Nosotros le sacábamos todo el gusto
a la Navidad, tal vez porque era más cortica, y en todo momento nos divertíamos
con algo referente a ella. Un programa de las familias era ir al centro al caer
la tarde para ver vitrinas. Los almacenes las adornaban con muy buen gusto y
las luces de colores las hacían ver más llamativas; la preferida de todos era la
del almacén Artístico de don Evelio Mejía.
Llegaba por fin el 15 de diciembre,
víspera de la novena, y mi mamá autorizaba armar el tan esperado pesebre. Lo
primero era sacar del cuarto del reblujo las cajas donde se guardaba y después
de sacudirlas para quitarles el polvo,
procedíamos a desenvolverlas del periódico y dejarlas a un lado mientras les
destinábamos su lugar. Desocupadas las cajas de cartón pasábamos a planear la
topografía que llevaría el pesebre, la cual se lograba al acomodar esas cajas
de cierta forma para luego taparlas con el papel encerado.
La etapa anterior generaba
discusión porque unos lo preferían plano, otros en falda, etc., por lo que
tocaba desarmar de nuevo para evaluar. Al fin nos resolvíamos y entonces seguía
cubrir todo con musgo, excepto un área que cubríamos con arena para simular un
desierto. Los caminitos iban en piedrilla y un espejo roto servía como lago
para un pato, mientras una tira de papel aluminio simulaba una quebrada.
Pero sin duda lo más simpático de
los pesebres siempre ha sido la desproporción. El tamaño de las figuras
principales, la Sagrada Familia, los Reyes Magos, el burro y el buey, son
gigantescos en comparación con el resto de figuras. En esa época las casitas y
la iglesia del pueblo eran de cartón y se armaban con unos pocos dobleces, y
cualquier edificación era del tamaño de la cabeza de un camello. Con lo que más
gozábamos era con las ovejitas y las coleccionábamos para formar rebaños y
trasladarlas a pastar de un lugar a otro.
Hoy en día la gente compra adornos
nuevos cada Navidad y así atiborran las casas hasta llegar al mal gusto. En
cambio mi mamá no compraba ni un moño de más, por lo que conseguir más ovejas
era complicado; sin embargo, de alguna forma lo conseguíamos y así aumentábamos
el rebaño. Teníamos prohibido meterle mano al pesebre, pero todo el que pasaba
por ahí miraba muy bien que nadie lo viera y algún retoque le hacía; lo único
permitido era adelantar un tris cada día a los Reyes, a medida que se llegaba
la fecha del nacimiento, proceder que solo se hacía a la hora del rezo,
supervisado por los adultos.
En las tantas Navidades que pasamos
en La Graciela, la finca familiar, el procedimiento era el mismo pero ya no
teníamos poder de decisión, porque éramos muchos primos, varios de ellos
mayores. En una esquina del corredor ponían teleras en forma de escala y encima
el papel encerado; quedaba perfecto para armar un pesebre, además de un sitio
perfecto para uno esconderse. Un par de primos muy patanes se metían ahí antes
del inicio de la novena y en medio del rezo se asomaban por unos agujeros a
hacernos ojos y carantoñas, por lo que nos daba un ataque de risa y el tío
Roberto, quien supervisaba el comportamiento, nos mandaba para un cuarto
castigados por irrespetuosos.
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