedirse una tía con algunos primos. No era sino que nos juntáramos con alguien para que empezáramos a formar patanerías y desorden, y en cierto momento me encaramé en un mueble y caí de cabezas contra un filo. La cortada en toda la cocorota fue inmensa y mi mamá en ese ofusque lo primero que hizo fue zamparme un pellizco, después me enroscó una toalla en la cabeza para entrapar la sangre y más tarde, cuando estaba menos atafagada, me llevó donde el tío Guillermo que apenas era un médico recién graduado. Este cogió una cuchilla Gillete, raspó el pelo alrededor de la herida, me puso la anestesia necesaria para que no chillara mucho y procedió a coser como quien remienda un costal.
Boxeadores y toreros muestran sus cicatrices y relatan la procedencia de cada una; los soldados las enseñan como trofeo de guerra; los luchadores tratan de intimidar al contrario con las que presenta su cuerpo; y son muchas las personas que recuerdan operaciones y accidentes cuando les preguntan por el origen de alguna de ellas. Porque antes para sacar el apéndice o un cálculo renal abrían al paciente en canal, mientras que ahora la laparoscopia y otros modernos métodos quirúrgicos dejan apenas disimulados recuerdos.
Se habla de diferentes técnicas y trucos para desaparecer las cicatrices, o al menos disimularlas, y una de las más famosas y recurrida ha sido la pasta de concha de nácar. Otros recomiendan pomadas, ungüentos, cremas, masajes con baba de caracol o un tratamiento a base de rayos láser, aunque yo insisto en que lo mejor que existe para borrarlas, definitivamente, es la cremación.
pmejiama1@une.net.co
Los tatuajes son marcas que causa el hombre en su anatomía por diferentes razones y a través de la historia ha sido costumbre arraigada en muchos pueblos. Tribus de indígenas que dibujan arabescos ceremoniales en sus cuerpos, los que en muchos casos representan autoridad y jerarquía; entre los marineros ha sido costumbre tatuar el nombre de la mujer amada, enmarcado con un corazón, en un bíceps; los miembros de las pandillas son reconocidos porque presentan el símbolo de su organización tatuado en determinado lugar; y a las muchachas modernas les ha dado por plantar algún coqueto dibujo en un rincón privado de su anatomía. En todo caso quien decide marcar su cuerpo con esta técnica debe estar seguro de lo que hace, porque es muy cierto aquello que dice que fulano está más arrepentido que un tatuado.
Otro sello que nos acompaña desde su aparición hasta que abandonamos este mundo son las cicatrices. Cada una tiene su historia y sin importar el paso del tiempo mantenemos el recuerdo de su procedencia fresco en la memoria. Claro que existe una gran diferencia en el tamaño de las cicatrices de ahora con las de ahora años, porque antes no era común que a un mocoso que se rompía la cara por inquieto y desobediente le gastaran cirujano plástico. Lo llevaban al Hospitalito infantil y cualquier estudiante que estuviera de turno se encargaba de “bastiarlo” y entregárselo a la mamá para que se lo llevara a berrear a otra parte.
La verdad es que cuando la chamba era en el rostro los médicos le ponían un poquito más de curia al asunto, porque si se trataba de un brazo, una pierna u otro lugar poco visible, le hacían una costura fruncida y sin ningún tipo de estética. Cabe anotar que entonces tampoco existían las grapas, el hilo auto absorbente u otro tipo de pegantes y técnicas modernas, sino que procedían con el hilo de tripa de gato, la aguja y hacían un punto de costura cada medio centímetro, por lo que al sanar la herida quedaba la típica cremallera.
En caso de que deba raparme la cabeza van a aparecer muchas cicatrices que me quedaron de una niñez muy activa e intensa. Como un día, muy chiquito, que me escondí debajo de la cama de la empleada del servicio porque mi mamá me buscaba para castigarme. En cierto momento levanté la cabeza con fuerza y se me clavó en el cuero cabelludo la punta de un resorte de la cama, lo que me causó tremenda herida; esa parte del cuerpo sangra profusamente y cualquier rasguño hace suponer lo peor. En otra ocasión mi madre preparaba la maleta porque se iba de viaje y llegó a despedirse una tía con algunos primos. No era sino que nos juntáramos con alguien para que empezáramos a formar patanerías y desorden, y en cierto momento me encaramé en un mueble y caí de cabezas contra un filo. La cortada en toda la cocorota fue inmensa y mi mamá en ese ofusque lo primero que hizo fue zamparme un pellizco, después me enroscó una toalla en la cabeza para entrapar la sangre y más tarde, cuando estaba menos atafagada, me llevó donde el tío Guillermo que apenas era un médico recién graduado. Este cogió una cuchilla Gillete, raspó el pelo alrededor de la herida, me puso la anestesia necesaria para que no chillara mucho y procedió a coser como quien remienda un costal.
Boxeadores y toreros muestran sus cicatrices y relatan la procedencia de cada una; los soldados las enseñan como trofeo de guerra; los luchadores tratan de intimidar al contrario con las que presenta su cuerpo; y son muchas las personas que recuerdan operaciones y accidentes cuando les preguntan por el origen de alguna de ellas. Porque antes para sacar el apéndice o un cálculo renal abrían al paciente en canal, mientras que ahora la laparoscopia y otros modernos métodos quirúrgicos dejan apenas disimulados recuerdos.
Se habla de diferentes técnicas y trucos para desaparecer las cicatrices, o al menos disimularlas, y una de las más famosas y recurrida ha sido la pasta de concha de nácar. Otros recomiendan pomadas, ungüentos, cremas, masajes con baba de caracol o un tratamiento a base de rayos láser, aunque yo insisto en que lo mejor que existe para borrarlas, definitivamente, es la cremación.
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