jueves, diciembre 26, 2013

Vicisitudes de una peregrinación (I).

La fecha del nacimiento de Jesus pudo haber sido cualquiera durante la existencia del ser humano en el planeta, con todos los beneficios e inconvenientes que cada época representa. Qué tal que hubiera ocurrido en la década de 1930, en Alemania, cuando los judíos no encontraban escondedero que valiera; o en una tribu africana en el siglo XVII, donde lo habrían encadenado para mandarlo a cortar caña al nuevo mundo; ni qué decir de haber coincidido con el Santo Oficio, porque no le habría quedado sino abjurar o lo descoyuntan en el potro. De igual forma pudo haber sucedido en nuestro país, en la época actual, y entonces se me ocurre cómo habría sido la peregrinación de la Sagrada Familia.

-Quiubo viejo, cuente pues cómo le fue –dice María a su marido cuando lo ve llegar entrompao-. Ni pregunte mija, que no puedo decir groserías delante de usté; esa gente de la EPS me va a purificar. Vengo patoniao y esta es la hora que no han autorizao la ecografía esa. Qué nervios viejo, -comenta ella-, y yo con esta maluquera y un dolor bajito que me tiene a punto de coger el monte. Pues diga a ver si se le mide y nos vamos pa urgencias -propone él-, porque un amigo dice que si la hospitalizan le hacen todos los esámenes de una.

Tarde en la noche a ella le entra la angustia y se resuelve, y como a esa hora es trabajoso coger buseta, les figura pagar carrera. En la clínica encuentran a varias personas que tratan de ingresar, por lo que José le propone a su compañera que espere mientras él habla con el portero. Mire joven –dice el carpintero- a ver si nos deja dentrar que mi mujer está a punto de coger la cama y se siente muy mal; mírela como está de traspillada. El vigilante, con ínfulas de gerente y en tono despectivo, responde: ¿y es que usté cree que aquí hacemos milagros o qué? Eche pa la casa y cuando reviente fuente la trae. Por lo que más quiera hombre –suplica José-, esta señora necesita atención. Entonces el tipo pregunta si él es el abuelo de la criatura y cuando responde que es el papá, el vergajo le comenta a una aseadora que lo acompaña: oigan a este… ¡morirá engañao!  

Por fin los deja entrar y les dice que aguarden a que los llamen. Pasadas tres horas nadie les para bolas, por lo que el angustiado padre se arrima al puesto de enfermeras a preguntar qué se sabe. Perdone su mercé, ¿será que pueden atender a mi señora que está a punto de maluquiase? Una muchacha muy amable le dice que hay mucho voleo, pero que apenas se desocupe uno de los médicos ella la hace pasar de primerita; que mientras tanto le muestre la cédula para adelantar el papeleo. Como a las dos de la mañana una doctora con pinta de colegiala la atiende y después de tomarle los signos vitales, le pone una inyección, la manda acostar en una camilla y la acomodan en un corredor; por fortuna le prestan una cobijita porque está tullida del frío.

Poco después de amanecer, cuando se realiza el cambio de turno, otro médico la revisa de nuevo y les anuncia que el ecógrafo de la clínica está dañado, pero que le va a dar una orden con carácter urgente para que la remitan pronto a otra institución; además, le receta un medicamento que debe empezar a tomar lo más pronto posible. Rendidos del cansancio entran a una cafetería al frente y piden dos pintaos con roscas de pandequeso. Ahora verá pues -comenta José-, salimos como llegamos; y con más vueltas pa hacer. Mejor la acompaño hasta la casa y me voy pa la farmacia a reclamar el remedio ese, y de una vez averiguo cómo es la vaina de la ecografía; imposible que siendo urgente nos den más caramelo.

Siquiera llegó mijo, ya me estaba preocupando –saludó María-, venga recuéstese un rato que usté está trasnochao. Qué recostar ni qué carajo -dice el pobre hombre-, si me fue como a los perros en misa. Ríase lo que me tocó esperar en la farmacia, me dieron la ficha 86 y apenas iban en el 14, y luego me dice ese baboso que el medicamento es de alto costo y toca hacelo autorizar. Y cuando pregunté por la vuelta de la ecografía, la vieja se rió y me dijo que eso de urgente no sirve pa nada. Más bien arranco a conseguir la autorización, porque yo la veo a usté como de muy mal semblante. No mijo –propuso ella-, déjeme ir que la cara del santo hace milagros; a lo mejor se apiadan al verme estas patas hinchadas como bancos. Y si no me paran bolas, me les hago la desmayada.

Al humilde ebanista la idea no le gusta ni cinco y resuelve echarse una pestañeada, para salir después de almuerzo a coger turno en la dependencia donde dan las autorizaciones. Pero si en la farmacia lo hicieron esperar, en las oficinas el trámite para cualquier diligencia demora por lo menos medio día. De manera que dejo pendiente el desenlace de estas vicisitudes, tan comunes y corrientes para cualquier ciudadano del montón.

Vicisitudes de una peregrinación (II).

En nuestro medio padecer una enfermedad, aparte del malestar físico y mental que significa para el enfermo, representa un verdadero viacrucis que lo pone a voltear por clínicas, consultorios, oficinas, laboratorios y demás dependencias relacionadas con la salud. Son tantas las talanqueras que ponen al usuario que este llega a pensar que lo quieren aburrir, para que desista, y muchos se mueren mientras esperan a que les autoricen un examen. Pues en esas andaban los papás de Jesus unos días antes del tan esperado alumbramiento.

Después de varias horas de esperar turno, por fin José llega a la ventanilla. Figúrese su mercé que necesito autorizar este esamen, porque mi mujer está a punto de coger la cama y... Mire bebé –le dice una zamba repelente-, no me eche todo ese cuento que yo solo recibo los papeles; eso va a un comité médico y en unos días le avisan si está autorizado. Si no lo llaman, comuníquese usted con el cero uno ocho mil que aparece aquí abajo. Por lo que más quiera señorita –insiste él mientras le dice en tono confidente-, mire que ese niño va a ser alguien muy importante pa la humanidá y… Oigan a este con las que sale –comenta la vieja con una compañera-, qué viejito tan cacharro. 

De camino a casa el ebanista decide averiguar los datos de la partera que le recomendó el farmaceuta del barrio, porque a ese paso no hay riesgos de tener los exámenes antes de que nazca el muchachito. Por encimita le cuenta a su mujer cómo le fue y sin querer, se le chispotió haber hablado acerca de la importancia del retoño que esperaban. Pero cuántas veces le he alvertido –dice María bastante molesta-, que eso no se habla con nadies; mire que nos comprometimos a guardar el secreto. En todo caso si se aparece de nuevo el arcángel a hacenos el reclamo, usté habla con él porque al fin y al cabo fue el que metió las patas.

José se acuerda de contar hasta diez antes de responder, para evitar decir algo de lo que después se arrepintiera, y más tranquilo pone los puntos sobre la íes. Vea mija, quiero decile que si la cosa es así, entoes busquen quién se preste para este cuento porque yo tal vez no le jalo. De manera que después de voltiar como un trompo, derrengao como estoy; de tener que aguantame unas jedionditas que me tratan de bebé porque soy mayorcito; de las burlas cuando digo que el muchachito es mío; y de que me bananién en todas partes; ¿ahora voy a salir a debeles? Pues si viene el ángel ese lo mando pa... Ya viejo, calmate que así no arreglamos nada –dice la mujer- lo que pasa es que una también se ofusca.

Pasan la siguiente semana pendientes del teléfono, a la espera de la dichosa llamada, y salen por turnos para no dejar de contestarlo. Todos los días José reniega por la demora y es hasta que no se aguanta y resuelve llamar. Y empieza con el julepe del centro de llamadas, brinque de tecla en tecla y cuando llega a la extensión correspondiente, preciso en esa no contestan. Entonces escoge la opción de quejas y reclamos, donde le informan que su diligencia es en el número que ha marcado cien veces sin obtener respuesta. Ahí se sale de la ropa ese hombre y le dice a la vieja hasta de qué se va a morir, mientras María se da bendiciones y le hace señas para que se calme.

Al fin puede comunicarse con la encargada y esta le informa que la solicitud tiene una inconsistencia, porque el medicamento no puede autorizarse sin que se le practique a la paciente un examen del líquido amniótico; y que la cita para la ecografía es para dentro de tres meses. José cambia de colores, de la piedra, y no le queda sino colgar porque le va a dar un patatús. María trata de tranquilizarlo: Viejo, no se despeluque con esas niñas que ellas no saben ni de lo que hablan. Mejor tómese esta agüita de toronjil y olvídese de todo; no jeringuiemos más que ya estoy mejorcita y el niño es pa esta semana.

Dicho y hecho, porque esa misma noche salen a las volandas para el hospital. Ríase el trabajo pa conseguir carro –comentan al taxista-, por fortuna pasó usté. De buenas que cogí la carrera –responde el tipo-, porque salí a hacer un mandao; y los llevo porque van p´allí no más, pues estaba a punto de tomame un guaro y después pailas. Por poquito les toca pedile cacao a algún vecino pa que los lleve, porque les cuento pues que hoy no trabaja es nadie; ojalá en el hospital encuentren quién los atienda, y más ustedes que deben tener Sisben.

En las calles hay gente enfiestada y en muchas vías cerradas fritan buñuelos, asan carne y preparan natilla. La música a todo timbal, el baile, la recocha y algunos echan pólvora al escondido. Entonces José pregunta al conductor a qué se debe tanta parranda, y después de observarlos con extrañeza por el retrovisor, les dice que es debido a la Nochebuena. Ambos se miran intrigados y al unísono preguntan: ¿Nochebuena?, ¿y esa vaina qué es?

martes, diciembre 10, 2013

Consumismo navideño.

Darse una vuelta por el centro de la ciudad es como recorrer un mercado persa, y más en esta época cuando se acerca la Navidad. Qué mundo de chucherías, qué desorden, qué proliferación de baratillos. Por fortuna ya no están con nosotros aquellos insignes comerciantes que dieron lustre a ese gremio, porque los hubiera matado la pena moral al ver los locales donde funcionaron sus reconocidos almacenes ocupados ahora por ventorrillos donde ofrecen mercancías de cargazón. Claro que viéndolo bien, los comerciantes formales tienen que competir con los vendedores callejeros que invaden el espacio público y ofrecen fruslerías a muy bajos precios.

Lo que me da golpe es ver cómo se contamina nuestra cultura con costumbres de otras latitudes. Porque ahora años las ventas navideñas empezaban a mediados de diciembre y eran muy escasas; los pocos vendedores informales aparecían por estas fechas a ofrecer musgo en la carrera 23, en el andén detrás de la catedral. También vendían papel encerado y unos años después empezaron a recostar contra la pared de la basílica algunos pinos recién cortados, los cuales se utilizaban como árbol de navidad. Esos vendedores sólo regresaban en vísperas de Semana Santa, cuando ofrecían en el mismo sitio los ramos de palma para la procesión correspondiente.  

La costumbre de utilizar un pino natural, y después sintético, como árbol navideño, fue importada del hemisferio norte porque antes preferíamos viajar al páramo a cortar un chamizo para tal menester; de una vez recogíamos el musgo para el pesebre en las cañadas del sector. La cultura ecológica no existía y para la gente era normal cometer semejante atropello contra la naturaleza. No había felicidad igual a emprender ese paseo un domingo de diciembre, con un buen fiambre, para conseguir los materiales. Subíamos por la carretera hacia el nevado y a la altura del Cerro Gualí, cogíamos la desviación para los termales y allí nos dábamos un baño. Después a buscar el chamizo ideal, lo que requería de mucho tiempo porque como todos opinábamos al respecto, no era fácil ponernos de acuerdo sobre cuál era el mejor; luego de amarrarlo en el techo del jeep procedíamos a recolectar el musgo y nos íbamos para la casa a seguir con los preparativos.

Como pedestal para el chamizo se usaba un tarro grande de galletas de soda, bien cuñado con  piedras y arena, y luego le pegábamos motas de algodón y escarcha para adornarlo. No quedaba sino colgarle las guirnaldas y unas bolas de colores, delicadas como cáscaras de huevo, que mi mamá recomendaba manipular con mucho cuidado para no romperlas; claro que entre mayor era la cantaleta, más bolas terminaban vueltas añicos. Para el pesebre teníamos guardadas unas cajas de cartón, de diferente tamaño para darle relieve, que cubríamos con papel encerado y después todo iba forrado con musgo, para acomodar los diferentes trebejos que sacábamos de una caja llena de polvo y telarañas.

La diferencia con el consumismo que nos agobia en la actualidad es que entonces los adornos navideños eran los mismos para todos los años. Rara vez había que reponer alguna cosa y para ello bastaba ir al almacén de don Benjamín López, frente al parque Caldas por la carrera 23, donde vendían desde la instalación eléctrica hasta las ovejitas de plástico. De manera que todo el material para arreglar la casa de Navidad cabía en una cajita mediana de cartón, a diferencia de ahora que esos cachivaches ocupan grandes empaques que no encuentra uno dónde guardar.

Hoy en día la oferta de artículos y adornos navideños es ilimitada, y muchos almacenes solo abren sus puertas durante la temporada de fin de año para ofrecer árboles de todos los tamaños, luces, colgandejos, estrellas, guirnaldas, farolitos, velas y peluches; disfraces, delantales, manteles, servilletas y demás prendas diseñadas con motivos relativos al tema; muñecos representativos del Papá Noel para todos los gustos y presupuestos; y hasta cambian los colores tradicionales, rojo y verde, para innovar de alguna manera.

En el centro de la ciudad los vendedores ambulantes ofrecen mercancías a precios ridículos, y se pregunta uno cómo traen una instalación eléctrica desde China, bien empacada, con muchas luces e intermitencias, y la venden a esos precios. A lado y lado de la vía pueden verse almacenes y vitrinas a punto de vomitarse, de lo atiborradas, donde presentan todo tipo de cachivaches. Y la gente compra y compra, sin importar que en sus casas ya no quepa un alfiler, y en enero empacan toda esa mugre y la guardan durante el año, para adquirir más en la próxima temporada y así engrosar el menaje.

Nos dejamos influenciar de otras culturas y ahora vemos que al Niño Dios lo  remplazó Papá Noel, con su trineo y los renos encabezados por Rudolf; un pino artificial cumple la función del chamizo; muchos cambiaron el pernil de cerdo de la cena navideña por un pavo insípido y el desayuno con tamal por waffles y panqueques; los villancicos y las tarjetas son en inglés; utilizan botas navideñas así no tengan chimenea; y réplicas de muñecos de nieve adornan los jardines. La fritanga fue remplazada por jamón serrano, aceitunas y queso holandés, los buñuelos por muffins y brownies, y hasta el aguardientico pasó a mejor vida, porque ahora se estila brindar con vino. No queda sino decir: ¡Merrycrismas-an-japiniuyiar!

miércoles, diciembre 04, 2013

La tienda del colegio.


Se preocupan las mamás por prepararles una lonchera saludable y balanceada a sus hijos, sin negarles una golosina o su alimento preferido para animarlos a consumirla. A cierta edad el infante ya no quiere llevar lonchera y a cambio prefiere dinero para comprar en la tienda, la cual también es controlada por directivos y padres de familia, quienes buscan evitar que los educandos se alimenten solo de comida chatarra, confites y los llamados paqueticos. Claro que los mocosos se las ingenian para darle gusto al paladar y no falta el alumno negociante que de manera clandestina ofrece bombones, chicles y demás galguerías.  

A nosotros simplemente nos daban la mesada, que era muy poquita, y ni siquiera nos preguntaban qué comíamos a la hora del recreo. En aquella época las tiendas de colegio vendían cualquier porquería que tuviera acogida entre los alumnos, sin importar calorías, fibras, azúcares, carbohidratos, grasas y demás perendengues. Nadie exigía asepsia ni preguntaba dónde preparaban los alimentos y a nosotros lo único que nos interesaba era llenar el buche. Pasteles, confites, parva y fritos eran las viandas preferidas, y como entonces parecían no existir la gastritis, el reflujo o la diabetes, a nadie le hacían daño ni lo perjudicaban.

De la primera que tengo memoria es la tienda del Colegio de Cristo, en el parque Fundadores, donde cursé hasta cuarto de primaria. La venta quedaba debajo de las escalas, ahí cerquita a la entrada principal, y el único mecato que recuerdo eran unas empanadas grandotas, de esas que traen un seco adentro, las mismas que entregaban frías y en la mano, sin ninguna opción de pedir limón, ají o siquiera una servilleta. Se pedían un par de empanadas acompañadas de gaseosa -Kolkana, Piña Luz o Freskola-, y tocaba dejar peña (finca, le dicen en Bogotá), un dinero que les aseguraba la devolución del envase. Al momento de entregar la botella uno trocaba esa peña por un bombón u otra golosina. De ese colegio también recuerdo unas bananas grandes que regalaba el Hermano Patecaucho al alumno que se portara bien.

En Nuestra Señora de la calle 19 cursé quinto de primaria y allá preferíamos comprar el mecato en los carritos de dulces de la calle, porque era más barato. A media tarde horneaban panes para servirles con el algo a los alumnos internos y el olor nos ponía a todos a tragar saliva, hasta que salían los mellizos Fernando y Alberto Mejía, Los chinches, cargados de mercancía que vendían “como pan caliente”; creo que se los compraban a sus compañeros y los revendían en el patio con muy buena utilidad.

A partir de primero de bachillerato ingresé al Agustín Gemelli, cerca a Morrogacho, y en esos primeros años la tienda funcionaba en un salón al lado de la tarima que hay en el hall principal. Sonaba el timbre para el recreo y abrían una ventana grande, donde los alumnos tratábamos de abrirnos campo a los empujones. Vendían en esa época parva de la panadería La Victoria, fresquita, y acompañábamos la gaseosa con gafitas, mojicones, tostadas o pan de rollo. La bebida podía remplazarse por botellitas de leche Celema, fría, las cuales se agotaban en un dos por tres. También ofrecían papitas fritas caseras, en bolsitas de plástico que cerraban con un peine y una vela.

La plaga a la hora del algo eran los pedigüeños, para más piedra algunos platudos que dizque tenían la disciplina de ahorrar, quienes recorrían el patio velando y con cara de ternero degollado pedían un pitico de pan o un traguito de gaseosa. Entonces uno con el primer trago se encargaba de llenar el líquido de submarinos o le metía el chicle adentro mientras comía, y así nadie se antojaba. Otra táctica era enterrar el pico de la botella en el pan y voltearla para mojarlo por dentro, convirtiéndolo en una mezcolanza desagradable que no le provocaba sino al dueño. Tampoco faltaba el vergajo maldadoso que recorría el patio y al que estuviera descuidado, le metía una pequeña piedra en la gaseosa para que debido a una reacción química todo el líquido se saliera convertido en espuma.   

Tiempo después pasaron la tienda para los bajos de primaria y le entregaron el negocio a Delia, una mujer que fritaba patacones, chorizos, costillas y empanadas, además de preparar huevos pericos, chocolate y arepa con mantequilla. Para evitar peloteras nos mamábamos de clase y bien acomodados, ordenábamos el desayuno mientras Nancho Ocampo, aprovechando que la vieja vivía enamorada de él, dirigía el negocio a su antojo. Con disimulo calculábamos el momento en que la buseta se aproximaba para salir a las carreras, lo que llaman voladora, mientras Nancho de último le aseguraba a Delia que después arreglábamos. 
En cuarto de bachillerato me pasaron castigado para el Seminario Menor, detrás de Los Rosales, donde duré unos pocos meses. Con Fernando Giraldo, Tamba, nos hacíamos echar de clase y arrancábamos para una tienda manejada por los seminaristas mayores, y que debido a la hora estaba cerrada. Metíamos un palo por un vidrio roto y engarzábamos varios Brazos de reina, y nos sentábamos a mirar el paisaje mientras nos empetacábamos de pasteles. Y pensar que añorábamos salir del colegio, cuando es la única etapa de la vida donde las preocupaciones son mínimas. ¡Qué tiempos aquellos!

miércoles, noviembre 27, 2013

Información amañada.


En qué momento el periodismo radial en Colombia dejó de informar y de investigar, para dedicarse a manipular la audiencia. Comunicadores amañados a quienes se les nota a la legua sus preferencias, disputan la sintonía en las mañanas cuando los oyentes aprovechan su compañía mientras se alistan para iniciar la jornada; otro momento ideal para entretenerse con la radio es durante los eternos recorridos diarios, debido al caos vehicular. La imparcialidad es cosa del pasado y produce rabia ver cómo estos artistas mediáticos linchan desde sus trincheras a quienes no son de sus afectos, mientras acomodan las entrevistas con aquellos cercanos a los intereses del grupo económico que los respalda.

Todos los días reniego al oír a Julito Sánchez y su noticiero farandulero, pero francamente no encuentro una mejor opción. Desde de que Juan Gossaín dejó las noticias de la cadena básica de RCN perdí interés por esa emisora, porque francamente Pachito Santos no dio la medida. La emisión de esa cadena en FM se convirtió en el fortín de Vicky Dávila, una zamba que saltó al estrellato sin tocar aro y ahora se cree la vaca que más pasto tapa. Otra descartada es la cadena básica de Caracol, pues un chupamedias como Arizmendi repele y empalaga. Muchos alaban el programa dirigido por Fernando Londoño, pero definitivamente no le jalo a una visión tan cargada para una sola causa, como el apoyo absoluto del ex ministro al Uribismo y su crítica acérrima contra el gobierno; lo considero de un extremismo extremo.

De manera que me toca optar por La W, aunque debo reconocer que es entretenida y a ratos el humor hace presencia, pero la parcialidad de sus periodistas es francamente chocante; por fortuna Alberto Casas, y ahora el español Rafael Manzano, son hombres racionales y ecuánimes que participan oportunamente cuando sus compañeros acorralan como hienas hambrientas al invitado de turno. Claro que destapan ollas, desenmascaran corruptos y malandrines, cuestionan políticos y denuncian irregularidades, pero no enfrentan a todos los invitados con el mismo criterio.

Por ejemplo llaman a uno de los implicados en el caso Interbolsa, quien se mueve en el mismo círculo social de Julito, y desde el saludo puede notarse que son amigos de toda la vida. Entonces el director acepta sus explicaciones sin rechistar, lo deja hablar a sus anchas y además se encarga de que la charla sea relajada; y como es lógico, los lacayos de la mesa tratan al invitado con igual consideración. Por el contrario si se trata del alcalde de Soacha, un funcionario del montón, el policía investigado o cualquier ciudadano de a pie, le caen todos en gavilla y ni siquiera le permiten defenderse. Para finalizar la entrevista Julio le mete un regaño, lo ridiculiza y procede a condenarlo de manera perentoria.

El asunto de la pauta publicitaria es otro escollo para que la información sea imparcial, porque sin duda es la que sostiene a los medios de comunicación. De esa misma pauta se valen los grandes grupos económicos para acallar contradictores, direccionar conciencias, apoyar candidaturas, presionar decisiones y demás formas de imponer sus conveniencias. El que tiene plata marranea y en este caso se cumple el dicho al pie de la letra.

Ante cualquier tragedia sucedida en nuestro país los periodistas rasos salen en desbandada a buscar un culpable para ponerle el sambenito, sin indagar primero las causas del desastre, el historial, cómo sucedieron los hechos y sobre todo sin enterarse de las conclusiones de los investigadores. Una información apresurada y fuera de contexto puede acabar con la reputación de personas o empresas, algo imposible de recuperar porque está claro que a la gente le cala es el amarillismo y la sevicia. La maledicencia es dañina, injusta y repudiable.

Se cae un edificio en Medellín y de inmediato señalan al constructor, al calculista, al curador, que fue por la calidad del concreto, la saturación de edificios en la zona y otras tantas causas posibles, pero al no poder señalar a ninguno con seguridad, enfilaron baterías contra el alcalde dizque porque andaba muy orondo de vacaciones en Europa. Como si el tipo, igual que cualquier empleado, no tuviera derecho a tomarse su período de descanso. Seguro planeó las vacaciones, organizó los horarios de su familia para poder viajar juntos, dejó a una excelente funcionaria encargada de remplazarlo y se fue tranquilo. Por casualidad ocurre la tragedia y vienen a señalarlo de irresponsable, porque no madrugó al oro día para solidarizarse con los damnificados. Creerán que basta con dirigirse al aeropuerto y subirse al primer avión que aparezca.

Importante el control que ejerce la prensa, además de eficaz, y ello puede comprobarse al ver el respeto que le tienen corruptos, politiqueros, funcionarios ineficientes, militares torcidos y demás personajes por el estilo. Pero que no abusen de esa herramienta, porque muchos periodistas creen estar por encima de los demás y a donde llegan presentan la credencial convencidos de que eso los exime de hacer fila y pagar por el ingreso; y que nadie ose controvertirlos o quiera ponerlos en su sitio porque se lo traga la tierra.

En nuestro medio el oficio de comunicador es mal remunerado y ello se presta para que algunos vendan su conciencia, mientras afortunadamente muchos otros honestos y comprometidos se encargan de engrandecer nuestra radio.
pablomejiaarango.blogspot.com

martes, noviembre 12, 2013

Obras necesarias.


Por fin le vemos a la administración municipal el inicio de obras en la ciudad. Sin duda la inversión social es lo primero, mejorar la calidad de vida de los menos favorecidos y demás proyectos que beneficien a la comunidad, pero la realidad es que lo único que perdura en la memoria del ciudadano del común son las obras de infraestructura. Aparecen pues varios frentes de trabajo en diferentes puntos de Manizales y lo primero que debe recordar la ciudadanía es que esto genera incomodidades, porque para realizarlas sin causar traumas tocaría llamar a Hechizada para que mueva la cumbamba. Los vecinos de las obras son quienes más sufren, pero a su vez quienes mayor valorización obtienen por las mejoras.

El bulevar de la avenida Santander ha sido un éxito desde su primer tramo, porque debido a nuestra agreste topografía la cuchilla por donde está trazada esa vía es la más apta y agradable para caminar. Emprenden ahora el tramo que va del Triángulo a Cristo Rey, por un costado, y esperemos que el invierno no retrase los plazos establecidos para entregar las obras. Porque la temporada de Navidad y ferias está encima y con la cantidad de carros que llegan a la ciudad para las celebraciones, el caos vehicular puede empeorar. Muchas críticas ha despertado el hecho de tener que robarle espacio a la calzada de la avenida, pero confío en que quienes diseñaron el proyecto tienen muy claro cuáles son las dimensiones establecidas para que el tráfico fluya sin inconvenientes.

En el barrio La Enea sí que va a lucir el bulevar, porque el movimiento comercial de la avenida Cumanday es impresionante. Me gustaría saber qué dice el director de Planeación municipal cuando pasa por allí y se percata de que todas las viviendas incumplen con las normas de urbanismo. Desde que al primer propietario se le ocurrió poner unas escalas metálicas en caracol para acceder al segundo piso y así poder utilizar el primero con fines comerciales, todos los vecinos copiaron la idea. A cualquier hora el sector parece en carnaval y en sus comercios consigue uno lo que necesite; además a muy buenos precios. Claro que allí fue necesario robarle casi todo el espacio al separador central de la avenida, lo que desluce el entorno y restringe la siembra de árboles ornamentales.

Por fin se le ve cara a la doble calzada Lusitania – La Playita, aunque todavía  faltan tramos y detalles. Ahora viene el resto de la vía, hasta el sector de la Estación Uribe, el cual esperamos se realice con celeridad y compromiso; porque si van a demorarse como ha sucedido con los dos kilómetros mencionados, esa obra no estaría terminada antes de la mitad del siglo. Ya está de un cacho el segundo puente de La Playita y la salida de Villamaría también empieza a coger cara. Lo que es inexplicable es que la dirección de tránsito no destine personal en las horas pico para que se encargue de organizar el tráfico, porque el atasco que se forma es monumental y al usuario no le queda sino armarse de paciencia, ya que la autoridad brilla por su ausencia. Al menos así pude comprobarlo una tarde que transité por la Panamericana, en la intersección de La Fuente, y las filas de carros eran interminables.

Es una prioridad conectar la Estación Uribe con el sector de Potro Rojo por medio de una doble calzada, para agilizar todo ese tráfico que utiliza la variante para evitar el paso por la ciudad. Desde el puente La Libertad hacia la salida para el Magdalena ya pueden verse algunas edificaciones demolidas, lo que hace pensar que están próximos a iniciar esa importante obra. Y es que transitar por allí se ha convertido en una tortura, porque el número de camiones que se dirigen a las diferentes empresas del sector causan congestión. El inconveniente siempre es la compra de predios, como ha sucedido con un vivero cercano a Lusitania y que aunque parezca increíble, esta es la hora que no han podido transar con el dueño.

Me pregunto cuál será el alcalde que sea recordado por sembrar árboles y fomentar la siembra de jardines en parques y zonas verdes. Hace muchos años se creó un concurso para premiar la vivienda con más flores y mi suegra ganó el primer premio por la frondosidad y el colorido de las plantas que adornaban el balcón de su casa en La Camelia. Recuerdo que recorrer los barrios residenciales era un espectáculo digno de verse, como lo es hoy en día visitar el barrio Estrella. En el parque central y todos los antejardines del vecindario sembraron gran cantidad de hortensias, lo que convierte el entorno en un lugar de ensueño. Ojalá otras comunidades copien la idea y así le empezamos a cambiar la cara a esta ciudad tan escasa de verde.
También adelantan trabajos detrás de Caldas motor y el cable que nos une con la vecina Villamaría está próximo a entrar en funcionamiento. De lo que no hay derecho, es que después de invertir una millonada en el cable que va hasta Los Yarumos no haya sido posible ponerlo a funcionar. Que digan quiénes son los responsables de semejante descalabro, porque de alguna manera tienen que pagar. (Hasta risa me produce esa última frase).

miércoles, noviembre 06, 2013

Salvavidas oportuno.


Nuestra generación será recordada por el privilegio de vivir una etapa de transición que cambió radicalmente a la humanidad. Claro que a nuestros abuelos les tocó experimentar en carne propia aquel adagio utilizado para definir los cambios impuestos por la tecnología, de la mula al jet, porque muchos de ellos experimentaron en su infancia el transporte en recuas por los caminos de herradura, en tanto que mayores pudieron viajar grandes distancias en aviones a propulsión.

Las innovaciones tecnológicas empezaron a imponerse desde mediados del siglo XX, pero a paso lento porque entre una novedad y otra podían pasar muchos años. Claro que entonces era un descreste ver un aparato de televisión, una batidora o una máquina de coser eléctrica, pero esos electrodomésticos duraban mucho tiempo sin que aparecieran nuevos modelos con cambios representativos y diseños novedosos. Años después en los hogares la radiola fue remplazada por el tocadiscos, la brilladora por la aspiradora, el procesador de alimentos complementó a la licuadora y al viejo transistor lo desplazó una grabadora con radio de varias bandas.

A finales del siglo pasado los avances en todos los campos de la ciencia y la tecnología eran notorios, pero a partir del año dos mil empezó una carrera entre las marcas más representativas y las personas no acabamos de asimilar una novedad, cuando aparece otra que relega la anterior y la torna obsoleta. Hace una década mi amigo Harry Vandenenden llegaba a las fiestas con su aparatoso equipo de sonido, el cual requería una camioneta para transportarlo, y grandes tulas repletas de álbumes que contenían discos compactos y videos musicales. Poco después nos sorprendió con el Nómada, un adminículo que podía almacenar dos mil canciones y las reproducía con un sonido espectacular; a la fiesta siguiente llevó el Zenit, con mayor capacidad y mejores características; después consiguió el primer iPod, el cual evolucionó en capacidad y además redujo su tamaño de forma considerable. Y los antiguos parlantes, en los que se podía bailar encima, fueron remplazados por unos diminutos y de excelente fidelidad; de igual manera mejoraron consolas y demás accesorios.

Ahora los menores se preguntan por qué nos alarmamos al verlos durante las vacaciones enclaustrados en la casa y sin hacer nada diferente a entretenerse con el juego electrónico, la computadora, el televisor, la tableta o el teléfono celular. Dicha preocupación no desvelaba a nuestros mayores, porque nos divertíamos de la misma manera que ellos y sus antepasados; con una cauchera, rodando de alguna manera por las pendientes, los bolsillos llenos de canicas, en una comitiva y las niñas jugaban a las muñecas y a la casita. Disfrutábamos el asueto desde el primero hasta el último día, y mientras pudiéramos no parábamos en la casa.

Pero así como tuvimos el privilegio de vivir una niñez maravillosa, también nos tocó experimentar la magia que ofrece la tecnología en la actualidad; y lo que falta por ver… Para un joven ahora no es novedad ver los cambios en las cámaras digitales o los teléfonos inteligentes, porque no conocieron las antiguas máquinas de retratar de rollo en blanco y negro, o aquel viejo teléfono negro, un mamotreto de disco que ocupaba sitio de privilegio en cualquier hogar. A muchos ni siquiera les tocaron los primeros teléfonos celulares, conocidos como “panelas”, esos  primeros aparatos que aunque parezca paradójico solo servía para hacer y recibir llamadas.

A quienes estamos próximos a ingresar en la tercera edad y tenemos olvidos y lagunas, nos llegó la tecnología como un salvavidas. Recuerdo que mi mamá mantenía una agenda pequeña, su libretica, donde anotaba todo sin ningún orden ni lógica; la dirección y el teléfono de un pintor, una receta de cocina, unas medidas para llevarle a la costurera, el adelanto que le hizo al carpintero, una lista de compras pendientes, el nombre de un remedio y mil cosas más que apuntaba en la primera página que abría. Entonces la llamaba su hermana Lucy para preguntarle los datos del pintor y empezaba ella a pasar páginas, mientras le conversaba para ocupar el tiempo, hasta que le daba risa nerviosa porque no podía encontrar el dato.

También se quejaba mi madre por desmemoriada; ¡dónde tengo la cabeza!, repetía a diario. Pues ahora cuento con recordatorios en varios aparatos electrónicos y si olvido cualquier dato, recurro a Google. Diccionarios y enciclopedias virtuales, traductor, fotos satelitales detalladas del mundo entero, procesador de palabras que facilita la escritura de una manera increíble. Ya no necesito tener libros de cocina, atlas y mapas en general, tablas de conversión, catálogos, textos y tantos libros que recogían polvo en las estanterías.

Después de leer un año en la tableta y de absorber textos como ratón de biblioteca, en estos días me regalaron un buen libro y a poco de empezarlo me sorprendí, cuando en cierto momento al no conocer el significado de una palabra le puse el dedo encima. Ya estoy acostumbrado a consultar de esa manera el diccionario en la tableta digital; además me hace falta el reloj, buscar en la red, la luz del monitor para leer en la noche, o agrandar la letra si no tengo las gafas a la mano. Ahora mismo termino de escribir y procedo a resolver mi crucigrama favorito, lo último que hago antes de cerrar este aparato.
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martes, octubre 29, 2013

¡Tiene que poderse!


Al recordar tantos conflictos sucedidos en el planeta desde que tengo uso de razón y ver que casi todos han tenido solución, siento desazón y angustia. No encuentro razón para que el nuestro parezca interminable y sin un final cercano, a pesar de los intentos para lograr una reconciliación entre las partes. Desde el inicio de las conversaciones en La Habana celebré el pacto de silencio por parte de los negociadores, compromiso que han incumplido los representantes de las FARC, mientras el gobierno cae en la trampa de ripostar y entrar en el debate abierto. Entonces empieza todo el mundo a opinar y a meterle palos a las ruedas del diálogo, y esa vaina así no funciona.

Es necesario insistir en que al tratarse de una negociación debemos estar dispuestos a hacer concesiones, tragarnos muchos sapos, reprimir odios y resquemores, y ceder hasta donde sea posible para alcanzar el éxito. Al no lograr finiquitar un conflicto armado con la derrota absoluta de una de las partes, no queda sino sentarse a negociar una paz que convenga a ambos contrincantes. Muchos insisten en que los guerrilleros no merecen sino bala y mano dura, pero olvidan que así podemos quedarnos otros cien años y la cifra de muertos y perjudicados sería lamentable. Una guerra de guerrillas en un país con una topografía como la nuestra, con grandes extensiones de selva y parajes olvidados, además de las milicias urbanas, es muy difícil de enfrentar. 

La gente se ofusca y ofende cuando se entera de las peticiones que hacen los representantes del grupo ilegal, una situación normal en cualquier tipo de regateo. Es común que al querer vender un carro que vale 25 millones yo pida 28, mientras el interesado ofrece 23. Entonces empieza el tira y afloje, hasta que llegamos al precio que ambos sabemos es el real. Por pedir o por ofrecer a nadie han metido a la cárcel y en cualquier negocio se acostumbra tirar el anzuelo a ver qué cae. De manera que no debemos aterrarnos por esas demandas y contraofertas, porque todo eso hace parte de lo que llamamos “barequeo”.

Tampoco es sano revivir el pasado y sacar a relucir todo el mal que esa guerrilla le ha causado al país, porque se trata de un borrón y cuenta nueva. Claro que no es fácil, y mucho menos para los directamente afectados, pero si no es así, olvidémonos del asunto. Existe una película que debería promocionarse en nuestro país, presentarse en colegios, universidades, salones comunales, teatros y cuanto recinto sirva para tal fin; lógico que la televisión pública debe repetirla cuantas veces sean necesarias y que los canales privados, así tengan que dejar por un día de emitir la basura que acostumbran, también le den difusión.

El título de la cinta es “In my country”, protagonizada por Samuel Jackson y Juliette Binoche, un par de periodistas que siguen de cerca el proceso de paz que logró acabar con el Apartheid en Sudáfrica. Un conflicto racial de varios siglos, cargado de atrocidades y sucesos que lo hacían parecer irreconciliable, encontró un final feliz después de mucho sacrificio y esfuerzo por parte de todos los implicados. El filme está centrado en las Audiencias de verdad y reconciliación que se celebraron en todos los rincones de esa inmensa nación africana, donde unos jueces internacionales hacían las veces de moderadores en unos encuentros realmente escalofriantes.

En todo tipo de recintos eran enfrentadas víctimas y victimarios para esclarecer los hechos y llegar hasta los más íntimos detalles de los diferentes crímenes. Por ejemplo los policías blancos encargados de los centros de detención y tortura detallaban cómo habían sometido a los negros a vejámenes y salvajadas, cómo estos lloraban y suplicaban por sus vidas, cuándo y cómo los asesinaron y dónde estaban enterrados sus cuerpos. De igual manera los negros que asaltaron la casa de un blanco relataban la forma como violaron a mujeres de todas las edades, de qué manera las asesinaron, cómo destruyeron todo y se ensañaron hasta con las mascotas.

Y en las salas se escuchaban llantos y lamentos, había insultos, y hasta trataban de agredirse, pero al final todos aceptaron que oír esos detalles era necesario para lograr superar el traumático pasado. Claro que perduran odios y resquemores, como el lógico, pero el paso del tiempo se encarga de difuminarlos. Estas secuelas pueden verse en la novela Desgracia del escritor surafricano J.M. Coetzee, premio Nobel de literatura, cuya trama refleja de forma precisa cómo esas heridas tardan en cerrarse y que tantos siglos de opresión y humillaciones pasan factura en cualquier momento.  

Se pudo en los Balcanes, en Nicaragua y El Salvador; son historia Las brigadas rojas, Los Montoneros y Sendero Luminoso; Camboya y Vietnam superaron sus pesadillas; los indios musulmanes se fueron a Pakistán y terminaron las pugnas tribales y religiosas; ETA y el IRA optaron por el diálogo; las primaveras árabes se solucionan una tras otra; en África muchos conflictos han visto su fin; y así son tantos los enfrentamientos superados.
Metámosle positivismo a los diálogos y que hagan una pausa durante el proceso electoral, porque enemigos de la reelección querrán torpedearlos, mientras el gobierno puede ceder demasiado con tal de sacarlos adelante. A ver si logramos alcanzar la paz, porque estamos mamaos de esta disputa tan…

Memorias de barrio (6).


La residencia que habitamos en el centro era un caserón típico construido a principios del siglo pasado, de los cuales aún quedan muchos en sectores tradicionales como Los Agustinos y El Hoyo. Lástima que tantos han desaparecido por el paso del tiempo, el comején y la humedad. Otra razón es que algunos propietarios, ante la imposibilidad de vender sus predios porque no pueden ser derribados por tratarse de patrimonio arquitectónico, resuelven no hacerles mantenimiento a ver si se caen; así pueden negociar el lote que a la larga es lo que vale. Y entonces remplazan esas bellas edificaciones con esperpentos que dan grima, a excepción de unas pocas que han sido adquiridas por entidades que tienen capacidad económica para restaurarlas.

Cuando en la década de 1920 el centro de la ciudad fue azotado por tres incendios, que se propagaron fácilmente por primar la madera en las construcciones, el gobierno nacional dio la mano a los damnificados con créditos blandos para recuperar sus propiedades. Para adelantar las obras contrataron una constructora gringa, la Ulen Company, y las edificaciones contaban con una vivienda en la parte alta y en los bajos, locales comerciales que aseguraran una renta al propietario. Así es la casa que fue de la abuela Teresita, al frente del Palacio Arzobispal por la carrera 23, en cuyo local quedaba el almacén Plumejía (fundado por mi abuelo, Pedro Luís Mejía), en el segundo piso apartamentos para alquilar y en el tercero vivía la familia; ahí sigue el edificio, aunque poco queda de su arquitectura original.

La casa que alquilamos estaba localizada en la calle 24, entre carreras 20 y 21; donde ahora queda el parqueadero del Inurbe. Vista desde afuera era imponente, por su gran tamaño y los balcones que daban a la calle, y al abrir la puerta de dos naves empezaban unas largas escaleras que llevaban al segundo piso; esas escalas eran basculantes, ya que en el pasado las familias tenían semovientes en el solar y para sacarlos a la calle procedían a levantarlas. Cuando alguien golpeaba la puerta bastaba asomarse al balcón a mirar quién era y luego abríamos al jalar una cuerda acondicionada para evitar la bajada. Al llegar arriba había un gran patio embaldosado, con marquesina y alrededor un corredor al que daban las alcobas. En el frente el salón, que tenía los balcones, al fondo el comedor, y hacia atrás la cocina, el patio de ropas y la habitación del servicio. De ahí bajaban las escalas para el patio y el sótano.  

Por esa época éramos siete hermanos, entre uno y diez años, y recién llegados nos sentimos frustrados porque estábamos enseñados a jugar en la calle. Vivíamos encerrados y la única entretención era meternos a un sótano lleno de trebejos y muebles viejos, cubiertos de polvo, telarañas y bichos de todo tipo. Escudriñamos todos los rincones, curioseamos los chécheres, superamos el miedo a la oscuridad y buscamos la forma de subirnos a las tapias para espiar los patios vecinos. Cuando mi mamá salía nos entreteníamos en los balcones que daban a la calle gritándole vainas a la gente, tirándoles agua o escupas.

Aparte de cocinera y entrodera mi mamá tenía la ayuda de una monjita, perteneciente a una comunidad que prestaba ese servicio y cuya sede quedaban en el barrio Versalles. Las repartían en una camioneta “Josefina” y hacían turnos de varios días porque trabajaban internas en las residencias. Hasta entonces habíamos hecho buenas migas con ellas, con decir que asistíamos a las fiestas marianas en el convento, pero esa empatía se debía más que todo a que los mayorcitos nos la pasábamos en la calle cuando vivíamos en residencias anteriores. Pero como allá la cosa era a otro precio, al poco tiempo la religiosa estaba a punto de coger el monte. Un día madrugó a lavar y almidonar el uniforme -hábito, manto, toca y demás perendengues-, y luego lo tendió en las cuerdas del patio; esa tarde quisimos agarrar una viga que había amarrada en la parte alta del sótano y debido a que nos falló el cálculo, cayó hacia el lado equivocado, reventó las cuerdas de la ropa y el latigazo desperdigó las sagradas prendas por medio vecindario. Bañada en lágrimas llamó para que fueran a recogerla y nunca más volvimos a verla; además, ninguna compañera quiso remplazarla.

Corría 1962 y nuestro mayor tesoro, el juguete preferido, eran unos retazos de madera que nos regalaba el carpintero que trabajaba en la construcción de la casa de La Camelia. Con esas tablitas armábamos estructuras, hacíamos carreteras para los carritos y demás entretenciones, hasta que una noche las usamos para formar un letrero que expresaba algo que anhelábamos: “Papá, llévenos al Ley”; porque acababan de inaugurar ese primer almacén por departamentos en la calle 19 y la novelería era total. Al otro día llegó mi padre temprano del trabajo y nos fuimos a conocerlo mientras nos chorreaba la baba al ver góndolas, estanterías y la maravillosa cafetería donde nos compraron buñuelos con chocolate.        

Otras veces salíamos a mirar vitrinas por la carrera 23 y una noche nos dieron la mayor sorpresa: fuimos a conocer el recién inaugurado Club Manizales, con bañada en la piscina caliente y comida de empanadas con gaseosa. Eso fue como llevar ahora unos muchachitos a Disneylandia.
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miércoles, octubre 16, 2013

Cortar por lo sano.


En el pasado las tribunas del estadio eran ocupadas por familias cuyo programa el domingo era asistir a fútbol. Porque todos los encuentros del campeonato nacional se jugaban ese día a las tres y media de la tarde y la única forma de seguirlos era desde la gradería, ya que no existía trasmisión por televisión. Los aficionados acostumbraban sellar el Totogol durante la semana y así el domingo, quienes no tenían la oportunidad de asistir a los encuentros, los seguían por radio para comprobar sus aciertos en la quiniela.

La asistencia al antiguo Fernando Londoño era en promedio tres cuartos del aforo y para promover el ingreso de familias casi siempre había ofertas para que las parejas entraran de gancho, descuentos especiales para los menores y demás paquetes atractivos. En un principio la única tribuna que tenía cachucha era occidental, construida en concreto, y tiempo después levantaron otra metálica en oriental; el resto era destapado pero con entradas a muy bajo precio. En norte estaba la tribuna de Gorriones, pequeñines de escasos recursos que ingresaban gratis si pasaba sin agacharse por debajo de una barra que servía como rasero; ellos entraban por una puerta especial localizada en ese sector.

Entonces sólo existían el estadio, el coliseo mayor, el club de tenis y una piscina olímpica que construyeron tiempo después en el sector donde queda ahora el coliseo menor; por cierto, la piscina nunca funcionó. Esa unidad deportiva estaba cerrada por un muro de ladrillo que subía por la avenida Lindsay, recorría la recta del coliseo y bajaba hasta donde queda ahora el cuartel de bomberos, para conectar de nuevo con el estadio. El domingo desde temprano los carabineros patrullaban la zona para evitar que los muchachos saltaran el muro y se escondieran en los matorrales, para colarse en las tribunas al momento de empezar el partido.

Algunos chinches se trepaban a los árboles de la avenida Lindsay para patearse el partido desde allí, y otros aficionados se acomodaban en un sector de la Universidad Nacional, desde donde empinados alcanzaban a ver la cancha. El ambiente era festivo, no era común que aficionados de otras ciudades se desplazaran para apoyar al equipo visitante, excepto cuando se trataba del clásico regional con el Deportivo Pereira, y aparte de algún bonche a trompadas en la tribuna que terminaba cuando sacaban a los implicados, ningún peligro amenazaba a los asistentes. Vendían cerveza en vasos de cartón y las viandas que se ofrecían en el medio tiempo tenían mucha acogida entre los asistentes.

Muy distinto ese panorama al que se vive hoy alrededor del fútbol. Pocos se atreven a llevar sus familias al estadio por miedo a los bochinches que se forman, tanto dentro como afuera, verdaderas batallas campales donde solo queda correr para evitar salir damnificado. En las tribunas populares los fanáticos saltan durante horas, muchos sin camisa, agitan las manos al ritmo de los cánticos, y al anotar su equipo un gol empiezan a correr arriba y abajo por la gradería como si fueran a convulsionar. Sudan, gritan, volean las camisetas, ondean banderas, se trepan en barreras y separadores, y amenazan a los hinchas contrarios con odio y ferocidad. Pululan las drogas y el alcohol, y ante cualquier desavenencia aparecen garrotes y puñales que utilizan sin ningún recato.

Los integrantes de las barras bravas, sin importar qué equipo siguen, son idénticos: visten de manera similar, tienen el mismo tono de voz y coinciden en el léxico, se motilan de la misma manera, usan aretes, tatuajes y basta verlos caminar para reconocerlos. Después de ponerse la camiseta y juntarse con los parceros, se envalentonan y creen tener licencia para hacer lo que les dé la gana; no respetan normas, roban, destruyen, insultan, atropellan y desahogan todo el odio y el resentimiento que acumulan. Me quedó grabada una imagen sucedida frente a mis ojos, cuando varios seguidores del Once Caldas que salían de fútbol se echaban vainas y en cierto momento uno de ellos, un mocoso imberbe, sacó un cuchillo de la pretina y sin decir palabra se lo enterró a otro en la espalda.

Sin duda el problema se salió de madre y veo muy trabajoso eso de “educar” a estos desadaptados. Porque convirtieron dicha actividad en un modo de vida, además de poseer mentes huecas que no les permiten ver a más allá de sus narices. En Europa solucionaron el problema al controlar con cámaras especiales la entrada a los estadios, además ellos nos llevan mucha ventaja en cuanto a civilización. Me pregunto por qué el fútbol despierta este fanatismo desbordado, mientras en deportes más violentos como el rugby o el boxeo no son comunes las chichoneras.

Se requieren medidas drásticas y cuando proponen suspender el campeonato de fútbol no debemos aterrarnos. Cortar por lo sano, así paguen justos por pecadores, porque es absurdo que un joven salga para el estadio y termine etiquetado en la morgue. Y a quienes parezca descabellada la idea, que se pongan en los zapatos de quienes viven en los alrededores de los estadios o imaginen que el próximo muerto sea un miembro de su familia. Y con la calidad de fútbol que se juega en nuestro país, sería saludable un revolcón; sanear cuentas, combatir mafias, acabar con las roscas y podar todos esos troncos.  

miércoles, octubre 09, 2013

Evolución del matrimonio.


Me da golpe cuando oigo a una señora decir que su marido es machista porque no recoge la ropa sucia ni ayuda a lavar los platos. Tal comportamiento tiene que ver más con la forma como lo criaron, porque la mamá es la encargada de inculcarnos esas cosas desde chiquitos: tender la cama, poner la mesa, hacer mandados y ayudar en la cocina. Algunos mayores creen que exigirle a un niño ese tipo de responsabilidades es un abuso y entre los campesinos es común que el hijo varón no haga ningún tipo de oficio en la casa, porque puede volverse afeminado. Lo increíble es que hoy en día los muchachitos, de ambos sexos, crecen sin saber preparar un huevo frito.

Las que se quejan del machismo ignoran la historia, no han leído, ni se interesan por otras culturas y costumbres. Porque después de conocer cómo se ha subyugado a la mujer a través de los siglos, que un hombre deje los calzoncillos tirados en el baño es una minucia insignificante. Claro que todavía se acostumbra golpear a las mujeres, abusar de ellas y menospreciarlas, práctica arraigada en los estratos bajos y el campesinado, pero a la mayoría nos tocó una generación donde la mujer exige igualdad de condiciones; sin duda la posibilidad de educarse y trabajar les da independencia, a diferencia de antes que muy pocas podían separarse del marido porque se las tragaba la tierra. Qué decir de otras religiones y tradiciones tribales, donde la mujer es propiedad del esposo.

En épocas pasadas el papel de la consorte era secundario y estaba confinada al hogar. Debía administrar la casa, educar los hijos, acudir a la iglesia, coser, preparar viandas y delicias, controlar al servicio y estar dispuesta a complacer al marido cuando este lo dispusiera; nada de dolor de cabeza ni demás disculpas. Salía de un embarazo, pasaba la dieta y arrancaba para el próximo. Muchos señores tenían amante, con quien daban rienda suelta a su fogosidad, y acostumbraban rematar las tertulias de amigos en una casa de citas.

Ahora los jóvenes no necesitan recurrir a prepagos ni guarichas porque las amigas lo aflojan sin misterios, y lo mejor, no necesitan estar enamoradas. Para ellos el sexo no es tabú y abordan el tema sin tapujos ni malicia. Muy diferente a como nos tocó a nosotros, que ni en el colegio ni en la casa nos nombraban el tema; aprendíamos con los amigos mientras se nos salían los ojos ante una revista Playboy. Después, a calmar la naturaleza con la mano o donde las mujeres de la vida. Otra costumbre actual es convivir en pareja durante un tiempo antes de tomar la determinación de casarse y tener hijos, lo que resulta práctico y efectivo, porque ambos pueden evidenciar si escogieron a la persona ideal y están preparados para comprometerse.

Aunque unas por otras, porque mientras un marido de antaño podía llegar a la casa al amanecer, jincho de la perra y con el pelo revolcado, y la mujer ni siquiera se atrevía a preguntar dónde andaba porque era el señor de la casa y por lo tanto podía hacer lo que le provocara, ahora los mantienen controlados al minuto y darse una escapada para echar una cana al aire es prácticamente imposible. Para no ir muy lejos, nosotros podíamos perdérnosle a la novia e inventar cualquier disculpa, y a ellas les tocaba tragar entero porque no tenían manera de confirmarlo. Ahora los avances en las comunicaciones tienen jodido a más de uno, porque una mujer celosa no se contenta sólo con que responda el teléfono, sino que exige que el fulano se conecte a la red y muestre el entorno donde se encuentra. Ya no pueden contestar desde el amoblado y decir que están en la oficina.

Una justificación para la infidelidad de los hombres puede ser que hay mucha diferencia en la calentura de ambos cónyuges después de unos años de matrimonio; mientras el marido siempre está con ganas y no desperdicia oportunidad para entucar, la señora busca disculpas e inconvenientes para evadir el encuentro. Conozco a una pareja muy querida que enfrentó una crisis por un desliz del marido, y ella quiso superar lo sucedido al planear una celebración inolvidable del aniversario de bodas que estaba próximo. El día señalado llegó el hombre cansado del trabajo y cuando se disponía a recostarse para ver el noticiero, la mujer le dijo que no se acomodara porque saldrían a comer afuera; sin los niños.

Mientras disfrutaban la velada él no veía la hora de irse porque el sueño le podía. Camino a casa la mujer lo hizo desviar y después de algunas señas, fueron a parar a un amoblado en las afueras de la ciudad. El tipo trataba de mostrar entusiasmo y después de parquear, ella lo hizo esperar un momento; luego lo llamó y al entrar en la habitación, la encontró en medio de un ambiente cubierto de pétalos de rosa y envuelta en un abrigo de piel que dejaba entrever que no llevaba nada debajo. Entonces ella, en un gesto como si quisiera abrirse el abrigo de un tirón, lo instó a que adivinara cuál era la sorpresa que le tenía. Él no pudo disimular su estupor y por responder algo dijo: Eeeeeh… ¿Las chicas águila?
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miércoles, octubre 02, 2013

¿Autoridad sin autoridad?


El ideal de la convivencia es que todos respetemos las normas, las acatemos y cumplamos con nuestros deberes como ciudadanos de bien, lo que redunda además en que podamos contar con los derechos que nos corresponden. Sin embargo debemos reconocer que todos, en mayor o menor grado, nos pasamos las reglas por la galleta y al sumar todas esas contravenciones se forman el caos y el desorden. Y es que así uno trate de no salirse ni un pelo del camino recto, se presentan casos desesperados que nos tientan a recurrir a alguna triquiñuela que nos saque del apuro.

Que alce la mano quien no haya violado alguna vez una ley de tránsito, se haya colado en una fila, que no sepa lo que es “untar” a un policía, influir para obtener beneficios, hacer uso de palancas y recomendaciones, o evadir impuestos, entre muchas otras infracciones cotidianas. Por más recta que se considere una persona, en alguna época de su existencia cruzó la línea de la ilegalidad, así sea en asuntos baladíes. En nuestro medio el contador público es requerido para llevar cuentas, pero sobre todo para encargarse de que el cliente pague lo menos posible por concepto tributario; lo que llaman “capar” impuestos. Claro, como todos sabemos adónde va a parar la recaudación.

Una sociedad organizada y respetuosa existió en la mente de Tomás Moro y su obra Utopía, pero la realidad es que el ser humano cada vez es más torcido y ventajoso. El desorden impera y en muchos casos son los mismos dirigentes quienes dan mal ejemplo; autoridades corruptas, jueces amañados, funcionarios malhechores y políticos insaciables. Si la sal se corrompe… Una sociedad donde todos cumpliéramos las normas no necesitaría policías ni soldados, guardas de seguridad, auditores, jueces o magistrados, censores y demás autoridades.

Durante mi niñez existía el policía de barrio, quién recorría el vecindario en una bicicleta grande y pesada, de esas de frenos de varillas y parrilla atrás, y ante el escaso trabajo se dedicaba a enamorar mantecas. En cada esquina tenía un entronque y muy elegante con su uniforme de paño y la gorra bien puesta trataba de disimular las gotas de sudor que le chorreaban, debido al esfuerzo de pedalear en semejantes faldas. Si por cualquier pilatuna algún vecino nos amenazaba con llamar al policía, salíamos despavoridos como si nos hubiera nombrado al mismísimo demonio.

A la patrulla le decíamos la bola, una camioneta grande con dos puertas atrás para meter los presos y un estribo donde viajaban los agentes como si fueran bomberos; al que agarraban lo llevaban a La Permanencia, localizada en el barrio Los Agustinos donde construyeron años después el Terminal de Transporte. Ya durante nuestra adolescencia tuvimos algunos encontrones con la ley, cuando nos metíamos en un tropel o si al amanecer tratábamos de hacer conejo en algún metedero. Las patrullas estaban tripuladas por varios policías bajo el mando de un teniente, casi siempre un zambo fantoche de botas hasta la rodilla y gafas oscuras, así fueran las tres de la mañana. Los llamamos tombos, polochos o aguacates, y no conocíamos esos rangos de ahora: patrullero, intendente, dragoneante, alférez, etc.

Claro que la ciudadanía en general obedecía sin rechistar ante los uniformados. A nadie se le ocurría insultarlos, empujarlos y mucho menos levantarles la mano; por el contrario, al muy alzado le pateaban el fundillo, dos bolillazos y a la patrulla. Por ello me asombra ver ahora cómo la gente le perdió el respeto a la policía; en las manifestaciones se tiran piedras de ambos lados, como en aquellas batallas de terrones de nuestra niñez. Detienen a un fulano en un retén y sin pensarlo se baja del carro y arremete a puños contra el policía. Cualquiera los insulta, les manotea, los amenaza y hasta llegan a dispararles.

Qué podemos esperar de una sociedad descompuesta que ya ni siquiera respeta la autoridad. Los vándalos que se disfrazan de aficionados al fútbol y componen las llamadas barras bravas, se sienten con patente de corso para delinquir a su antojo. Destruyen lo que encuentran, manchan las paredes con grafitis, andan armados y amenazan a las personas de bien para que les den dinero. Eso es una vagabundería. Y los universitarios, que como cualquier ciudadano tienen derecho a disentir y protestar, que lo hagan sin encapucharse ni atentar contra los demás.

Lo triste es que se ha perdido la credibilidad en la ley por la corrupción que impera, con los tenebrosos falsos positivos como ejemplo tangible, y mucha gente prefiere no llamar a la policía ante cualquier inconveniente porque piensan que les puede ir peor. Claro que hay abusos de autoridad, mafias que permean a policías y militares, comportamientos reprochables y demás anomalías, pero no podemos estigmatizarlos a todos por culpa de unos pocos. Se presentan casos como el del joven que asesinaron en Bogotá porque pintaba grafitis de manera ilegal, crimen que no han podido aclarar, pero tampoco es para que el papá del muchacho diga que el zambo desarrollaba el libre derecho a la personalidad, además de practicar su arte.

Las leyes hay que cumplirlas porque de lo contrario terminaremos sumidos en el caos y la anarquía, y que cada quien se encargue de acatarlas y respetarlas aunque sea su conciencia la única en reconocérselo. 

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miércoles, septiembre 25, 2013

La condición humana.


Mucha tinta ha corrido acerca del tema de la condición humana, el mismo que abarca todo lo que tiene que ver con la manera de comportarnos los seres racionales. Filósofos, pensadores, intelectuales y demás personajes le han metido el diente a la cuestión, y aunque cada uno de ellos expone sus puntos de vista, las conclusiones no varían mucho de unos a otros. El asunto es pariente cercano del existencialismo, al cual es mejor no echarle mucha cabeza porque no vuelve uno a pegar el ojo, es muy posible que se le corra la teja y arriesga terminar el ciclo vital con “…dos huequecillos minúsculos en las sienes…”.

Ya en la vida diaria es común que al conocer otras culturas, bien sea en persona o a través del cine, la televisión o la literatura, nos llame la atención cómo la gente del otro lado del mundo se comporta de manera muy similar a como lo hacemos nosotros. Claro que varían las costumbres y muchas otras cosas, pero hay conductas que son comunes del ser humano; y así ha sido a través de la historia sin importar la época o el contexto. Desde que tenemos uso de razón oímos refranes, dichos y expresiones, muchos de los cuales creemos que son exclusivos de nuestro entorno, pero cuál será la sorpresa cuando los escuchamos en boca de un habitante de Suecia, Egipto o Singapur.

De igual manera en cualquier rincón del planeta hay personas con diferentes modos de ser, lo que desvirtúa esa manía que tenemos los humanos de estigmatizar a los demás. En todas partes hay gentes buenas y malas, perezosas y emprendedoras, simpáticas y antipáticas, corruptas y honestas…; y aunque en cada lugar imperan ciertas características, ello no quiere decir que todos sus habitantes sean cortados con la misma tijera. El proceder de los seres racionales está basado en cualidades y defectos, que son innatos en todos, y según las características de cada quien puede definirse su personalidad.

Una diferencia que tenemos con el resto de animales es la ambición, sobre todo cuando es desmedida. Porque un felino recién alimentado no ataca otra presa hasta sentir hambre de nuevo; y las ardillas acopian frutos secos como reserva para el invierno, pero no guardan más de las necesarias. En cambio muchos hombres nunca están satisfechos, siempre quieren más, no piensan en otra cosa distinta a acumular, viven para multiplicar sus haberes. Un ejemplo de la diferencia en cuanto a la ambición de las personas puede verlo hace poco.

Los progenitores del ciclista Nairo Quintana, una pareja de campesinos boyacenses humildes y decentes, alcanzaron reconocimiento nacional gracias a los triunfos de su hijo. Cierta mañana llamaron de la W Radio a don Luis, el papá del pedalista, y después de conversar un rato con él, Julio Sánchez dijo saber que en la tienda del señor Quintana estaban muy mal de televisor, y que estaba seguro de que un oyente estaría dispuesto a solucionarle el problema. El señor, en vez de aprovechar la oportunidad, se limitó a decir que solo aspira a una ayuda para gestionar la pensión, ya que debido a la edad y a su condición de discapacitado no ha podido conseguir empleo. Que de resto no necesita que le regalen nada.

En otro programa radial le oí a Hernán Peláez que el nuevo propietario de El Tiempo, Luis Carlos Sarmiento Angulo, resolvió entregar el parqueadero de la empresa a una compañía que administra ese tipo de servicio para empezar a cobrarles a los empleados. Ciento veinte mil pesos mensuales cuesta el derecho a guardar el vehículo en el sitio que toda la vida utilizaron sin ningún costo, un valor que no será representativo para el ejecutivo que gana un abultado salario, pero que para el empleado medio, quien apenas sobrevive con el sueldo que recibe, representa un gasto que no puede permitirse. Entonces no le queda sino vender el carrito que consiguió con tanto esfuerzo y volver a la tortura que representa el transporte público.

Un personaje como Sarmiento, con ochenta años de edad y una fortuna que lo posiciona entre los más ricos del continente, para qué carajo quiere esquilmarle a sus empleados una chichigua que a él ni le quita ni le pone; el viejo puede tener siete vidas, como los gatos, y así no mueva un dedo en el futuro no será capaz de gastarse su fortuna. Seguro la medida no la tomó él sino un yupi de esos que nacieron sin hígado, pero al enterarse del asunto pudo echarlo para atrás. Pero no, la idea es mostrar resultados, engrosar los activos, aumentar las utilidades, amasar fortuna.

Todo extremo es vicioso, reza el dicho popular. Y así como la ambición es innata en el hombre y lo anima a trazarse metas, a buscar bienestar y holgura económica, dedicar todo su esfuerzo a conseguir más y más es una forma de desperdiciar la vida. Porque muchos se mueren sin tener la oportunidad de disfrutar lo que con tanto sacrificio consiguieron; parece que la gente olvidara que a nadie lo entierran con sus posesiones y que lo único que dejan son rencillas entre una descendencia que disputa por la herencia. En estos casos recuerdo el sabio consejo que daba don Pablo Arbeláez a sus hijos: Sean, pero no muy.
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martes, septiembre 17, 2013

Émulo de Ícaro.


Desde pequeños los niños dicen qué quieren ser cuando grandes. Diversas son las profesiones preferidas, pero un buen amigo de la juventud decidió desde sus primeros años que lo suyo era volar. Y no soñaba sólo con ser piloto, sino que lo atraía cualquier tipo de modalidad que le permitiera mirar el mundo desde arriba. Por aquella época no eran comunes el paracaidismo, el parapente o los ultralivianos, de manera que le tocó desafiar las alturas de manera muy diferente.

Y es que Gabriel Ángel Uribe, Marucha, era adicto al peligro. Tanto riesgo truncó su existencia a temprana edad, pero fueron muchos los sustos que nos hizo pasar con sus locuras y extravagancias. Ahora descubro que él adoraba era sentir la adrenalina y que habría disfrutado mucho con tantos deportes extremos que se practican en la actualidad. Marucha tenía una personalidad fuerte, era tímido con las mujeres, buen amigo, aunque bravo, y facilito se le saltaba la piedra y se agarraba a puños con quien fuera.

Cierto día mientras disfrutábamos del recreo en el colegio Gemelli, hablamos de la Catedral Basílica y alguien le dijo a Gabriel que él no era capaz de pararse en la baranda del Corredor Polaco, localizado en lo más alto de la aguja central (no tenía la reja que lo protege ahora). Como el hombre no se dejaba carear aceptó de inmediato, nos volarnos del colegio y fuimos a corroborar la hazaña. La catedral tenía una puerta que permanecía abierta, por la calle 22, y no era necesario pedir permiso para subir; además, el tramo al aire libre que recorre los techos de las naves carecía de protección, ni siquiera pasamanos tenía, y debía hacerse con cuidado porque los escalones permanecían cubiertos de lama y musgo. Las escaleras que suben por la torre central eran de madera y muchos tramos presentaban desperfectos.

Subimos convencidos de que Marucha se iba a mamar, pero el hombre sin dudarlo se trepó a la baranda y empezó a caminar alrededor. Nosotros tratábamos de escondernos detrás de la aguja para no verlo, pero él saltaba como un acróbata; acto seguido, procedió a colgarse con las manos por la parte de afuera de la barandilla. En esas miramos hacia abajo y la gente nos señalaba, hasta que oímos una sirena que se acercaba. Bajamos a las carreras y nos escondimos en la base de una de las torres menores, y cuando subió un grupo de bomberos y policías, aprovechamos para escabullirnos antes de que nos pillaran.

Llegó por esos días la revista Mecánica Popular con algo novedoso: planos e instrucciones para fabricar un ala delta, conocida entonces como cometa. Marucha con algunos compañeros consiguieron los materiales y procedieron a armar su primer objeto volador. Para ensayarla se lanzaban desde pequeños cerros pero ninguno lograba alzar vuelo, hasta que uno de ellos se fracturó un brazo en el intento. El aparato quedó averiado pero pronto lo repararon y como Gabriel decía que se le medía a lo que fuera, lo retamos a que lo hiciera desde el barrio Chipre hacia La Francia. No lo dudó ni un momento y nos citamos el sábado por la tarde frente al edificio de piedra.

Llegó muy cumplido, armó la cometa, se caló el casco y apenas sintió algo de viento se aventó, pero fue a parar contra unos árboles que había a pocos metros. Sentimos pánico porque nunca pensamos que se atreviera, entre otras cosas porque no tenía experiencia y ni siquiera sabía gobernar el aparato. Pues subió de nuevo, asustado pero decidido, se acomodó y sin titubeos emprendió vuelo hacia un destino incierto para todos. Nadie decía una palabra y aterrados veíamos cómo volaba directo hacia el colegio Filipense, donde parecía que iba a chocar contra el edificio y seguro moriría en el accidente. Pasó rozando la azotea del colegio y cayó enseguida en el techo de la casa de doña Carlota Arango de Mejía, donde pegó varios brincos para amortiguar el aterrizaje y luego cayó en un patio interior. La casa estaba ocupada por una pareja de cuidanderos que salieron a la calle despavoridos mientras gritaban que había caído un marciano del cielo; porque Gabriel era bien feo y con ese casco parecía la Hormiga Atómica.

También acostumbraba recorrer caminando en las manos la baranda de cemento que hay en la Avenida Santander, en el sector de Vizcaya, y cuando tuvo moto, nos insistió un día para que le ayudáramos a subirla para hacer el mismo recorrido montado en ella; como lo conocíamos decidimos no acolitarle. Su sueño infantil se realizó y después de hacer el curso de aviación consiguió trabajo de copiloto en ACES. Pero como lo que le gustaba era el peligro y la aventura, se asoció con mi primo Álvaro Arango y compraron una ruina de avioneta por unos pocos pesos; con paciencia la arreglaron, le cambiaron piezas y la pusieron a volar, y aún siento escaramucia al recordar las locuras que hacían en ese pajarraco.  

Un sábado a finales de 1978 Álvaro fue a ensayar la avioneta que recién salía de reparación y en ese momento aterrizó Gabriel, quien laboraba ese día. Aprovecharon ambos para hacer un vuelo de prueba y quedaron estampillados en las cercanías del aeropuerto La Nubia. Eso se llama morir en su ley.
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miércoles, septiembre 11, 2013

Memorias de barrio (5).


Pasado un tiempo en Villa Julia, localizada en las afueras de Villamaría, ya no era solo mi madre quien estaba aburrida de vivir por allá tan lejos, pues algunos de nosotros ya creciditos preferíamos la ciudad porque aquí estaban los amigos y los programas habituales. Hasta que un pariente ofreció a mis padres una casa en alquiler a muy buen precio, con la gran ventaja que así regresábamos al barrio que añorábamos, La Camelia; de manera que sin pensarlo dos veces procedimos a corotiarnos. Por haber residido en ella unos extranjeros la conocíamos como la casa de los gringos y queda exactamente donde llegan las escalas que bajan desde la antigua entrada al Batallón Ayacucho, en la avenida Santander.

La vivienda estaba un poco aislada porque en toda la cuadra, aparte de cuatro casas que había en la esquina, solo existía la residencia de don Marco Estrada; el resto eran lotes enmalezados que disfrutábamos en nuestros juegos. La calle que hoy en día baja hacia la nueva entrada del batallón, era un camino de tierra transitado por las familias de algunos oficiales que habitaban unas edificaciones localizadas en la parte de abajo del cuartel. Cuando el camino llegaba al plan seguía paralelo a un hermoso lago, donde los soldados recibían sus visitas el fin de semana; allí podían pasear en canoas, rodeados de imponentes árboles y gran cantidad de patos y gansos.

En aquella época el predio del ejército contaba con un cerco común, de tres hilos de alambre de púas, para delimitar su terreno. Nosotros cruzábamos ese alambrado cuando queríamos y nos movíamos por todo el recinto sin que nadie lo impidiera; un programa diario era ir a darle vuelta a dos felinos que tenían en una jaula que había media cuadra más abajo de la entrada principal. Otras mascotas de la tropa eran un mico y una danta, o tapir americano, que recorrían el vecindario y se metían en las casas sin ningún recato. Unos animales que causaban estragos eran las vacas de don Manuel López, el dueño de la tienda Milán, porque recorrían el barrio y se comían las plantas de los antejardines. Esas vacas transitaban a diario por los costados de las escalas que separaban a nuestra casa del batallón, cuando las trasladaban desde los potreros donde hoy está el barrio Sancancio, para ordeñarlas en la tienda localizada al frente del cuartel; el lugar tenía fama por las postreras con porción de torta que ofrecía en su vitrina.

Nosotros subíamos por las escalas para ir a comprar mecato en la tienda y era común que los reclutas que estaban detenidos en los calabozos, ubicados en el sótano de la guardia, nos pidieran que les compráramos cigarrillos. Por fortuna nunca accedimos porque cierta vez el hijo de la cocinera de una casa del barrio, quien se prestó para el mandado, fue detenido por los soldados, lo tusaron, le dieron una pela y lo bañaron con agua fría. Sobra decir que el negrito cogió escarmiento y todos quedamos advertidos. Otra pilatuna común era meternos en unas trincheras que tenían en los alrededores y que utilizaban para sus prácticas y entrenamientos, donde encontrábamos gran cantidad de vainillas de balas de fusil, las cuales vendíamos en el colegio para utilizarlas como pito al soplar con fuerza dentro de ellas.

Imagino que entonces quien sufriera de insomnio pasaría malos momentos, porque los centinelas que hacían turno durante la noche en las diferentes garitas de guardia se reportaban al golpear fuertemente dos fierros, y el número de golpes correspondía a la hora; por ser un entorno campestre había mucho silencio y por lo tanto podían oírse los toques de varias casetas, y entonces por ejemplo a las doce de la noche el ruido era molesto. A las cinco de la mañana retumbaba la diana y prontico podían sentirse los reclutas cuando se dirigían a la primera formación del día en la plaza de armas.

Quienes habitábamos en el barrio convivíamos con la tropa y llegaba a tanto la confianza, que una tarde mi mamá se agarró con la entrodera y le ordenó que se largara de la casa. Como la mujer se negaba mi madre le solicitó al sargento de la guardia que le prestaran unos soldados, quienes la acompañaron y desalojaron a la renegada mujer. Durante el día los pelotones de reclutas recorrían las calles mientras repetían estribillos que les marcaban el paso al trotar y también era común que la banda de guerra, a quienes llamábamos chupa cobres, hiciera sus ensayos mientras transitaba por el barrio.

A diferencia de ahora, que el vecindario se incomoda con el ruido procedente del polígono de tiro, entonces nada nos molestaba del castrense vecino. Hace muchos años hubo problemas porque al escaparse un preso del calabozo los guardianes disparaban indiscriminadamente, por fortuna sin herir nunca a nadie, situación que solucionaron al cambiar el sitio de reclusión. Aunque gran parte de mi vida he residido al lado del batallón, en 1986, cuando estábamos todavía nerviosos por la reciente erupción del volcán Arenas, habitaba en un apartamento distante ocho cuadras del cuartel. Una mañana muy temprano explotó el polvorín del acantonamiento y de haber sucedido en la actualidad, quienes habitamos este sector de la ciudad habríamos quedado como el prócer aquel: en átomos volando.
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