Durante nuestra juventud el paseo
predilecto era viajar con los amigos a visitar la Feria Internacional de
Bogotá, para lo que debíamos pedir uno o dos días de permiso en el colegio y
así, al juntarlos con el fin de semana, tener tiempo suficiente para asistir a
tan importante evento. En el colegio accedían al permiso porque supuestamente
íbamos a adquirir conocimientos y además tendríamos oportunidad de presenciar
una vitrina que ofrecía lo último en ciencia y tecnología. Después a sacar el permiso
en la casa, el cual debía ir respaldado con ayuda económica; luego buscar
amigos que estudiaran en la capital y nos recibieran en su apartamento (así nos
tocara dormir en el suelo); y por último esperar que a un miembro de la barra
le prestaran el carro de su casa para irnos motorizados.
El caso es que lo que ante
nuestros padres y educadores presentábamos como un viaje académico y cultural,
no era otra cosa que una rumba corrida desde el mismo momento que cogíamos
carretera; en Maltería ya íbamos copetones. En la gran ciudad no descansábamos
de parrandear y vivíamos experiencias que no eran comunes para nosotros. De la
Feria solo nos interesaba ver carros, motos e innovaciones tecnológicas y
visitábamos con regularidad las degustaciones de aguardiente, ron o cualquier
otro licor; también combatíamos el hambre a punta de galletas con carne de
diablo y trozos de salchicha que repartían las impulsadoras. Ya prendidos, nos
dedicábamos a echarles piropos a las sensuales modelos que adornaban los
diferentes stands.
En una de esas vitrinas vimos por
primera vez que quienes aparecían en la pantalla del televisor que exhibían
éramos nosotros y para confirmarlo hacíamos carantoñas y poses que no dejaran
duda. Después de analizar el asunto entendimos que una cámara que había en un
rincón era la que captaba las imágenes y semejante tecnología nos dejó con la
boca abierta; eso ya lo habíamos visto, pero en las películas de James Bond o
Simón Templar. Pues las dichosas camaritas evolucionaron y ahora están instaladas
hasta dentro de las tazas de los inodoros.
Es posible que en la intimidad de
nuestros hogares estemos libres de las imprudentes fisgonas, aunque nada es
seguro y a lo mejor también nos tiene chequeados. Porque definitivamente desde
que cruzamos la puerta de nuestra vivienda ya estamos monitoreados por alguien,
ya que en pasillos, ascensores y zonas comunes de los conjuntos habitacionales
están estratégicamente localizadas esas espías electrónicas. Ya en la calle las
vemos en los postes, en los aleros de los edificios, en todos los almacenes, parqueaderos,
oficinas y despachos, en los peajes, bancos y cajeros automáticos, dentro de
los buses y en los lugares menos pensados. Sin duda son prácticas y necesarias,
ante la inseguridad reinante, pero la intimidad quedó en el pasado; quien
acostumbre hurgarse la nariz o tenga otras mañas fastidiosas, que se controle
porque siempre lo tendrán pillado.
Ahora nos venimos a enterar los
habitantes del planeta de que los gringos están enterados de cuanto decimos y
hacemos, a través del espionaje que realizan al controlar todo tipo de
comunicaciones. El señor Snowden abrió los ojos al mundo y es así como supimos
que en compañía de Brasil somos uno de los países más monitoreados por la CIA. La
verdad, me importa un chorizo que metan sus narices en mis correos electrónicos
y llamadas telefónicas, porque mi vida es un libro abierto; es más, doy plata
por verles la cara a los yupis de la Central de Inteligencia cuando leen las
pendejadas que escribo en las redes sociales.
Aunque existe el riesgo que el
encargado de seguirnos la pista sea un vergajo bien imaginativo y en medio de
su paranoia, empiece a formarse una película con situaciones normales e
inocentes de nuestro diario vivir. Por ejemplo llamo a mi hermana para conversar
y ponernos al día, nos reímos y gozamos con los cuentos, hablamos de hechos
recientes y demás temas baladíes, y por último le digo que voy a mandarle una
remesita con unos hartones de muy buena calidad para que los pruebe y me
comente cómo le parecen. Así el espía domine el idioma español puedo asegurar que no sabrá qué carajo
es un hartón, como le decimos a un plátano verde grande y provocativo, por lo
que de inmediato maliciará y seguro lo relaciona con una clave para nombrar
envíos de droga ilegal.
Luego procede a ingresar a mis
cuentas bancarias para ver los extractos y ante semejante miseria supondrá que
manejo cuentas secretas en Suiza, Panamá u otro paraíso fiscal; además, después
de ver mi tren de vida concluirá que yo sí sé disimular y mantener un bajo
perfil. Ya habrá revolcado por todas partes sin encontrar nada y desde el
satélite vivirá pendiente de cualquier movimiento sospechoso que ocurra en mi
domicilio. Como en las redes sociales soy mamagallista y burletero, mucho
trabajo tendrá al tratar de interpretar esos mensajes y nada habrá logrado al
someterlos a códigos encriptados y claves especializadas.
Soy activo con el correo
electrónico y tengo muchos contactos, lo que habrá dado material suficiente
para buscar entronques que puedan comprometerme. Cumplo con advertirles que no
tengo nada que ocultar y lo único que me preocupa es que de llegar a ser delito
enviar o recibir correos con viejas en pelota…
pamear@telmex.net.co