Para nosotros siempre, sin importar
edad o el grado que cursáramos, fue motivo de felicidad el día que salíamos a
vacaciones. Muy diferente al presente, que para los padres de familia es un
problema porque no saben qué programa inventarse para entretener a su prole; y
los chinos se jartan encerrados en la casa, hasta llegar al punto de añorar el
regreso a clases. Inaceptable para mi generación esa actitud, ya que por el
contrario no regalábamos un solo día de nuestro derecho al descanso.
Esperábamos con ansias el momento
del asueto y según la edad los gustos variaban. En la etapa de la adolescencia optamos
por la pesca y la caza en tierras de la familia de uno de los miembros de la
barra, una hacienda ganadera localizada a cuarenta kilómetros de La Dorada. Seis
amigos conformábamos el grupo y lo primero era visitar la oficina de nuestro
anfitrión, donde él resolvía quienes debíamos motilarnos para recibir su
autorización; cumplidas sus órdenes nos regalaba una caja llena de anzuelos y
aparejos para la pesca, además de generosa munición para rifles y escopetas.
En la finca abrían nuevos potreros
y mientras crecía el pasto aprovechaban para sembrar una roza, pero las
ardillas, tórtolas y loras invadían como plagas para tragarse las apetitosas
mazorcas y ahí entrábamos nosotros, quienes armados con escopetas las
tumbábamos por docenas. Nada se decía entonces de ecología, medio ambiente o
derechos de los animales.
En varios costales empacábamos el
campamento, una carpa amplia y cómoda, el fogón de gasolina, marmitas,
cubiertos y demás menaje. Cualquier madrugada le poníamos la mano a un camión
de los que van a recoger ganado al Magdalena medio y por unos pesos algún chofer
nos recogía. Como pollitos debíamos arrumarnos para pasar la cordillera porque
el frío era brutal y apenas despuntaba el día llegábamos al puerto caldense. A
conseguir la carnada, lombrices capitanas gruesas como dedos pulgares, y otras
diligencias, para montarnos en la chiva que salía para Victoria; después de una
hora de viaje nos bajábamos en Isaza, conocido como El 30, donde en la tienda
de don Modesto conseguíamos de todo. La compra era básica y ‘modesta’, porque
la idea era alimentarnos de lo que lográramos pescar y cazar.
Llamábamos entonces a la finca por
radioteléfono para que mandaran el tractor con remolque, al que nos trepábamos
con los corotos para recorrer los 7 kilómetros que faltaban para llegar a la
casa, localizada a orillas del río Pontoná. Esa primera noche dormíamos allá y
recuerdo que en una de esas idas a la casa vieja, esta servía de bodega para
almacenar una cosecha de maíz. Nos acostamos a dormir, mamaos, pero al rato
sentimos muchos ruidos y resolvimos prender una linterna, para toparnos con una
invasión impresionante de ratas; como de película de terror. Figuró armar la
carpa a media noche, bajo la lluvia, en un pantanero al lado de la casa.
Al otro día madrugamos a tomar Milo
con leche recién ordeñada y después a cargar las mulas con el equipaje, debíamos
echar pata durante una hora para llegar al otro extremo de la finca, donde en
la confluencia de los ríos Pontoná y La Libertad armábamos el campamento en un
pequeño cerro donde había saladero y palo de limones; el sitio era estratégico
porque si llovía mucho amanecíamos aislados, con el ganado, y por la inundación
no se veían ni los cercos.