Mucha tinta ha corrido acerca del
tema de la condición humana, el mismo que abarca todo lo que tiene que ver con la
manera de comportarnos los seres racionales. Filósofos, pensadores,
intelectuales y demás personajes le han metido el diente a la cuestión, y
aunque cada uno de ellos expone sus puntos de vista, las conclusiones no varían
mucho de unos a otros. El asunto es pariente cercano del existencialismo, al
cual es mejor no echarle mucha cabeza porque no vuelve uno a pegar el ojo, es
muy posible que se le corra la teja y arriesga terminar el ciclo vital con “…dos
huequecillos minúsculos en las sienes…”.
Ya en la vida diaria es común que
al conocer otras culturas, bien sea en persona o a través del cine, la
televisión o la literatura, nos llame la atención cómo la gente del otro lado
del mundo se comporta de manera muy similar a como lo hacemos nosotros. Claro
que varían las costumbres y muchas otras cosas, pero hay conductas que son
comunes del ser humano; y así ha sido a través de la historia sin importar la
época o el contexto. Desde que tenemos uso de razón oímos refranes, dichos y
expresiones, muchos de los cuales creemos que son exclusivos de nuestro entorno,
pero cuál será la sorpresa cuando los escuchamos en boca de un habitante de
Suecia, Egipto o Singapur.
De igual manera en cualquier
rincón del planeta hay personas con diferentes modos de ser, lo que desvirtúa esa
manía que tenemos los humanos de estigmatizar a los demás. En todas partes hay
gentes buenas y malas, perezosas y emprendedoras, simpáticas y antipáticas,
corruptas y honestas…; y aunque en cada lugar imperan ciertas características,
ello no quiere decir que todos sus habitantes sean cortados con la misma
tijera. El proceder de los seres racionales está basado en cualidades y
defectos, que son innatos en todos, y según las características de cada quien
puede definirse su personalidad.
Una diferencia que tenemos con el
resto de animales es la ambición, sobre todo cuando es desmedida. Porque un
felino recién alimentado no ataca otra presa hasta sentir hambre de nuevo; y las
ardillas acopian frutos secos como reserva para el invierno, pero no guardan
más de las necesarias. En cambio muchos hombres nunca están satisfechos,
siempre quieren más, no piensan en otra cosa distinta a acumular, viven para
multiplicar sus haberes. Un ejemplo de la diferencia en cuanto a la ambición de
las personas puede verlo hace poco.
Los progenitores del ciclista
Nairo Quintana, una pareja de campesinos boyacenses humildes y decentes,
alcanzaron reconocimiento nacional gracias a los triunfos de su hijo. Cierta
mañana llamaron de la W Radio a don Luis, el papá del pedalista, y después de
conversar un rato con él, Julio Sánchez dijo saber que en la tienda del señor
Quintana estaban muy mal de televisor, y que estaba seguro de que un oyente
estaría dispuesto a solucionarle el problema. El señor, en vez de aprovechar la
oportunidad, se limitó a decir que solo aspira a una ayuda para gestionar la
pensión, ya que debido a la edad y a su condición de discapacitado no ha podido
conseguir empleo. Que de resto no necesita que le regalen nada.
En otro programa radial le oí a
Hernán Peláez que el nuevo propietario de El Tiempo, Luis Carlos Sarmiento
Angulo, resolvió entregar el parqueadero de la empresa a una compañía que
administra ese tipo de servicio para empezar a cobrarles a los empleados.
Ciento veinte mil pesos mensuales cuesta el derecho a guardar el vehículo en el
sitio que toda la vida utilizaron sin ningún costo, un valor que no será
representativo para el ejecutivo que gana un abultado salario, pero que para el
empleado medio, quien apenas sobrevive con el sueldo que recibe, representa un
gasto que no puede permitirse. Entonces no le queda sino vender el carrito que
consiguió con tanto esfuerzo y volver a la tortura que representa el transporte
público.
Un personaje como Sarmiento, con
ochenta años de edad y una fortuna que lo posiciona entre los más ricos del
continente, para qué carajo quiere esquilmarle a sus empleados una chichigua
que a él ni le quita ni le pone; el viejo puede tener siete vidas, como los
gatos, y así no mueva un dedo en el futuro no será capaz de gastarse su fortuna.
Seguro la medida no la tomó él sino un yupi de esos que nacieron sin hígado,
pero al enterarse del asunto pudo echarlo para atrás. Pero no, la idea es
mostrar resultados, engrosar los activos, aumentar las utilidades, amasar
fortuna.
Todo extremo es vicioso, reza el
dicho popular. Y así como la ambición es innata en el hombre y lo anima a trazarse
metas, a buscar bienestar y holgura económica, dedicar todo su esfuerzo a
conseguir más y más es una forma de desperdiciar la vida. Porque muchos se
mueren sin tener la oportunidad de disfrutar lo que con tanto sacrificio
consiguieron; parece que la gente olvidara que a nadie lo entierran con sus
posesiones y que lo único que dejan son rencillas entre una descendencia que
disputa por la herencia. En estos casos recuerdo el sabio consejo que daba don
Pablo Arbeláez a sus hijos: Sean, pero no muy.
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