sábado, diciembre 10, 2016

Pago por ver.

Nada más cierto que cuando dicen que nadie se muere la víspera, porque sin importar la edad o la condición física, en cualquier momento una persona puede ser llamada a cuadrar caja. Sobre todo cuando se llega al sexto piso, ya que es común que de ahí en adelante el ser humano sea más vulnerable debido a la acumulación de calendarios, los mismos que vienen acompañados de un cúmulo de achaques. Por eso no puede uno dejar de pensar que en cualquier momento se le puede aparecer la ‘pelona’ para llevárselo, lo que sin duda representa un difícil momento para el escogido.

Además de la pena de dejar a los seres queridos, al menos yo, tendría mucha curiosidad por conocer el final de ciertas situaciones que me han mantenido en vilo por muchos años, así sean cosas baladíes. Qué piedra, por ejemplo, morirse uno antes que Fidel Castro. A ese personaje lo he visto dar guerra desde que tengo uso de razón y a pesar de que debido a su senectud debió cederle el poder a su octogenario hermano Raúl, el comandante Fidel permanece como la figura que representa la revolución cubana. La misma que se convirtió en la piedra en el zapato para los gringos y a la cual no han podido eliminar. Qué bueno ver qué va a pasar cuando los hermanos Castro estiren la pata.    

Otro asunto que me gustaría ver finiquitado es el de ciertas obras de infraestructura que se adelantan en el país. Por herencia de mi madrecita nací novelero y no puedo enterarme de que pegaron un ladrillo o movieron tierra, porque allá tengo que ir a meter las narices. Me babeo al enterarme por la publicidad de esas autopistas con sus dobles calzadas, viaductos y túneles; ver por fin a los trenes recorrer el país y los grandes planchones moviendo carga por el río Magdalena.

Algo que no veré, ni nadie que esté vivo hoy, es a este país en paz; claro que al menos se negocia con los más importantes grupos insurgentes y por largo que sea un recorrido siempre hay que dar un primer paso. Después pasarán varias generaciones para que nuestro territorio alcance la justicia social, cuando desaparezcan plagas como la corrupción, el narcotráfico y demás modalidades de bandidaje. Estamos muy retrasados en comparación con los países del primer mundo, pero así como ellos también pasaron por épocas oscuras antes de lograr la tranquilidad en que viven ahora, a nosotros nos queda la esperanza de lograr ese grado de desarrollo algún día.

Cómo se va a ir uno para el otro toldo sin saber dónde caerá el globo de Venezuela. Todas las noticias hacen creer que la situación no aguanta más y sin embargo el dictadorzuelo sigue atornillado al poder. Marchas, protestas y cacerolazos se repiten a diario, mientras el pueblo raso que respalda a Maduro se viste de rojo y también sale a marchar para demostrar lo dividido que está ese país.

Me gustaría asomarme por un huequito desde el más allá para seguir el desarrollo de mi querida Manizales. Nada me guste más que enterarme de proyectos y obras que se adelantan en la ciudad, hacerles seguimiento y visitarlas con los amigos. Claro que a este paso no alcanzaremos ni siquiera a ver funcionar de nuevo el cable a Los Yarumos y mucho menos disfrutar de nuevas rutas del cable vía. Todos los candidatos a la alcaldía prometen varias líneas y después no salen con nada; o sino miren al actual mandatario, que al paso que vamos solo va a cumplir con el hospital para mascotas.

Memorias de barrio (17).

Nada que llame más la atención que lo prohibido, porque asegura que se trata de algo misterioso. No me canso de repetir que las mamás de antaño fueron mujeres increíbles que levantaron proles numerosas mientras administraban un hogar católico y disciplinado; cuando un niño tenía cuatro años había por lo menos otros dos hermanitos más chiquitos y por lo tanto salía para la calle desde temprana edad a enfrentarse con la vida.

Después de tirar la puerta de la casa quedábamos en absoluta libertad, porque bien es sabido que la mamá no tenía cómo saber en qué andábamos, a menos que jugáramos al frente de la casa. Por fortuna, para proceder con esas pilatunas censuradas teníamos a nuestra disposición todos esos terrenos que ocupan hoy el barrio La Camelia y sus alrededores.

Las comitivas estaban absolutamente prohibidas sin la compañía de un adulto, pero para nosotros así no tenía gracia porque no nos dejaban meter la mano. Entonces planeábamos la estrategia para realizar una bien sabrosa y para ello cada uno de los miembros de la gallada debía aportar algo: plátano, papas, caldo de sustancia, cebolla, tomate y demás ingredientes, además de cubiertos, platos y en vista de que utilizar una olla era imposible, porque tocaba dejarla reluciente a punta de ‘bom-brill’, la solución era cocinar en un coco de galletas. 

Desde muy chiquitos cargábamos una navajita en el bolsillo, con las que picábamos todo ese revuelto antes de echarlo en la el tarro; el resultado era un caldo insípido y desagradable, caliente como el infierno. Entonces alguno comentó que eso lo que necesitaba era una gallina y que él sabía una técnica para ‘pescarlas’. Bastaba tirarles un puñado de maíz, uno de cuyos granos iría amarrado con un nylon, para que una vez tragado no fuera sino jalar.

La vaina nos quedó sonando y le dijimos a mi mamá que le pidiera a una tía que tenía una casa campestre enseguida del aeropuerto La Nubia, para hacer un paseíto con los amigos del barrio. Nos la prestó de una y el sábado, después de instalarnos en La Finquita, salimos de excursión a conseguir la ‘proteína’ para el sancocho. Bajamos hasta Chupaderos y luego recorrimos gran parte de la región y en ninguna parte nos funcionó el cuento de la pesca con maíz, hasta que vimos en un guadualito que había al lado de una pesa para camiones, enseguida de la entrada para el Club campestre, hoy Bosque popular, un grupo de gansos grandes y gordos.

Después de matar uno a los garrotazos nos fuimos para la finca a prepararlo, pero Maruja, la casera, estaba reacia a colaborar. Tocó entonces prometerle la mitad de la carne y ahí sí aceptó, y trajo un balde metálico con agua para ponerlo en una fogata a hervir y así poder desplumar el pajarraco. Estábamos en esas cuando apareció el policía del aeropuerto a investigar sobre el animal desaparecido; preguntó para qué era el agua y respondimos que para un caldo Maggi, mientras hacíamos piruetas para tratar de pararnos encima de algunas plumas y el hombre comentó que si no sería como mucha agua para hacer un caldito.

El tombo nos pilló y prometió regresar para buscar el cuerpo del delito, por lo que nosotros salimos despavoridos para la casa. No más llegar, mi mamá supo que algo nos había pasado y no demoró mucho en hacernos ‘cantar’; el animal sacrificado resultó ser de una prima de ella y el asunto generó tremendo lío familiar. Ni hablar del regaño que nos metieron y del remordimiento que sentimos por el pobre animalito.

Memorias de barrio (16).

Llegamos a vivir al barrio La Camelia en 1963 y debido a que el vecindario era reducido, la pandilla de amigos bastante limitada. En vista de que la mayoría de ellos no estudiaban en nuestro colegio, era común que algunos compañeros de estudio se aparecieran por el barrio para disfrutar de la maravillosa pista para carros de balineras que teníamos; arrancaba en la avenida Santander con calle 70 y bajaba hasta la iglesia de Palermo, siete cuadras, sin ninguna edificación que obstaculizara la visual.

Frente a la estación del cable aéreo vivía uno de ellos, compañero del colegio que buscaba nuestra compañía porque donde él residía no tenía barra de amigos. En esa época los niños éramos muy amigos de tener animales en el patio de la casa; criábamos pollos de engorde, gallinas ponedoras, palomas mensajeras, conejos, curíes y cuanto bicho consiguiéramos. Mi mamá nos traía en el mercado un kilo de maíz trillado para alimentarlos, pero como no alcanzaba debíamos estar pendientes en la cocina de los sobrados de arroz, cáscaras de papa, cunchos de zanahoria, hojas de repollo y cuanto sobrante resultara.

En cambio a Oscar, que solo tenía una hermana mayor, le daban gusto y lo mimaban. En el patio tenía unas jaulas inmensas, fabricadas con todas las de la ley; muy diferentes a las nuestras, que armábamos con retazos de madera y el angeo más barato. Lo que más envidiábamos era que mantenía un bulto de 50 kilos de concentrado para alimentar sus animales, que por ende estaban siempre gordos y alentados. Entonces nosotros aprovechábamos cualquier descuido para echarnos puñados de cuido en los bolsillos y así darles un festín a nuestros famélicos animalitos.

Sin embargo lo que incrementó nuestra envidia fue el día que le regalaron un caballo. El zambo se pavoneaba en ese táparo para un lado y para el otro, mientras le rogábamos que nos diera una palomita, así fuera al anca. Y él cerrado en la banda que ni riesgos, que le habían prohibido prestar el animal. Tocaba entonces mostrar indiferencia y mientras el fantoche ese se daba gusto, nosotros pretendíamos estar muy entretenidos sacando gusanos de sus madrigueras. En cualquier barranco había pequeños agujeros y en ellos metíamos un espartillo recién arrancado, y no era sino esperar a que se moviera para meterle un jalón y así sacar el desprevenido bicho.

Al otro día salimos de caminata temprano para que no se nos pegara y pudiera darse el gusto de humillarnos, y arrancamos por la avenida hacia el sector de los tanques de Niza. Pues no llevábamos ni la mitad del camino y oímos el traqueteo de los cascos que se acercaban; y el mocoso para arriba y para abajo sacándole chispas a esas herraduras, y nosotros babeados de las ganas. Llegamos a la Coca cola y nos empinamos en la ventana para alcanzar a ver embotellar el ansiado líquido, mientras él muy cómodo en su caballo preguntaba si desde tan abajo sí se veía bien.

El equino pernoctaba en una manga cercana a mi casa y una mañana supimos que amaneció muerto, por lo que salimos disparados, aún en piyama, para corroborar la noticia. Resulta que el animal se enredó en el lazo y murió ahorcado, y ahí estaba Oscar que berreaba como una Magdalena al lado del táparo que empezaba a descomponerse. Nosotros no pudimos ocultar la satisfacción y mientras pateábamos el cadáver aplaudíamos y brincábamos. Ahí fue que a Oscar se le metió que nosotros le matamos el caballo, a lo que respondimos que si fuera fácil, lo habríamos despachado desde el primer día.

Las modas.

Me asombra ver a los sardinos disfrutar de una tertulia en la terraza, mientras visten prendas vaporosas que apenas los visten. Desde mi ventana los observo apertrechado contra el frío, como un muñeco de año viejo a punto de prenderle la mecha. Ellas van cómodas con sus camiseticas ombligueras, manga sisa y bluyines pescadores que cubren hasta la pantorrilla; los muchachos todos con camisa de manga corta, cómodos y relajados mientras se aplican unos aguardientes. Juventud, divino tesoro.

Ahí no queda sino reconocer que los años no vienen solos y que con la acumulación de calendarios nuestros gustos cambian, empezamos a coger resabios y mañas, los cuales se acumulan hasta alejarnos definitivamente de la juventud actual. Por fortuna a uno nadie le quita lo bailado y siempre podremos decir que también tuvimos veinte años. Cómo no recordar esas experiencias de adolescencia y juventud, cuando las modas de la época se imponían para indicarnos la forma de lucir y comportarnos.

La mayor tendencia estaba en la forma de vestir y en la presentación personal. Como coincidimos con la década de 1970, cuando los jipis impusieron sus gustos, dejamos crecer el pelo hasta que nos llegaba a los hombros, donde le dábamos unos tijeretazos para que no siguiera espalda abajo. Los crespos optaron por lucir el Afrikan Look, unas motas de churruscos que los hacían parecer un algodón de azúcar. Y en la casa los papás y en el colegio profesores y directivos a juro que nos harían cambiar de parecer.

Con las prendas de vestir sí que se presentaron novedades; llegó la moda de los pantalones de bota ancha y todos quisimos lucirlos para salir a ‘cocacoliar’. Lo primero era ir al centro, a la calle 19, donde en el almacén de Juancho Rincón se conseguían cortes de terlenka para mandarlos a hacer. Un sastre o una costurera los cortaban a la medida y de una vez se les encargaban varias camisas, de cuadros coloridos, ceñidas al cuerpo y cuellos estrambóticos.

Pero sin duda lo más curioso de esa época fueron los zapatos. Ahora me parecen ridículos y espantosamente feos, pero entonces se imponían y no quedaba sino llevarlos. Era calzado de la época de Luis XV, con tacón mediano, trompones y una hebilla grande en el empeine. Los manteníamos bien embetunados y en esos esperpentos aprendimos a caminar, porque se volvieron indispensables en la indumentaria del día. También se impusieron las camisetas sicodélicas teñidas en casa. 

En los ‘agáchese’ de la calle 19 vendían unas camiseticas chinas muy baratas; además comprábamos en la droguería Versalles una cajita de Iris, un producto para teñir. En la cocina de la casa cogíamos la olla del sancocho para calentar agua y a las camisetas les hacíamos nudos que amarrábamos con cabuya. El paso siguiente era echarlas a hervir un rato, con la anilina correspondiente, y al final se retiraban las cabuyas y el resultado era fenomenal.

Pero no todas las modas eran de prendas de vestir, muchas otras entretenciones tenían su cuarto de hora durante el año. Bastaba que alguno se apareciera con canicas o bolas de cristal y de inmediato se imponían los cinco hoyos y el pipo y cuarta. La idea era llenar los bolsillos de bolas. Con frecuencia promocionaban álbumes y todo el mundo a comprar láminas, cambiarlas y apostar de cualquier manera.   

Otro día se imponía el yoyo y a tomar ‘Coca cola’ para conseguir uno profesional; el balero o coca también tenía su espacio y recuerdo bien el pica pica, un tejido artesanal que hacíamos con tiras de plástico; eso no servía para nada, pero entretenía…

Costumbres bárbaras.

Los romanos resolvieron llamar bárbaros a todos los pueblos que vivieran por fuera de sus fronteras, sin importar el grado de cultura que tuvieran o qué tan desarrollados estuvieran. Godos, Visigodos, Germanos, Galos, los Hunos y los otros. Todos eran bárbaros. Los imperios siempre han tenido esa particularidad, mirar a los demás por encima del hombro y menospreciarlos. A través de la historia imperios y naciones poderosas han oprimido a quienes habitaban los territorios colonizados, obligándolos a cambiar sus costumbres amenazados por la cruz, la espada y el fusil.

Nunca aceptaron que así como les parecía absurdo el proceder de otras culturas y la forma de comportarse, igual pensaban los conquistados de las nuevas costumbres que querían imponerles. El pueblo milenario de la India es destino preferido de los viajeros y aunque no he tenido el gusto de visitarlo, después de oír relatos y ver programas por televisión, no me provoca ir por allá. Eso de comer con la mano derecha, sin ayuda de la otra, es una peripecia desagradable e incómoda; qué untada, qué pegote, qué sensación tan desagradable. Peor todavía el destino de la otra mano: limpiarse el fundillo. No existe inodoro y mucho menos papel higiénico, y en el piso un hueco sirve para ‘encholar’ los desechos; después saque agua de un balde y proceda con el aseo. ¡Gas!

En cambio envidio algunas costumbres del pueblo japonés, como la de quitarse el calzado antes de entrar a una vivienda. Qué puede haber más sucio y contaminado que la suela de un zapato, el mismo que recorre todos los rincones de la casa hasta reposar a pocos centímetros de nuestra cama. Y todo quien entre en la casa deja su reguero de bacterias por cuanto sitio recorre. Mejor aún la forma que tienen de saludarse, con una pequeña venia. Nada de besos, abrazos ni manoseos. En los resientes Juegos Olímpicos llamó mi atención la modita que han cogido algunos participantes de tocarse a toda hora. Cada que el equipo marca un punto a favor o entra o sale un participante, ‘chocan’ las manos, se abrazan, golpean sus pechos y hasta se besan, en medio de mares de sudor que intercambian sin ningún escrúpulo. Qué cosa tan desagradable.

Otros pueblos verán con asombro la manía que tenemos nosotros por el baño diario, esa ducha que nos damos antes de empezar el día. Algunos no serán tan rígidos pero en mi casa no lo perdonamos; así sea con agua echada si hay algún inconveniente, la cual además debe estar calientica. Resabios que tiene uno. En cambio en Europa, que supuestamente es la cuna de la civilización, son bien malitos para eso del baño diario. Muchos ni siquiera le jalan al lavado de gato.

Otra cosa que me produce escalofrío son esos pueblos que viven en lugares de extremo frío o calor. Cómo puede amañarse uno, por ejemplo, en Siberia o en Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Con ese frío tan espantoso, en invierno casi todo el año y saliendo a la calle solo a lo necesario. Qué decir del pueblo Bosquimano que habita en el desierto de Kalahari, en Namibia al sur de África, que luchan a diario para conseguir unas gotas de agua. ¡Qué pereza!

En lo gastronómico sí que tenemos gustos distintos. Por aquí se escandalizan porque en China comen carne de perro, pero no piensan lo que será para quien tiene un cerdo como mascota ver cómo consumimos porcinos sin consideración. 

Mejor no le echo más cabeza al asunto y sigo con mi rutina, y que cada quien se rasque las pulgas a su manera.

Como en botica.

Quienes hemos pasado la existencia en este pueblo querido de Manizales podemos recordar perfectamente cómo han sido las costumbres en las diferentes épocas, porque todo cambia o evoluciona, para bien o para mal. Durante nuestra juventud fue el sector del centro de la ciudad el entorno que preferimos y asombra ver lo diferente que era. Tranquilo, organizado, agradable, servía como marco a un comercio regentado por ciudadanos egregios que ponían sello de garantía a una actividad seria y responsable.

Los pocos vendedores ambulantes que recuerdo fueron unos loteros que trabajaban en el alféizar de una vitrina, frente al Banco de la República, y ahí mismo ofrecían pececillos para acuario sacados de alguna quebrada cercana, los mismos que mantenían en grandes porrones. En el mismo sitio trabajó durante algún tiempo un muchacho a quién llamábamos Pinocho, que vendía casetes menudeados que en esa época eran muy perseguidos por la juventud; poco después se instaló en Sanandresito, donde se distinguió como comerciante.

Bajo el alero del edificio Esponsión, enseguida del Club Manizales, algunos jipis ofrecían cachivaches expuestos en trapos negros dispuestos para tal fin, y durante la noche los negocios de comida hacían su aparición. En la esquina con la calle 23 instalaban la famosa olla del Banco de la República, en la que ofrecían deliciosas viandas; y en las afueras del Club el Gitano vendía unos deliciosos chorizos a los que no podían resistirse los copetones clientes que resolvían irse a acostar. Quienes preferían los negocios tradicionales se metían a La guaca del pollo, donde servían un consomé con huevo duro a la temperatura que se funde el plomo.

Hoy en día no dejo de sorprenderme cuando recorro la carrera 23 convertida en una mezcla entre mercado persa y galería. Hay de todo como en botica y da tristeza ver esa cantidad de gente detrás del rebusque para lograr echarse unos pesos al bolsillo. Entre las calles 14 y 19 el ambiente es malevo y en la esquina de la 17 un hotelucho de mala muerte ofrece ‘ratos’ a cinco mil pesos y por una noche cobran ocho mil, ‘negociables’. Severa ratonera.

En las afueras de los supermercados de la calle 19 las ventas ambulantes de frutas y verduras convierten el entorno en una plaza de mercado, y la mayoría de los productos son de baja calidad por ser desechos de cultivos o en muchos casos robados de las fincas. La gente compra porque son baratos y su bajo presupuesto no permite regateos. Sigue el recorrido y los ojos no alcanzan para ver todo lo que ofrece el panorama, con una variedad pasmosa de ofertas y posibilidades.

Las carretas con frutas no dan abasto y el mago biche con sal y limón es el producto estrella; también el chontaduro con esos mismos ingredientes y miel de abejas para quien lo prefiera. Frutas exóticas que no son comerciales se consiguen allí, guamas, madroños, zapotes, mamoncillos, ciruelas… En todo caso para mi gusto lo más detestable son los puestos de comida que hay en la bocacalle de la calle 29; en un local en esa esquina funcionó Míster Albóndiga, un alemán ‘seriote’ que vendía las mejores viandas. Ahora ofrecen debajo de parasoles, que dizque están prohibidos, una variedad de fritos que empalagan a la vista; hileras de perros calientes esperan la clientela que los devora con fruición.

Oí decir que esos ventorrillos desagradables son de propiedad de un concejal, bastante conocido por cierto, y ahí se me cayó el carriel. Porque si quienes rigen las normas de la ciudad son los dueños de esa mafia, entonces… ¿quién podrá defendernos?

Carreteras.

Cuando voy para Chinchiná y quien maneja el carro me pregunta si prefiero la doble calzada o la carretera vieja, escojo esta segunda opción. Claro que la primera es más cómoda y permite mayor velocidad, además de que no hay que adelantar otros vehículos, pero me gusta más la carretera vieja porque vamos más despacio y así puede disfrutarse mejor el paisaje. También porque desde que llegué al mundo la recorro y de cada fonda al borde del camino, de cualquier curva o tramo, tengo recuerdos imborrables.

A algún historiador le oí que la comunicación terrestre con Chinchiná se hizo para la reconstrucción de Manizales después de los incendios ocurridos en la década de 1920, ya que la mayoría de los materiales eran importados y solo llegaban en tren hasta San Francisco, como se llamaba entonces el vecino municipio. Hicieron cuentas de cuánto tiempo demoraría subir todo ese hierro, cemento, herrajes y demás carga en recuas de mulas, y la conclusión fue que pasarían varios lustros antes de completar dicha labor.

Arrancaron entonces con la trocha hacia Morrogacho, siguió por entre cafetales hasta La Quiebra del billar y poco después, frente a la entrada hacia San Peregrino, por una carreterita que va hacia la vereda El Rosario. Pocos kilómetros después hay una quebrada que no tiene puente y que puede vadearse en carro sin inconveniente mientras no esté crecida; sigue la ruta por la orilla del inmenso cause de la quebradita, que la mayor parte del tiempo es un hilo de agua que corre por entre inmensas piedras y material de río.

Al llegar a una finquita llamada La Bombonera hay una Y que da la opción de seguir a la derecha hacia el peaje de Pavas, o para la izquierda, que fue la de la carretera original, y que sube hasta La Violeta para continuar por el trazado de la ruta actual. Así llega a San Pacho, como le decían entonces a ese pueblo, y puedo imaginar lo que sería la novedad cuando veían subir hacia Manizales por la incipiente carretera esas grandes volquetas cargadas de materiales.

En el Bajo Tablazo funcionó hace muchos años un retén de rentas departamentales y un poco más adelante, en la recta de la vereda Jaba, quedaba el peaje cuyo tiquete costaba un peso; el mismo que cobraba levantaba la guadua cada que un carro pagaba y entre los hermanos nos peleábamos el recibo del peaje para hacer un avioncito y sacarlo por la ventanilla. Pocos metros más abajo sigue ahí la cantina La Cumparsita, cuyo dueño fue un bigotudo que mantenía todas las paredes del negocio forradas con afiches de viejas en pelota.

Después siguen La Siria, Caselata, La Violeta y unos kilómetros después la carretera corre un corto tramo paralela al río Chinchiná. Siento nostalgia al recordar una fondita, El Pescador, que había en la recta de Cenicafé; alrededor del negocio varias casitas de familias que vivían de sacar material del río. Allí vendían unos pandeyucas muy sabrosos y acostumbrábamos parar a comprarlos. Pues resulta que la avalancha que se formó con la erupción del volcán Arenas en 1985 arrasó con toda esa pequeña comunidad y después de su paso solo quedó el recuerdo de quienes allí habitaban.

Cuando quisieron ‘clavarnos’ un peaje en esa vía, el que gracias al firme rechazo de los chinchinenses logró impedirse, supusimos que nunca le meterían mano al mantenimiento para que la gente pagara el peaje de la doble calzada. Sin embargo, hay que reconocer que se le hizo una reparación completa a toda la calzada y en la actualidad está en perfectas condiciones.

jueves, octubre 20, 2016

La mejor compañía.

A los de mi generación no puede faltarnos un radiecito para oír todo tipo de programas, sobre todo en los que conversan de cualquier cosa. Muy temprano me chanto el audífono para seguir la información que difunde Julito Sánchez y su combo; en un duermevela delicioso el cerebro selecciona lo que vale la pena. Después a leer el periódico, desayunar y la visita al baño, siempre acompañado por el infaltable ‘loro’.

Atinado el eslogan de La mejor compañía, porque en eso se convierte la emisora preferida para uno, en inseparable adicción. Extraño de antes los programas de humor que tantas sonrisas nos sacaron, Montecristo, El show de Ever Castro, Los tolimenses, El manicomio de Vargas Vil. Ahora solo se habla de fútbol y de política. Pues nunca imaginé que terminaría yo participando en un programa radial y lo que empezó como un experimento, se convirtió en actividad ininterrumpida de once años.     

A finales de 1993 me invitó Iván Darío Góez a grabar anécdotas con humor para reproducirlas en el noticiero de RCN. Muy pronto me ‘sonsacaron’ de Caracol y Javier Giraldo, asesorado por Ramón Salazar, me propusieron participar con Yesid López en el recordado programa Pase la tarde con Caracol; debía conseguir una persona que nos acompañara y propuse entonces a la ex gobernadora Beatriz Londoño de Castaño, mujer maravillosa con una gracia natural, culta, bien informada y excelente conversadora.

Todavía bisoños Yesid salía del estudio y nos dejaba solos con los invitados, como la vez que debí manejar una entrevista que le hacíamos al reconocido dueto Los Hermanos Uribe. Cuando ya no sabía qué más decir se me ocurrió preguntarles si ellos tenían algún parentesco. Otra tarde se metió al estudio la Loca María, una fufurufa que a pesar de su avanzada edad se tongoneaba por las calles y vestía prendas atrevidas. Quería pedirle un favor a Yesid y sin importarle que estuviéramos al aire, conversaba indiferente. A todos nos dio un ataque de risa y ella simplemente comentó: ¡Y estos hijueputas de qué se ríen…!

Poco después se retiró Beatriz y luego Yesid, e ingresó al programa Ramón Salazar, con quién me entendí tan bien durante muchos años. También hacíamos programas de televisión, con Telecafé, y en esas entrevistamos a un par de trovadores, Serrucho y El Mariscal; ambos geniales, repentistas de campanillas, pero fue Jorge Ferney Díaz, Serrucho, quien llamó mi atención. Le pregunté si en Colombia se puede vivir de la trova y dijo que sí, pero que se vive más maluco que el diablo. Ahí resolví llevarlo para el programa.

Resultó ser un tipo fenomenal, culto, conocedor del idioma, inquieto y repentista profesional, con quien seguimos en el programa siempre con una tendencia humorística, pero dedicados a la cultura, el buen decir y los temas de actualidad. Don Carlos Arturo Lince nos acompañaba desde los controles, para hacer un programa que aún es añorado por muchos oyentes.

Yo trasmitía desde mi casa, mientras el señor Lince y Serrucho lo hacían desde el estudio del edificio Don Pedro. Una tarde me visitó el doctor Pacho González para uno de los tantos espacios que compartimos en el programa; le hice señas para que esperara mientras le daba cambio y como era común quise empezar con publicidad, por lo que lo invité a tomarnos una aguapanela de la marca del patrocinador. Dijo que ni muerto, que esa vaina era comida para chandosos. Yo le hacía señas para que captara pero seguía en sus trece, que aguapanela no tomaba. Cuando por fin entendió, no quedó sino morirnos de la risa porque ya no había posibilidad de recular.

Ignorancia atrevida.

Imagino la piedra que le daría a un científico como Stephen Hawking si llegara a oírme decir sandeces y pendejadas. Porque él, que ha dedicado su vida a la investigación y a la búsqueda de respuestas, no podrá concebir que a un ignorante como yo le parezca que no deberían botar tanta plata en proyectos y experimentos que supuestamente buscan mejorar la existencia a quienes habitamos este valle de lágrimas. En cambio siento respeto por personajes del talante de Llinás, Patarroyo o Hakim, porque ellos consagran su esfuerzo al avance de la ciencia médica, un asunto cuyos resultados son de suma importancia para el bienestar de la humanidad.

La verdad no es que me parezcan de poca importancia las investigaciones que hacen de tantas vainas de interés, sino que no puedo aceptar que se inviertan enormes presupuestos en asuntos que no representan un beneficio inmediato para la humanidad, mientras en el mundo entero existen tantas privaciones que requiere de intervención inmediata antes de que sea tarde. En todos los rincones del planeta habitan personas que tienen necesidades urgentes, sufren y sobreviven en medio del desespero y la desolación.

Vi en televisión un programa de cuando filmaron la película Titanic, en el que el director del filme, míster Cameron, se ideó una expedición de científicos encargados de investigar por qué se hundió el transatlántico. Muchas veces bajaron hasta los restos del naufragio en pequeños submarinos especiales para tal fin, mientras en un barco en la superficie un grupo de investigadores se encargaba de analizar lo descubierto. Que cómo fue la grieta abierta por el choque, por qué se partió el barco, que si el dueño se salvó de primero, que hasta qué hora tocó la orquesta, que cuánto duró el hundimiento…

A la legua se notó que la intención del programa era hacerle publicidad a la película y aunque costó una fortuna, sin duda la jugada comercial fue un éxito porque la mayoría de los televidentes quedaron antojados de conocer las respuestas. En cambio opino que para qué carajo sirve conocer esos datos, un barco que se hundió hace más de cien años. Que inviertan lo que sea para prevenir desastres con los cruceros actuales y evitar que se repita lo sucedido con el Costa Concordia, que no pasó a mayores porque fue en la costa y cerca de un pueblo, porque de haber sido en alta mar…

Hace unos años realizaron en Europa un experimento con el que lograron reproducir, por medio de un acelerador de partículas, la explosión del Big Bang, la misma que dio origen a nuestro planeta. Esa vaina sucedió hace mil quinientos millones de años y entonces me pregunto qué pasa si nos quedamos sin saber cómo sucedió; aparte de ahorrarnos un dineral, no veo qué puede cambiar. Cómo servirían esos miles de millones de euros para darle saneamiento básico a la gente más pobre, vivienda, salud, educación, comida…

Ahora les dio por mandar una sonda a Saturno para conocer detalles de ese planeta, si hay agua o atmósfera. Suponga que el descubrimiento es positivo, qué nos ganamos si eso queda en los infiernos; nadie se le medirá a viajar hasta allá, durante varios años, para toparse con un peladero inhabitable.  

En este mundo arrevesado el dinero está muy mal repartido. Es natural que haya ricos y pobres, pero las diferencias no pueden ser tan desproporcionadas. Que unos pocos atesoren fortunas mientras la mayoría sobrevive a los trancazos, es inaceptable. Ojalá no suceda, pero de llegarse a sublevar el pueblo, a los ‘cacaos’, mafiosos y nuevos ricos no les quedará sino pegar para Saturno.

Frivolidades.

A diario me pregunto si soy raro, no tengo sentimientos o se me apagó el piloto, porque cada vez me importan menos las cosas que suceden a mí alrededor; excepto familiares y amigos, el resto me trae sin cuidado. Claro que prefiero mantenerme informado para poder meter la cucharada, pero de ahí a preocuparme o perder el apetito por un hecho específico, no hay cinco de riesgos. En cambio me asombra ver cómo en nuestro hemisferio dedican el mejor espacio de los informativos para resaltar el éxito de un deportista o lamentar la muerte de un artista, mientras apenas mencionan la explosión de un carro bomba que deja doscientos muertos en un país del medio oriente.

Me dio golpe oír a dos periodistas como Julio Sánchez y Alberto Casas a punto de derramar lágrimas por la muerte de Juan Gabriel; hicieron pucheros, se dieron golpes de pecho y debieron combatir el nudo en la garganta, mientras dedicaron toda una mañana del noticiero para lamentar esa pérdida invaluable, según ellos. Entonces proceden a llamar a otros artistas para que expresen su dolor y empieza la repetición de la repetidera; resulta que todos eran amigos íntimos del personaje. Y muelen música del aludido, canciones de cinco minutos, mientras uno esperanzado hace fuerza para que cambien de tema.

Una de las corresponsales de La W Radio dijo con voz entrecortada que ahora qué vamos a hacer sin la música de Juan Gabriel, cómo vamos a disfrutar las fiestas sin sus canciones, a quién le provocará tomarse un trago sin su compañía. Qué tal esta, como si ella bebiera siempre acompañada del personaje; que busque videos en la red que ahí están todos. Como si al morir un artista todas sus grabaciones se borraran de golpe. Que vieja tan pendeja.

Aunque no soy amigo de ese tipo de música reconozco que sus canciones son agradables y pegajosas, pero el enterarme de su muerte ni siquiera me produjo un parpadeo; imagino que la misma reacción que habría tenido él si el muerto fuera yo. Debido a que no existe posibilidad de que yo espere dos horas al teléfono para expresar mi opinión, debo aguantarme la gana de decirle todas esas cosas a Julito: que el tipo me parece maluco, repelente y detesto sus zalamerías. Respeto que a Julio le guste, pero debería ser más moderado con el tiempo dedicado a lamentar su muerte para satisfacer a todos los oyentes.

En nuestra cultura deberíamos enfrentar desde pequeños el tema de la muerte; que desde kínder los niños se familiaricen con ella, para no crecer con ese terror que le produce casi a la totalidad de la gente. Aceptar que todo lo que nace tiene que morir, sin saber cómo ni cuándo, a ver si los niños sufren menos al pensar que sus padres pueden morir en cualquier momento; peor aún los hijos que procreamos nosotros, que por hacerles la vida más fácil los criamos dependientes e inseguros. Por hacer bonito hicimos feo.

La gente se lamenta porque murió un viejo cacreco que dizque estaba como un lulo, a lo que respondo que yo en cambio me alegro mucho, porque se evitó todos esos achaques que agobian al ser humano durante la vejez. Nada más ingrato que enfrentar el deterioro del organismo mientras la mente permanece lúcida, porque los que ya están chuchumecos ni cuenta se dan. Por eso es tan cierto eso que si uno se despierta después de las 50 años y no le duele nada, ¡es porque se murió! Y qué tal esta joya: Morir es como quedarse dormido, pero sin despertarse a orinar.

Piques nocturnos.

Son muy comunes las personas a las que les gusta asentarle la chancleta al carro, el mismo que consienten como si fuera su más precioso tesoro. Desde el día que lo sacan del concesionario le dedican toda la atención, lo soban a diario con un dulce abrigo hasta dejarlo reluciente, no permiten que nadie se monte con los zapatos entierrados y mucho menos que fumen en su interior. Cuando esporádicamente se meten a un hueco y el ‘pichirilo’ se golpea por debajo, les duele como si fuera en carne propia. Y después de cinco años de comprado pretenden que siga en el estado del primer día de uso.

En la juventud es innato el gusto por la velocidad y ante la falta de escenarios para practicarla, la muchachada busca sectores de la ciudad donde puedan competir en carreras improvisadas, siempre al abrigo de la oscuridad. El primer sitio que recuerdo de esos encuentros nocturnos fue en los alrededores del estadio Palogrande; todo el complejo deportivo, el estadio, la piscina olímpica (que nunca funcionó y quedaba donde hoy es el coliseo menor), las canchas de la liga de tenis, el coliseo mayor y el Tenis club, tenían como cerramiento un muro de ladrillo.

Las carreras consistían en darle varias vueltas a esa gran manzana y los espectadores buscábamos acomodo seguro para evitar que algún piloto primíparo se saliera de la vía y nos atropellara. Esas reuniones nocturnas eran ideales para coquetear con las amigas mientras disfrutábamos del espectáculo, el cual era protagonizado por jóvenes menores de edad y algunos padres de familia que a pesar de su edad no se aguantaban las ganas de competir; don Guillermo Isaza y su hijo Pepe, en la pulga Volkswagen, eran infaltables.

En vista de que ese sector era muy habitado los reclamos de los vecinos no se hacían esperar y por ello las autoridades de presentaban con regularidad a poner orden. Entonces la convocatoria clandestina encontró otro escenario en el sector que hoy ocupa el barrio Bajo Palermo; desde una cuadra antes de la iglesia de Palermo, por la Paralela que todavía no era avenida, arrancaban los bólidos a recorrer la incipiente urbanización en la que aún no había viviendas construidas. La pista tenía la dificultad de carecer de peraltes en las curvas y por ello era común que los carros se golpearan contra los sardineles, lo que le dio el nombre al lugar del Autódromo ‘Rin torcido’.

De niños mi papá era aficionado a jugar golf en el Club campestre, que funcionaba donde ahora es el Bosque popular. La condición de mi madre para dejarlo ir era que se llevara siquiera cuatro muchachitos, por lo que pasábamos allá todo el día jugando con los hijos de los compañeros del golf. Cuando los cuchos terminaban en el campo se acomodaban en el bar del club a tomar aguardiente y jugar ‘cacho’, mientras echaban cuentos y apostaban los vales que habían firmado durante el día.

En cierto momento suspendían el juego y salíamos a las carreras para el parqueadero, porque se volvió costumbre que el regreso era apostando carreras. Con regularidad jugaba con ellos Eduardo Gómez Arrubla, quien siempre tenía el carro más cachaco del pueblo, por lo que todos los mocosos buscábamos cupo en la lancha de turno. Nunca nos pasó nada, por fortuna, y debo recordar que en esa época era culturalmente aceptado que la gente manejara mientras tomaba trago. Pocos años después el programa con mis amigos era que alguno se volara en el carro de la casa, para irnos a hacer irresponsabilidades por toda la ciudad. Cómo cambian las costumbres…

martes, agosto 30, 2016

¡Vacaciones! (I)

Para nosotros siempre, sin importar edad o el grado que cursáramos, fue motivo de felicidad el día que salíamos a vacaciones. Muy diferente al presente, que para los padres de familia es un problema porque no saben qué programa inventarse para entretener a su prole; y los chinos se jartan encerrados en la casa, hasta llegar al punto de añorar el regreso a clases. Inaceptable para mi generación esa actitud, ya que por el contrario no regalábamos un solo día de nuestro derecho al descanso.

Esperábamos con ansias el momento del asueto y según la edad los gustos variaban. En la etapa de la adolescencia optamos por la pesca y la caza en tierras de la familia de uno de los miembros de la barra, una hacienda ganadera localizada a cuarenta kilómetros de La Dorada. Seis amigos conformábamos el grupo y lo primero era visitar la oficina de nuestro anfitrión, donde él resolvía quienes debíamos motilarnos para recibir su autorización; cumplidas sus órdenes nos regalaba una caja llena de anzuelos y aparejos para la pesca, además de generosa munición para rifles y escopetas.

En la finca abrían nuevos potreros y mientras crecía el pasto aprovechaban para sembrar una roza, pero las ardillas, tórtolas y loras invadían como plagas para tragarse las apetitosas mazorcas y ahí entrábamos nosotros, quienes armados con escopetas las tumbábamos por docenas. Nada se decía entonces de ecología, medio ambiente o derechos de los animales.

En varios costales empacábamos el campamento, una carpa amplia y cómoda, el fogón de gasolina, marmitas, cubiertos y demás menaje. Cualquier madrugada le poníamos la mano a un camión de los que van a recoger ganado al Magdalena medio y por unos pesos algún chofer nos recogía. Como pollitos debíamos arrumarnos para pasar la cordillera porque el frío era brutal y apenas despuntaba el día llegábamos al puerto caldense. A conseguir la carnada, lombrices capitanas gruesas como dedos pulgares, y otras diligencias, para montarnos en la chiva que salía para Victoria; después de una hora de viaje nos bajábamos en Isaza, conocido como El 30, donde en la tienda de don Modesto conseguíamos de todo. La compra era básica y ‘modesta’, porque la idea era alimentarnos de lo que lográramos pescar y cazar.

Llamábamos entonces a la finca por radioteléfono para que mandaran el tractor con remolque, al que nos trepábamos con los corotos para recorrer los 7 kilómetros que faltaban para llegar a la casa, localizada a orillas del río Pontoná. Esa primera noche dormíamos allá y recuerdo que en una de esas idas a la casa vieja, esta servía de bodega para almacenar una cosecha de maíz. Nos acostamos a dormir, mamaos, pero al rato sentimos muchos ruidos y resolvimos prender una linterna, para toparnos con una invasión impresionante de ratas; como de película de terror. Figuró armar la carpa a media noche, bajo la lluvia, en un pantanero al lado de la casa.

Al otro día madrugamos a tomar Milo con leche recién ordeñada y después a cargar las mulas con el equipaje, debíamos echar pata durante una hora para llegar al otro extremo de la finca, donde en la confluencia de los ríos Pontoná y La Libertad armábamos el campamento en un pequeño cerro donde había saladero y palo de limones; el sitio era estratégico porque si llovía mucho amanecíamos aislados, con el ganado, y por la inundación no se veían ni los cercos.

En la orilla de una pequeña quebrada que pasaba abajo del cerro improvisábamos la cocina, para lo que fabricábamos una mesa de madera, y el fogón de leña. Quedan pendientes más detalles...

¡Vacaciones! (II).

Durante mi adolescencia los jóvenes éramos austeros en el gasto, sobre todo porque nuestros padres debían repartir lo poco que tenían entre muchos hijos y por lo tanto para los paseos debíamos hacer rendir lo poco que nos daban en la casa. Para cualquier programa nos echábamos tres pesos al bolsillo y confiábamos en que nada nos faltaría. En un principio los paseos a la costa atlántica los hacíamos en transporte público, recorridos que duraban una eternidad en buses incómodos y obsoletos, y después en el carro de alguno de la barra a quien se lo prestaban en la casa; viajar por carretera era muy económico, y gasolina y peajes ni se tenían en cuenta en el presupuesto.

Pero volvamos al cuento. Ya instalados en el campamento de La Julita, como se llamaba la finca, planeábamos la rutina del día mientras despachábamos un generoso desayuno. Había armas para todos, escopetas de diferente calibre, carabinas y rifles de la U, además de munición para dar y convidar. Basta imaginar lo que serían unos muchachos a esa edad con semejante armamento para dispararle a todo lo que se moviera, aunque no tenemos remordimientos porque así nos criaron y culturalmente era una conducta aceptada por todos.

En dos grupos de a tres dejábamos el campamento con el compromiso de regresar al caer la tarde y traer pescado, tórtolas o cualquier otro bicho que sirviera para echarle a la sopa. Recorríamos grandes distancias y el único potrero que tratábamos de evitar era el de las vacas recién paridas, porque las celosas madres embestían con fiereza y tocaba salir a las carreras y meternos en un guadual, donde no pudieran atacarnos. Hasta el caño más insignificante estaba lleno de babillas, tortugas, serpientes e iguanas, algunas de las cuales perseguíamos para añadirle proteína a la dieta diaria.

El primero en regresar se encargaba de montar la olla con papa y pastas, para agregarle lo que resultara de la jornada; en caso de blanquearnos todos, alistábamos las escopetas para dispararles a las bandadas de loras que pasaban a esa hora en medio de la algarabía. Caía media docena y tras desplumarlas y cortarles patas y cabezas, las echábamos a hervir y aunque la carne era dura e insípida, algo de sustancia soltaban. Acto seguido bajábamos a la quebrada para lavar marmitas y platos con puñados de arena, preparar agua con limón para la sobremesa y lavarnos los dientes; sin pastillas para potabilizar el agua ni otras precauciones, ya que por fortuna nada nos hacía daño. A reposar un rato alrededor de la fogata mientras salíamos a pescar de noche, que es cuando mejor pican las mueludas, picudas, mojarras y blanquillos.

El desayuno era con pescado frito y patacones, y mucho limón, acompañados de un generoso pocillo con chocolate. A esa hora pasaba Hernando, el agregado, quien daba vuelta al ganado y aprovechaba para llevarnos arepas y una botella de leche. Comentaba él con el vaquero que lo acompañaba, que ellos no se metían ni muertos a un potrero de esos durante la noche, ni siquiera a caballo; nunca fuimos mordidos por culebras venenosas, porque debido a la lejanía la situación podría complicarse.

Las anécdotas de las aventuras vividas en las tantas temporadas que pasamos allá, bajo el manto protector de don Daniel Molina Salazar, alma bendita, quien con su bonhomía nos dejó ejemplo de generosidad y equilibrio espiritual, quedan pendientes para próximas publicaciones. Hoy en día no puedo dejar de comparar las vacaciones de los adolescentes, pegados a toda hora de un teléfono celular, con aquellos periplos maravillosos que disfrutábamos durante nuestros días de descanso.

Disquisiciones olímpicas.

Qué delicia disfrutar del banquete que ofrece la televisión para seguir desde primera fila los juegos olímpicos realizados en Río de Janeiro. Algunos disponen de tiempo para pasarse todo el día frente a la pantalla y no perder detalle, mientras la mayoría aprovecha cualquier momento disponible para echarle un ojo al espectáculo. Disciplinas deportivas para todos los gustos, aunque uno se entretiene con modalidades totalmente desconocidas que nos enganchan por ser novedosas y llamativas.

La calidad de las transmisiones es cada vez mejor y ahora con la tecnología de la alta definición se logra una nitidez absoluta; el inconveniente es que después de disfrutar de esa modalidad ya no puede verse televisión análoga. Por la televisión digital terrestre se opta por las trasmisiones de Caracol televisión y por la señal de cable se sintonizan los canales de deportes extranjeros, más otros que acondicionó el operador para trasmitir los juegos, todo en alta definición. De manera que puede saltar de canal en canal para escoger su preferencia.

Mientras disfruto de ese programa tan sabroso no puedo dejar de pensar en ciertas inquietudes que me asaltan. Por ejemplo, cómo hacían antes para manejar tiempos y demás mediciones, cuando todo se basaba en la agilidad de un juez para definir un resultado. Ahora, que son los aparatos electrónicos los que marcan tiempos, definen finales por foto finish y miden distancias, se pregunta uno cuántas serían las injusticias cuando todas esas decisiones se tomaban a ‘ojímetro’. Basta con ver en el fútbol cuando un jugador está en fuera de lugar, lo que se demora el juez de línea en pitar y levantar la bandera.

Otro asunto que me desvela es el de los records mundiales y olímpicos. Porque tiene que llegar el día que no estiren más, ya que bien es sabido que todo tiene un límite. Claro que por ejemplo el record mundial de salto con garrocha lo tiene el ucraniano Serguéi Bubka, desde hace más de veinte años y esta es la hora que nadie ha podido aumentarle siquiera un milímetro; igual sucede con el cubano Javier Sotomayor en salto alto. Pienso entonces que la raza humana desaparecerá de la tierra antes de que esas marcas deportivas se estanquen definitivamente. Cuándo será ese cuándo.

Son muy grandes las diferencias entre quienes habitamos el tercer mundo y los países desarrollados en cuanto a desempeño en los juegos olímpicos, por lo que deberían pensar en realizar las competencias por categorías. Con muy contadas excepciones las medallas son para los atletas del primer mundo, quienes reciben atención desde sus primeros años para convertirlos en atletas integrales; alimentación especial, alta tecnología, técnicos idóneos, educación, rutinas de entrenamiento y demás condiciones para que el individuo tenga un apoyo total.

A Michael Phelps le construyeron una piscina olímpica enseguida de la  casa para que no tuviera que desplazarse para ir a entrenar, mientras Oscar Figueroa creció en una fundación para niños desplazados en Cartago, bajo el manto protector de mi querida amiga Consuelo Palau; allí lo alimentaron, le permitieron educarse, lo arroparon y le brindaron una familia, mientras en un improvisado gimnasio levantaba pesas hechas con tarros de galletas rellenos de arena.

La supremacía estadounidense es apabullante; el poderío de la raza negra, arrasador; los orientales se destacan por su disciplina y efectividad; de existir todavía la antigua Unión Soviética sería imparable; y salvo algunas excepciones, los latinos nos destacamos por mediocres.     

Con disciplinas deportivas para todos los gustos, esa maravillosa torre de Babel que se reúne cada cuatro años logra demostrarle al mundo que los hombres podemos vivir en paz y armonía.

En obra gris.

El mecanismo más perfecto que conocemos es el cuerpo humano, cuyo poder de raciocinio lo hace superior al de cualquier otro ser vivo. Son tantos los sistemas que conforman nuestro organismo, tanta la perfección, los detalles y las minucias, que hacen pensar en la mano de un ser superior que haga posible tanta maravilla. Aunque como no falta el pero, enumero algunas de las fallas que presenta ese mágico mecanismo y que nos hacen pensar que todavía estamos en obra gris.

Empiezo de abajo para arriba, con los pies, a los que les toca duro el trabajo y por ello con el paso del tiempo sufren fallas y desperfectos. Claro que como todo, entre más los cuidamos y consentimos, mayores los problemas que reflejan. Porque un indio ‘patirajao’ que nunca se ha calzado, presenta callos y una estructura en los pies que aguantan el uso y el abuso sin mosquearse. Pero yo sí le digo lo que molestan esas extremidades al citadino, sobre todo a las féminas, quienes por pasar la vida trepadas en unos tacones sufren lo indecible cuando se presentan los achaques: Juanetes, uñas enterradas, dedos deformes, candelillas, callos, clavos y demás jodas por el estilo.

Piernas arriba las dolencias no desaparecen y en especial las articulaciones, que son desagradecidas porque castigan a los deportistas sin importar que buscaran disciplina y salud. Se desgastan las bisagras y ahí empieza Cristo a padecer, porque los dolores mortifican y los tratamientos son largos y complicados. Qué decir cuando el problema llega a las caderas, donde es tan común que los ancianos presenten fracturas; se caen y se quiebran, o se quiebran y se caen. La temida osteoporosis.

Un poquito más arriba está la próstata, glándula esta que desvela a los varones por su tendencia a presentar dificultades; la primera cabecera es la visita al urólogo, quien según el ofendido paciente logra mancillar su inmaculada reputación; y antes de que diga esta boca es mía, ya lo tiene ensartado. Después está la tripa, o mejor el aparato digestivo, el cual genera molestias de punta a punta; ya que no podría escogerse entre un dolor de muela y una hemorroide toreada.

El tracto que beneficia los alimentos que ingerimos anda en franca decadencia, porque si antes los problemas digestivos eran asuntos de adultos, hoy en día es común ver a púberes y adolescentes hacer fila en la consulta del gastroenterólogo, para que les introduzcan un tubo explorador por el agujero que corresponda. Gastritis, hernia hiatal, úlcera, reflujo, colon irritado, estreñimiento, flatulencia y cálculos biliares son algunas de las ‘molestias’ que se presentan con mayor regularidad, y para cerrar con broche de oro el mal vergonzante que humilla y atormenta, las almorranas.        

Sería eterno nombrar los achaques y enfermedades que se presentan en los demás órganos y sistemas, hasta llegar a la torre de control donde el más común, la temida migraña, le ha mortificado la existencia a media humanidad. Algunos ejemplos que nos hacen pensar que aún estamos en obra gris son las cordales, la tiroides, las amígdalas, la vesícula biliar y el apéndice, porque nos los sacan y seguimos tan campantes.

Un mal menor es la caspa, que incomoda a quien la padece por el aspecto deplorable que refleja. Hace muchos años sufrí un episodio de caspa y un amigo bogotano me envió un jabón artesanal, de muy mal aspecto, que según él era la panacea. Después de usarlo las motas eran del tamaño de ‘crispetas’ y cuando llamé a hacerle el reclamo, respondió que por eso había dicho que la porquería esa era ‘buenísima’ para la caspa.

viernes, agosto 12, 2016

Metamorfosis.

Transformación o cambio profundo es la definición que le da el diccionario a esta palabra, aunque si quien consulta quiere algo más concreto y explícito, basta leer algo acerca de la metamorfosis de la rana, donde un simple renacuajo se convierte en colorido batracio; o mejor explicación encontrará con el cambio que sufre un gusano que se transforma en mariposa, uno de los seres más bellos de la naturaleza. Si quiere profundizar más acerca del tema que le meta el diente a La Metamorfosis, de Franz Kafka, una obra maestra de la literatura universal que mantiene al lector expectante desde la primera página.

Sin embargo, en el trajinar diario sucede un ejemplo que es más evidente que todos los anteriores y es lo que sucede a la mayoría de las personas cuando se disponen a conducir un vehículo; y no digo que todas porque sería injusto, ya que existen algunas excepciones. Por lo general es común ver a verdaderos caballeros, educados y correctos, convertidos en guaches que insultan y echan tacos desde el mismo momento que ocupan el asiento del conductor. Más impactante aún es oír damas que son modelos de pulcritud, angelicales y de buenos modales, convertidas en verduleras cuando conducen un vehículo.

De manera que además de que las vías no dan abasto, la inseguridad campea, la mayoría no respeta las normas de tránsito, los semáforos están mal sincronizados y demás bellezas, sumado al hecho que casi todos los conductores andan con el mico al hombro, enfurecidos y con ganas de matar a alguien, se forma un coctel explosivo que a diario deja accidentes y víctimas qué lamentar. Antes no suceden más cosas, piensa uno, con semejante panorama tan oscuro.

La avalancha de motociclistas que inunda las vías ha generado un odio visceral entre los conductores de vehículos, quienes se sienten atropellados por la forma irresponsable como se comporta esa horda que zigzaguea por entre el tráfico como si fueran los únicos que tienen  afán. Se detienen los carros en el semáforo y aparece la plaga de motociclistas, que se adelantan como sea hasta llegar a primera fila para seguir muy campantes sin respetar el pare, como si las leyes no fueran para ellos. Por ello suceden tantos accidentes donde los conductores de moto se ven involucrados, los mismos que congestionan los servicios de urgencias y que tienen colapsado el sistema de Seguro obligatorio para accidentes de tránsito, SOAT.

Ante una situación tan compleja no queda sino armarse de paciencia, respirar profundo y contar hasta diez, porque lo único que saca el enfurecido conductor es una úlcera o un dolor de cabeza, ya que dicha problemática no tiene solución inmediata. La única salida para combatir el caos es adelantar campañas que calen en la conciencia de los conductores, que les enseñe a comportarse, los haga reaccionar. Solo Antanas Mockus se le midió al asunto y nos dejó una lección de lo que puede lograrse con dichas iniciativas, pero ante la falta de continuidad de sus sucesores todo quedó en buenas intenciones.               

El conductor de vehículo particular debe cambiar de actitud y relajarse, y tener claro que mientras no existan políticas de transporte masivo y construcción de vías, las cosas seguirán iguales. Además hay que tener claro que el Gobierno debe enfocarse en solucionar ante todo el asunto del transporte público, que es el que mueve al 85% de la población. Una buena táctica para controlar el ofusque y la irascibilidad, es que sea la misma familia la encargada de sacarle tarjeta amarilla al conductor, cada que le recuerde la madre a todo el que se atraviese.

Memorias de barrio (15).

Nuestros gustos y procederes son idénticos a los de nuestros mayores, con esas pocas excepciones que hacen la regla. De la familia materna heredé el gusto de viajar por carretera, a diferencia de quienes odian esa modalidad porque todo les parece lejos y desde el inicio del recorrido empiezan a preguntar cuánto falta. En cambio quienes disfrutamos lo encontramos interesante, bonito, agradable y todo nos parece cerquita.

Antes era impensable viajar en avión y por ello debíamos treparnos todos en el DeSoto familiar para salir de paseo. El carro tenía sillas amplias, sin cinturones de seguridad ni ergonomía alguna, y al no haber restricción de pasajeros, nos acomodábamos como fuera; ni hablar de las peleas por las ventanillas. El único lujo que tenía el carro era un radio de sintonizar con teclas, pero mi papá no lo prendía porque no aguantaba esa chirimía.

El domingo nos llevaban a Chipre, al drive-in Los Arrayanes, y nos compraban empanadas con media gaseosa; otra garrotera con quien tocaba compartirla. Esporádicamente el algo era en Pereira, que quedaba lejos, y allí nos compraban pandeyuca con helado; el negocio quedaba en el parque Uribe Uribe, donde correteábamos alrededor del lago mientras despachábamos el mecato. Luego mi mamá nos hacía lavar las manos en las aguas contaminadas con escupitajos y meadas de los chinches.  

Tiempo después estrenamos Simca 1000 y el cambio fue radical, porque ya no cabía ni la mitad de la tropa. Viajaban los cuchos, mi hermana mayor, los chiquitos y uno de los muchachos, quienes nos sometíamos a una cachiporra para escoger cuál clasificaba. Íbamos mucho a Medellín, por asuntos de familia, y como estaba recién inaugurado el hotel Intercontinental había promociones de fin de semana, las mismas que aprovechaba mi papá. Entonces llegaban a contarnos de los lujos, del desayuno bufet, de la piscina y demás atractivos, y quienes nos quedábamos tragábamos saliva y añorábamos tener esa oportunidad.

Por fin me tocó el turno y mi mamá preparó un ‘sudao’ de gallina, amarillo y sustancioso, el cual empacó en un tarro grande de galletas de soda; en otro recipiente el arroz, platos desechables, etc. Al final de la tarde llegamos al hotel Veracruz, cerca del Nutibara, porque en esa oportunidad no hubo chance en el Intercontinental; de todas maneras el escogido tenía piscina y un buen restaurante en la terraza, lo que para nosotros era una novedad.

Al descargar el carro mi mamá nos mandó a varios con un botones cargados de maletas y a mí además me encartó con el coco del fiambre. A disgusto lo cargué y en el ascensor el tipo preguntó con tonito golpeado qué llevábamos ahí, a lo que respondí no saber, que eso era de mi mamá, y entonces el vergajo ordenó abrirlo. Abochornado procedí a destapar el tarro y cuando vio el grasoso fiambre, hizo cara de asco y advirtió que estaba prohibido entrar comida al hotel. Hable con ella, le sugerí, a ver cómo le va…               

Después de explorar la habitación y los alrededores, empezamos a planear lo que pediríamos de comida en el restaurante y a ponernos el vestido de baño, pero mi mamá dijo que ni riesgos, que comida teníamos suficiente, los sobrados del fiambre, y que estaba muy tarde para programa de piscina. Qué desilusión, aunque nos dejó bañar en la ducha al menos una hora con ese chorro hirviendo, ya que la caldera permitía lo que en la casa era imposible. Salimos como unos rábanos y con los dedos arrugados, a dormir en cama franca y con la ilusión de tener mejor suerte al día siguiente.

Mi querencia natural.

Vivimos una rutina diaria que obnubila e impide que veamos la realidad que nos rodea, por lo que es común que no seamos conscientes de la maravilla de ciudad que nos tocó como vividero. Claro que es natural que todos nos refiramos de igual manera al terruño que nos vio nacer y por ello se cae en discusiones bizantinas cuando varios contertulios insisten en convencer a los demás de que tienen la razón. Lo importante no es persuadir a nadie de que la de uno es la mejor opción, sino apreciarlo y disfrutar al máximo sus ventajas.  

En estos países del tercer mundo es común que la gente quiera emigrar de pueblos y campos para las ciudades capitales, así deban afrontar dificultades y engrosar los cinturones de miseria. Sin embargo luchan y perseveran hasta que dan el salto a Bogotá, donde pasan trabajos y se rebuscan el pan, siempre con la meta de algún día cruzar el charco y devengar en moneda fuerte; no hay poder humano que los convenza de que si ganan en dólares, igual deben gastar en dólares. Lo paradójico es que los oriundos de esas grandes urbes dedican su esfuerzo a poder habitar en los suburbios de la ciudad, así deban desplazarse durante varias horas al día para ir a trabajar.

En nuestro medio a las familias acomodadas les dio porque sus hijos tienen que estudiar en universidades de Bogotá o Medellín, convencidos definitivamente de que el hábito hace al monje; y son muchos los que aguantan ese cañazo así deban saltar matones. Lo triste es que después de que los jóvenes se van no regresan sino a pasar puentes y vacaciones, cada vez con menos frecuencia porque ahora viajan al exterior con mucha facilidad. Muchos de ellos emigran a países lejanos donde forman sus hogares, por lo que a sus padres les toca disfrutar de los nietos por una pantalla de computadora; así son las familias modernas.   

Lo que me da golpe es oír a personas oriundas de ciudades intermedias como la nuestra y que residen en Bogotá, renegar por el caos que viven en el día a día. Utilizar el transporte público en horas pico es una agonía de supervivencia y quien tiene vehículo particular ve cómo con el paso del tiempo ese privilegio se hace menos viable, por los altos costos que tiene el mantenimiento del carro y la tortura que representa estar inmerso durante horas en fuertes atascos que minan la paciencia del más tranquilo; aparte del caos vehicular, el temor a ser atracado, a que le arranquen los espejos o las plumillas, a que lo bajen del carro y se lo roben. Vivir con ese miedo todos los días tiene que ser muy espantoso.

Que quienes proceden de provincia consideren la posibilidad de regresar a su tierra y así dejarles la capital a los bogotanos de nacimiento, para que puedan vivir en una ciudad sin tanta gente, más amable y ordenada. Lo que falta es que los jóvenes se convenzan de que si en la capital encuentran trabajo mejor remunerado, con lo que les pagan aquí les alcanza para tener una mejor calidad de vida. Porque en provincia todo es más barato, más fácil y descomplicado.

Pero sin duda lo mejor de vivir en Manizales es la calidad de su gente; porque las personas se miran a la cara, nadie niega un saludo, los ciudadanos interactúan sin conocerse, la amabilidad es innata y así la vida es más llevadera. Aquí nací y he pasado mi existencia, y aquí espero morir porque definitivamente esta es mi querencia natural.