martes, octubre 29, 2013

¡Tiene que poderse!


Al recordar tantos conflictos sucedidos en el planeta desde que tengo uso de razón y ver que casi todos han tenido solución, siento desazón y angustia. No encuentro razón para que el nuestro parezca interminable y sin un final cercano, a pesar de los intentos para lograr una reconciliación entre las partes. Desde el inicio de las conversaciones en La Habana celebré el pacto de silencio por parte de los negociadores, compromiso que han incumplido los representantes de las FARC, mientras el gobierno cae en la trampa de ripostar y entrar en el debate abierto. Entonces empieza todo el mundo a opinar y a meterle palos a las ruedas del diálogo, y esa vaina así no funciona.

Es necesario insistir en que al tratarse de una negociación debemos estar dispuestos a hacer concesiones, tragarnos muchos sapos, reprimir odios y resquemores, y ceder hasta donde sea posible para alcanzar el éxito. Al no lograr finiquitar un conflicto armado con la derrota absoluta de una de las partes, no queda sino sentarse a negociar una paz que convenga a ambos contrincantes. Muchos insisten en que los guerrilleros no merecen sino bala y mano dura, pero olvidan que así podemos quedarnos otros cien años y la cifra de muertos y perjudicados sería lamentable. Una guerra de guerrillas en un país con una topografía como la nuestra, con grandes extensiones de selva y parajes olvidados, además de las milicias urbanas, es muy difícil de enfrentar. 

La gente se ofusca y ofende cuando se entera de las peticiones que hacen los representantes del grupo ilegal, una situación normal en cualquier tipo de regateo. Es común que al querer vender un carro que vale 25 millones yo pida 28, mientras el interesado ofrece 23. Entonces empieza el tira y afloje, hasta que llegamos al precio que ambos sabemos es el real. Por pedir o por ofrecer a nadie han metido a la cárcel y en cualquier negocio se acostumbra tirar el anzuelo a ver qué cae. De manera que no debemos aterrarnos por esas demandas y contraofertas, porque todo eso hace parte de lo que llamamos “barequeo”.

Tampoco es sano revivir el pasado y sacar a relucir todo el mal que esa guerrilla le ha causado al país, porque se trata de un borrón y cuenta nueva. Claro que no es fácil, y mucho menos para los directamente afectados, pero si no es así, olvidémonos del asunto. Existe una película que debería promocionarse en nuestro país, presentarse en colegios, universidades, salones comunales, teatros y cuanto recinto sirva para tal fin; lógico que la televisión pública debe repetirla cuantas veces sean necesarias y que los canales privados, así tengan que dejar por un día de emitir la basura que acostumbran, también le den difusión.

El título de la cinta es “In my country”, protagonizada por Samuel Jackson y Juliette Binoche, un par de periodistas que siguen de cerca el proceso de paz que logró acabar con el Apartheid en Sudáfrica. Un conflicto racial de varios siglos, cargado de atrocidades y sucesos que lo hacían parecer irreconciliable, encontró un final feliz después de mucho sacrificio y esfuerzo por parte de todos los implicados. El filme está centrado en las Audiencias de verdad y reconciliación que se celebraron en todos los rincones de esa inmensa nación africana, donde unos jueces internacionales hacían las veces de moderadores en unos encuentros realmente escalofriantes.

En todo tipo de recintos eran enfrentadas víctimas y victimarios para esclarecer los hechos y llegar hasta los más íntimos detalles de los diferentes crímenes. Por ejemplo los policías blancos encargados de los centros de detención y tortura detallaban cómo habían sometido a los negros a vejámenes y salvajadas, cómo estos lloraban y suplicaban por sus vidas, cuándo y cómo los asesinaron y dónde estaban enterrados sus cuerpos. De igual manera los negros que asaltaron la casa de un blanco relataban la forma como violaron a mujeres de todas las edades, de qué manera las asesinaron, cómo destruyeron todo y se ensañaron hasta con las mascotas.

Y en las salas se escuchaban llantos y lamentos, había insultos, y hasta trataban de agredirse, pero al final todos aceptaron que oír esos detalles era necesario para lograr superar el traumático pasado. Claro que perduran odios y resquemores, como el lógico, pero el paso del tiempo se encarga de difuminarlos. Estas secuelas pueden verse en la novela Desgracia del escritor surafricano J.M. Coetzee, premio Nobel de literatura, cuya trama refleja de forma precisa cómo esas heridas tardan en cerrarse y que tantos siglos de opresión y humillaciones pasan factura en cualquier momento.  

Se pudo en los Balcanes, en Nicaragua y El Salvador; son historia Las brigadas rojas, Los Montoneros y Sendero Luminoso; Camboya y Vietnam superaron sus pesadillas; los indios musulmanes se fueron a Pakistán y terminaron las pugnas tribales y religiosas; ETA y el IRA optaron por el diálogo; las primaveras árabes se solucionan una tras otra; en África muchos conflictos han visto su fin; y así son tantos los enfrentamientos superados.
Metámosle positivismo a los diálogos y que hagan una pausa durante el proceso electoral, porque enemigos de la reelección querrán torpedearlos, mientras el gobierno puede ceder demasiado con tal de sacarlos adelante. A ver si logramos alcanzar la paz, porque estamos mamaos de esta disputa tan…

Memorias de barrio (6).


La residencia que habitamos en el centro era un caserón típico construido a principios del siglo pasado, de los cuales aún quedan muchos en sectores tradicionales como Los Agustinos y El Hoyo. Lástima que tantos han desaparecido por el paso del tiempo, el comején y la humedad. Otra razón es que algunos propietarios, ante la imposibilidad de vender sus predios porque no pueden ser derribados por tratarse de patrimonio arquitectónico, resuelven no hacerles mantenimiento a ver si se caen; así pueden negociar el lote que a la larga es lo que vale. Y entonces remplazan esas bellas edificaciones con esperpentos que dan grima, a excepción de unas pocas que han sido adquiridas por entidades que tienen capacidad económica para restaurarlas.

Cuando en la década de 1920 el centro de la ciudad fue azotado por tres incendios, que se propagaron fácilmente por primar la madera en las construcciones, el gobierno nacional dio la mano a los damnificados con créditos blandos para recuperar sus propiedades. Para adelantar las obras contrataron una constructora gringa, la Ulen Company, y las edificaciones contaban con una vivienda en la parte alta y en los bajos, locales comerciales que aseguraran una renta al propietario. Así es la casa que fue de la abuela Teresita, al frente del Palacio Arzobispal por la carrera 23, en cuyo local quedaba el almacén Plumejía (fundado por mi abuelo, Pedro Luís Mejía), en el segundo piso apartamentos para alquilar y en el tercero vivía la familia; ahí sigue el edificio, aunque poco queda de su arquitectura original.

La casa que alquilamos estaba localizada en la calle 24, entre carreras 20 y 21; donde ahora queda el parqueadero del Inurbe. Vista desde afuera era imponente, por su gran tamaño y los balcones que daban a la calle, y al abrir la puerta de dos naves empezaban unas largas escaleras que llevaban al segundo piso; esas escalas eran basculantes, ya que en el pasado las familias tenían semovientes en el solar y para sacarlos a la calle procedían a levantarlas. Cuando alguien golpeaba la puerta bastaba asomarse al balcón a mirar quién era y luego abríamos al jalar una cuerda acondicionada para evitar la bajada. Al llegar arriba había un gran patio embaldosado, con marquesina y alrededor un corredor al que daban las alcobas. En el frente el salón, que tenía los balcones, al fondo el comedor, y hacia atrás la cocina, el patio de ropas y la habitación del servicio. De ahí bajaban las escalas para el patio y el sótano.  

Por esa época éramos siete hermanos, entre uno y diez años, y recién llegados nos sentimos frustrados porque estábamos enseñados a jugar en la calle. Vivíamos encerrados y la única entretención era meternos a un sótano lleno de trebejos y muebles viejos, cubiertos de polvo, telarañas y bichos de todo tipo. Escudriñamos todos los rincones, curioseamos los chécheres, superamos el miedo a la oscuridad y buscamos la forma de subirnos a las tapias para espiar los patios vecinos. Cuando mi mamá salía nos entreteníamos en los balcones que daban a la calle gritándole vainas a la gente, tirándoles agua o escupas.

Aparte de cocinera y entrodera mi mamá tenía la ayuda de una monjita, perteneciente a una comunidad que prestaba ese servicio y cuya sede quedaban en el barrio Versalles. Las repartían en una camioneta “Josefina” y hacían turnos de varios días porque trabajaban internas en las residencias. Hasta entonces habíamos hecho buenas migas con ellas, con decir que asistíamos a las fiestas marianas en el convento, pero esa empatía se debía más que todo a que los mayorcitos nos la pasábamos en la calle cuando vivíamos en residencias anteriores. Pero como allá la cosa era a otro precio, al poco tiempo la religiosa estaba a punto de coger el monte. Un día madrugó a lavar y almidonar el uniforme -hábito, manto, toca y demás perendengues-, y luego lo tendió en las cuerdas del patio; esa tarde quisimos agarrar una viga que había amarrada en la parte alta del sótano y debido a que nos falló el cálculo, cayó hacia el lado equivocado, reventó las cuerdas de la ropa y el latigazo desperdigó las sagradas prendas por medio vecindario. Bañada en lágrimas llamó para que fueran a recogerla y nunca más volvimos a verla; además, ninguna compañera quiso remplazarla.

Corría 1962 y nuestro mayor tesoro, el juguete preferido, eran unos retazos de madera que nos regalaba el carpintero que trabajaba en la construcción de la casa de La Camelia. Con esas tablitas armábamos estructuras, hacíamos carreteras para los carritos y demás entretenciones, hasta que una noche las usamos para formar un letrero que expresaba algo que anhelábamos: “Papá, llévenos al Ley”; porque acababan de inaugurar ese primer almacén por departamentos en la calle 19 y la novelería era total. Al otro día llegó mi padre temprano del trabajo y nos fuimos a conocerlo mientras nos chorreaba la baba al ver góndolas, estanterías y la maravillosa cafetería donde nos compraron buñuelos con chocolate.        

Otras veces salíamos a mirar vitrinas por la carrera 23 y una noche nos dieron la mayor sorpresa: fuimos a conocer el recién inaugurado Club Manizales, con bañada en la piscina caliente y comida de empanadas con gaseosa. Eso fue como llevar ahora unos muchachitos a Disneylandia.
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miércoles, octubre 16, 2013

Cortar por lo sano.


En el pasado las tribunas del estadio eran ocupadas por familias cuyo programa el domingo era asistir a fútbol. Porque todos los encuentros del campeonato nacional se jugaban ese día a las tres y media de la tarde y la única forma de seguirlos era desde la gradería, ya que no existía trasmisión por televisión. Los aficionados acostumbraban sellar el Totogol durante la semana y así el domingo, quienes no tenían la oportunidad de asistir a los encuentros, los seguían por radio para comprobar sus aciertos en la quiniela.

La asistencia al antiguo Fernando Londoño era en promedio tres cuartos del aforo y para promover el ingreso de familias casi siempre había ofertas para que las parejas entraran de gancho, descuentos especiales para los menores y demás paquetes atractivos. En un principio la única tribuna que tenía cachucha era occidental, construida en concreto, y tiempo después levantaron otra metálica en oriental; el resto era destapado pero con entradas a muy bajo precio. En norte estaba la tribuna de Gorriones, pequeñines de escasos recursos que ingresaban gratis si pasaba sin agacharse por debajo de una barra que servía como rasero; ellos entraban por una puerta especial localizada en ese sector.

Entonces sólo existían el estadio, el coliseo mayor, el club de tenis y una piscina olímpica que construyeron tiempo después en el sector donde queda ahora el coliseo menor; por cierto, la piscina nunca funcionó. Esa unidad deportiva estaba cerrada por un muro de ladrillo que subía por la avenida Lindsay, recorría la recta del coliseo y bajaba hasta donde queda ahora el cuartel de bomberos, para conectar de nuevo con el estadio. El domingo desde temprano los carabineros patrullaban la zona para evitar que los muchachos saltaran el muro y se escondieran en los matorrales, para colarse en las tribunas al momento de empezar el partido.

Algunos chinches se trepaban a los árboles de la avenida Lindsay para patearse el partido desde allí, y otros aficionados se acomodaban en un sector de la Universidad Nacional, desde donde empinados alcanzaban a ver la cancha. El ambiente era festivo, no era común que aficionados de otras ciudades se desplazaran para apoyar al equipo visitante, excepto cuando se trataba del clásico regional con el Deportivo Pereira, y aparte de algún bonche a trompadas en la tribuna que terminaba cuando sacaban a los implicados, ningún peligro amenazaba a los asistentes. Vendían cerveza en vasos de cartón y las viandas que se ofrecían en el medio tiempo tenían mucha acogida entre los asistentes.

Muy distinto ese panorama al que se vive hoy alrededor del fútbol. Pocos se atreven a llevar sus familias al estadio por miedo a los bochinches que se forman, tanto dentro como afuera, verdaderas batallas campales donde solo queda correr para evitar salir damnificado. En las tribunas populares los fanáticos saltan durante horas, muchos sin camisa, agitan las manos al ritmo de los cánticos, y al anotar su equipo un gol empiezan a correr arriba y abajo por la gradería como si fueran a convulsionar. Sudan, gritan, volean las camisetas, ondean banderas, se trepan en barreras y separadores, y amenazan a los hinchas contrarios con odio y ferocidad. Pululan las drogas y el alcohol, y ante cualquier desavenencia aparecen garrotes y puñales que utilizan sin ningún recato.

Los integrantes de las barras bravas, sin importar qué equipo siguen, son idénticos: visten de manera similar, tienen el mismo tono de voz y coinciden en el léxico, se motilan de la misma manera, usan aretes, tatuajes y basta verlos caminar para reconocerlos. Después de ponerse la camiseta y juntarse con los parceros, se envalentonan y creen tener licencia para hacer lo que les dé la gana; no respetan normas, roban, destruyen, insultan, atropellan y desahogan todo el odio y el resentimiento que acumulan. Me quedó grabada una imagen sucedida frente a mis ojos, cuando varios seguidores del Once Caldas que salían de fútbol se echaban vainas y en cierto momento uno de ellos, un mocoso imberbe, sacó un cuchillo de la pretina y sin decir palabra se lo enterró a otro en la espalda.

Sin duda el problema se salió de madre y veo muy trabajoso eso de “educar” a estos desadaptados. Porque convirtieron dicha actividad en un modo de vida, además de poseer mentes huecas que no les permiten ver a más allá de sus narices. En Europa solucionaron el problema al controlar con cámaras especiales la entrada a los estadios, además ellos nos llevan mucha ventaja en cuanto a civilización. Me pregunto por qué el fútbol despierta este fanatismo desbordado, mientras en deportes más violentos como el rugby o el boxeo no son comunes las chichoneras.

Se requieren medidas drásticas y cuando proponen suspender el campeonato de fútbol no debemos aterrarnos. Cortar por lo sano, así paguen justos por pecadores, porque es absurdo que un joven salga para el estadio y termine etiquetado en la morgue. Y a quienes parezca descabellada la idea, que se pongan en los zapatos de quienes viven en los alrededores de los estadios o imaginen que el próximo muerto sea un miembro de su familia. Y con la calidad de fútbol que se juega en nuestro país, sería saludable un revolcón; sanear cuentas, combatir mafias, acabar con las roscas y podar todos esos troncos.  

miércoles, octubre 09, 2013

Evolución del matrimonio.


Me da golpe cuando oigo a una señora decir que su marido es machista porque no recoge la ropa sucia ni ayuda a lavar los platos. Tal comportamiento tiene que ver más con la forma como lo criaron, porque la mamá es la encargada de inculcarnos esas cosas desde chiquitos: tender la cama, poner la mesa, hacer mandados y ayudar en la cocina. Algunos mayores creen que exigirle a un niño ese tipo de responsabilidades es un abuso y entre los campesinos es común que el hijo varón no haga ningún tipo de oficio en la casa, porque puede volverse afeminado. Lo increíble es que hoy en día los muchachitos, de ambos sexos, crecen sin saber preparar un huevo frito.

Las que se quejan del machismo ignoran la historia, no han leído, ni se interesan por otras culturas y costumbres. Porque después de conocer cómo se ha subyugado a la mujer a través de los siglos, que un hombre deje los calzoncillos tirados en el baño es una minucia insignificante. Claro que todavía se acostumbra golpear a las mujeres, abusar de ellas y menospreciarlas, práctica arraigada en los estratos bajos y el campesinado, pero a la mayoría nos tocó una generación donde la mujer exige igualdad de condiciones; sin duda la posibilidad de educarse y trabajar les da independencia, a diferencia de antes que muy pocas podían separarse del marido porque se las tragaba la tierra. Qué decir de otras religiones y tradiciones tribales, donde la mujer es propiedad del esposo.

En épocas pasadas el papel de la consorte era secundario y estaba confinada al hogar. Debía administrar la casa, educar los hijos, acudir a la iglesia, coser, preparar viandas y delicias, controlar al servicio y estar dispuesta a complacer al marido cuando este lo dispusiera; nada de dolor de cabeza ni demás disculpas. Salía de un embarazo, pasaba la dieta y arrancaba para el próximo. Muchos señores tenían amante, con quien daban rienda suelta a su fogosidad, y acostumbraban rematar las tertulias de amigos en una casa de citas.

Ahora los jóvenes no necesitan recurrir a prepagos ni guarichas porque las amigas lo aflojan sin misterios, y lo mejor, no necesitan estar enamoradas. Para ellos el sexo no es tabú y abordan el tema sin tapujos ni malicia. Muy diferente a como nos tocó a nosotros, que ni en el colegio ni en la casa nos nombraban el tema; aprendíamos con los amigos mientras se nos salían los ojos ante una revista Playboy. Después, a calmar la naturaleza con la mano o donde las mujeres de la vida. Otra costumbre actual es convivir en pareja durante un tiempo antes de tomar la determinación de casarse y tener hijos, lo que resulta práctico y efectivo, porque ambos pueden evidenciar si escogieron a la persona ideal y están preparados para comprometerse.

Aunque unas por otras, porque mientras un marido de antaño podía llegar a la casa al amanecer, jincho de la perra y con el pelo revolcado, y la mujer ni siquiera se atrevía a preguntar dónde andaba porque era el señor de la casa y por lo tanto podía hacer lo que le provocara, ahora los mantienen controlados al minuto y darse una escapada para echar una cana al aire es prácticamente imposible. Para no ir muy lejos, nosotros podíamos perdérnosle a la novia e inventar cualquier disculpa, y a ellas les tocaba tragar entero porque no tenían manera de confirmarlo. Ahora los avances en las comunicaciones tienen jodido a más de uno, porque una mujer celosa no se contenta sólo con que responda el teléfono, sino que exige que el fulano se conecte a la red y muestre el entorno donde se encuentra. Ya no pueden contestar desde el amoblado y decir que están en la oficina.

Una justificación para la infidelidad de los hombres puede ser que hay mucha diferencia en la calentura de ambos cónyuges después de unos años de matrimonio; mientras el marido siempre está con ganas y no desperdicia oportunidad para entucar, la señora busca disculpas e inconvenientes para evadir el encuentro. Conozco a una pareja muy querida que enfrentó una crisis por un desliz del marido, y ella quiso superar lo sucedido al planear una celebración inolvidable del aniversario de bodas que estaba próximo. El día señalado llegó el hombre cansado del trabajo y cuando se disponía a recostarse para ver el noticiero, la mujer le dijo que no se acomodara porque saldrían a comer afuera; sin los niños.

Mientras disfrutaban la velada él no veía la hora de irse porque el sueño le podía. Camino a casa la mujer lo hizo desviar y después de algunas señas, fueron a parar a un amoblado en las afueras de la ciudad. El tipo trataba de mostrar entusiasmo y después de parquear, ella lo hizo esperar un momento; luego lo llamó y al entrar en la habitación, la encontró en medio de un ambiente cubierto de pétalos de rosa y envuelta en un abrigo de piel que dejaba entrever que no llevaba nada debajo. Entonces ella, en un gesto como si quisiera abrirse el abrigo de un tirón, lo instó a que adivinara cuál era la sorpresa que le tenía. Él no pudo disimular su estupor y por responder algo dijo: Eeeeeh… ¿Las chicas águila?
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miércoles, octubre 02, 2013

¿Autoridad sin autoridad?


El ideal de la convivencia es que todos respetemos las normas, las acatemos y cumplamos con nuestros deberes como ciudadanos de bien, lo que redunda además en que podamos contar con los derechos que nos corresponden. Sin embargo debemos reconocer que todos, en mayor o menor grado, nos pasamos las reglas por la galleta y al sumar todas esas contravenciones se forman el caos y el desorden. Y es que así uno trate de no salirse ni un pelo del camino recto, se presentan casos desesperados que nos tientan a recurrir a alguna triquiñuela que nos saque del apuro.

Que alce la mano quien no haya violado alguna vez una ley de tránsito, se haya colado en una fila, que no sepa lo que es “untar” a un policía, influir para obtener beneficios, hacer uso de palancas y recomendaciones, o evadir impuestos, entre muchas otras infracciones cotidianas. Por más recta que se considere una persona, en alguna época de su existencia cruzó la línea de la ilegalidad, así sea en asuntos baladíes. En nuestro medio el contador público es requerido para llevar cuentas, pero sobre todo para encargarse de que el cliente pague lo menos posible por concepto tributario; lo que llaman “capar” impuestos. Claro, como todos sabemos adónde va a parar la recaudación.

Una sociedad organizada y respetuosa existió en la mente de Tomás Moro y su obra Utopía, pero la realidad es que el ser humano cada vez es más torcido y ventajoso. El desorden impera y en muchos casos son los mismos dirigentes quienes dan mal ejemplo; autoridades corruptas, jueces amañados, funcionarios malhechores y políticos insaciables. Si la sal se corrompe… Una sociedad donde todos cumpliéramos las normas no necesitaría policías ni soldados, guardas de seguridad, auditores, jueces o magistrados, censores y demás autoridades.

Durante mi niñez existía el policía de barrio, quién recorría el vecindario en una bicicleta grande y pesada, de esas de frenos de varillas y parrilla atrás, y ante el escaso trabajo se dedicaba a enamorar mantecas. En cada esquina tenía un entronque y muy elegante con su uniforme de paño y la gorra bien puesta trataba de disimular las gotas de sudor que le chorreaban, debido al esfuerzo de pedalear en semejantes faldas. Si por cualquier pilatuna algún vecino nos amenazaba con llamar al policía, salíamos despavoridos como si nos hubiera nombrado al mismísimo demonio.

A la patrulla le decíamos la bola, una camioneta grande con dos puertas atrás para meter los presos y un estribo donde viajaban los agentes como si fueran bomberos; al que agarraban lo llevaban a La Permanencia, localizada en el barrio Los Agustinos donde construyeron años después el Terminal de Transporte. Ya durante nuestra adolescencia tuvimos algunos encontrones con la ley, cuando nos metíamos en un tropel o si al amanecer tratábamos de hacer conejo en algún metedero. Las patrullas estaban tripuladas por varios policías bajo el mando de un teniente, casi siempre un zambo fantoche de botas hasta la rodilla y gafas oscuras, así fueran las tres de la mañana. Los llamamos tombos, polochos o aguacates, y no conocíamos esos rangos de ahora: patrullero, intendente, dragoneante, alférez, etc.

Claro que la ciudadanía en general obedecía sin rechistar ante los uniformados. A nadie se le ocurría insultarlos, empujarlos y mucho menos levantarles la mano; por el contrario, al muy alzado le pateaban el fundillo, dos bolillazos y a la patrulla. Por ello me asombra ver ahora cómo la gente le perdió el respeto a la policía; en las manifestaciones se tiran piedras de ambos lados, como en aquellas batallas de terrones de nuestra niñez. Detienen a un fulano en un retén y sin pensarlo se baja del carro y arremete a puños contra el policía. Cualquiera los insulta, les manotea, los amenaza y hasta llegan a dispararles.

Qué podemos esperar de una sociedad descompuesta que ya ni siquiera respeta la autoridad. Los vándalos que se disfrazan de aficionados al fútbol y componen las llamadas barras bravas, se sienten con patente de corso para delinquir a su antojo. Destruyen lo que encuentran, manchan las paredes con grafitis, andan armados y amenazan a las personas de bien para que les den dinero. Eso es una vagabundería. Y los universitarios, que como cualquier ciudadano tienen derecho a disentir y protestar, que lo hagan sin encapucharse ni atentar contra los demás.

Lo triste es que se ha perdido la credibilidad en la ley por la corrupción que impera, con los tenebrosos falsos positivos como ejemplo tangible, y mucha gente prefiere no llamar a la policía ante cualquier inconveniente porque piensan que les puede ir peor. Claro que hay abusos de autoridad, mafias que permean a policías y militares, comportamientos reprochables y demás anomalías, pero no podemos estigmatizarlos a todos por culpa de unos pocos. Se presentan casos como el del joven que asesinaron en Bogotá porque pintaba grafitis de manera ilegal, crimen que no han podido aclarar, pero tampoco es para que el papá del muchacho diga que el zambo desarrollaba el libre derecho a la personalidad, además de practicar su arte.

Las leyes hay que cumplirlas porque de lo contrario terminaremos sumidos en el caos y la anarquía, y que cada quien se encargue de acatarlas y respetarlas aunque sea su conciencia la única en reconocérselo. 

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