martes, diciembre 21, 2010

Añoranza navideña.

Definitivamente la navidad es para los niños, sobre todo cuando aún creen en el Niño Dios, y verlos disfrutar las tradiciones navideñas es todo un programa. En cambio a los mayores nos asalta la nostalgia, la depresión se alborota y nos agarra una sensación de viejera la más espantosa; por fortuna el traguito mitiga esos males. Todo tiene su momento y queda la satisfacción de haber vivido una infancia feliz, y que mientras tuvimos hijos o sobrinos pequeños, disfrutamos estas fechas con intensidad.

Tengo gratos recuerdos de aquellas vacaciones en la finca con una parentela maravillosa y abundante. Mi tío Roberto era el eje central de la temporada; él organizaba, dirigía, regañaba, nos daba gusto y estaba pendiente de todo. Al otro día de salir del colegio ayudábamos a empacar lo que llevaríamos para la temperada, que incluía colchones, pipa de gas, ropa de cama, olla pitadora, los chiros de cada uno y demás corotos. En un camioncito empacábamos todo, junto con el trasteo de los Ocampo, y nos encaramábamos atrás. Después arrimábamos a la casa de la tía Gracielita donde debía cargarse el menaje de la familia Vélez Arango. Ahí ya éramos 24 primos y 6 adultos, aparte de otros parientes que se apuntaban al paseo.

Cuando el abuelo Rafael compró esa finca, mucho tiempo atrás, le puso el nombre de su mujer: La Graciela. Después, cuando temperábamos allá, la abuela ya había enviudado y vivía con su hermana Lucila, quien era como otra abuelita para nosotros; ambas eran enemigas de ese paseo por la pelotera y porque se morían del susto con la pólvora. Bajaban unos pocos días, pero algo se inventaban para regresarse para la casa. Los señores subían a diario a trabajar y las mamás se turnaban para venir a hacer diligencias. En cambio los niños nos olvidábamos de todo y sólo disfrutábamos de unas vacaciones espectaculares.

Cada matrimonio tenía una habitación asignada para acomodarse con los hijos más pequeños; los otros cuartos se repartían por sexos y edades. Para cualquiera era un logro cambiar de pieza al crecer un poco, aunque en un principio era jodido, ya que por ser el menor se la montaban y le tocaba hacer todos los mandados; pero eso no importaba, porque la meta soñada era poderse meter con los más grandecitos. A media noche lo mandaban a la nevera a robar cerveza, incursión que debía hacerse por detrás de la casa para que no lo pillaran; y cuidadito con decir que le daba miedo.

En otra oportunidad, con mis primos Felipe Ocampo y Alberto Vélez, y mi hermano Rafael, estábamos escondidos debajo de un palo de café arábigo y me encargaron que trajera, de la cuerda donde secaban la ropa, el brassier de una sardina parienta que vino de Bogotá. Yo no entendía para qué querían esa vaina pero obedecí sin chistar, y después de que ellos lo olieron con fruición y se lo restregaron por todas partes, hice lo mismo para no desentonar, pero sin lograr encontrarle la gracia.

El día empezaba muy temprano para ver ordeñar y todavía en piyama nos íbamos al potrero a corretear las bestias para traerlas y ensillarlas. Si había turno para el baño nos dábamos una ducha, pero no teníamos problema en obviar ese paso y mejor nos vestíamos rápido para buscar cupo en la montada a caballo. Debido a la cantidad de gente todo era por sorteo y de esa forma el tío Roberto asignaba las bestias; recuerdo, entre otras, a la Colimocha, la Morita, la Sinforosa, la Tunga y la Calambrosa (esa acostumbraba detenerse para sacudir una pata).

A medio día almorzábamos y por la tarde había paseo al río Chinchiná, que pasaba a media cuadra; los adultos se turnaban para cuidarnos, con la condición que fuera después de la siesta. Nos sentábamos todos en unas escalas, durante horas, en vestido de baño y una toalla al hombro a esperar a que abrieran el ojo. Al caer la tarde los papás jugaban tute o parqués y se tomaban unos aguardientes, las mamás conversaban y tejían, y los muchachitos jugábamos cuclí; el tapo quedaba en un palo de mango que había al frente de la casa. Después la comida de todos los días: frijoles con arroz, arepa, carne asada y tajadas maduras, y rematábamos con leche postrera y banano. Con semejante munición los campeonatos de pedos en el cuarto de nosotros eran de antología.

La matada de marrano no podía faltar. Como a mi papá le gustaba dormir el guayabo, Roberto le prendía papeletas debajo de la cama para que se levantara; todos debíamos participar. Del porcino guardaban los perniles para las cenas de Navidad y año nuevo, que se completaba con un par de piscos que le compraban a Carmen, la mujer del agregado.

Maravillosa época cuando las familias temperaban en fincas sin televisor ni teléfono, donde no llegaba la prensa y las únicas noticias las traía el que subiera al pueblo. Todo era correr, jugar, subirse a los árboles, disfrutar el aguinaldo (porque era de a uno), tirar cauchera, montar a caballo, pescar sabaletas, guindar a las primas y otras tantas pilatunas. Tampoco conocíamos palabras como estrés, depresión, terapeuta, gastritis, trauma o hiperquinesia. Al mocoso que estaba muy cansón le zampaban una pela y santo remedio.
pamear@telmex.net.co
Propongo: Esta Navidad, cero regalos. Todo para los damnificados.

miércoles, diciembre 15, 2010

¡No le busque más!

Siempre oímos a quienes viven en Bogotá lamentarse por lo complicado que es transitar por las calles, debido a que los vehículos no caben en ellas. Sin embargo el clamor se ha intensificado, porque ahora los atascos del tránsito convirtieron a la capital en un lugar invivible. Durante la semana el tráfico es pesado y complicado, pero el sábado, que no existe restricción, dicen los mismos habitantes de la metrópoli que es imposible salir en el carro. Prefieren quedarse en la casa antes que padecer semejante martirio. Mientras las obras de infraestructura no prosperan porque la corrupción no lo permite, miles de vehículos nuevos salen a rodar por las atestadas vías.

Es inconcebible que tanta gente se traslade a la capital a sufrir a diario ese tormento, mientras que en una ciudad intermedia como la nuestra la situación es muy distinta. Claro que muchos se quejan porque el tráfico se pone pesado en las horas pico, aunque me atrevo a asegurar que esas personas nunca han estado atrapados en un atasco de esos que provoca llorar. Y eso que aquí las avenidas son pocas por lo difícil de nuestra topografía, pero nadie podrá negar el privilegio que representa salir del trabajo en La Enea a medio día y quince minutos después estar en la casa para almorzar; además alcanza a dormir siesta.

En cambio el problema nuestro está en las vías que nos unen con el resto del país, porque de seguir así, terminaremos como dicen algunos: convertidos en un paradero de buses con arzobispo. Sin embargo, para demostrar que nuestra región lo único que necesita para descollar económicamente es contar con buenas vías de comunicación, basta leer algo de la historia de la ciudad para enterarse de que las cosas antes eran a otro precio. Hace años el historiador Albeiro Valencia Llano me obsequió dos libros de su autoría: uno sobre la colonización antioqueña y el otro referente a la fundación y desarrollo de Manizales; son interesantes, amenos y en sus páginas es fácil toparnos con los ancestros.

A finales del siglo XIX y a principios del XX Manizales era la segunda ciudad más importante de Colombia, después de Bogotá, y todo debido a que dominaba las rutas que comunicaban a Antioquia con el Cauca, y al occidente del país con el río Magdalena y la Capital de la República. Se trataba de caminos de herradura por donde las recuas transportaban las mercancías que transitaban por Honda y Ambalema; además, llegaban hasta las minas de Marmato y las tierras del Chocó. El primer camino que abrieron hacia el oriente pasaba muy cerca del nevado de El Ruiz y pernoctar en las cuevas del Gualí o de Nieto era difícil por el intenso frío. Por lo tanto en 1864, catorce años después de la fundación, el cabildo emprendió la construcción de otro paso por el páramo de Aguacatal, llamado el camino de La Elvira, para lo que recaudó una contribución obligatoria entre algo más de mil vecinos; lo que ahora llamamos valorización.

Dos años después el municipio se declaró insolvente y ante la imposibilidad de pedirle más dinero a los ciudadanos, que no estaban en condiciones de aportar, resolvió entregarle el proyecto a una compañía privada para que terminara las obras. Esa compañía estaba conformada por Francisco Antonio Jaramillo, Pablo Jaramillo, Ignacio Villegas y Gabriel Arango Palacio (mi tatarabuelo). Luego se emprendió la apertura de otro camino, llamado El Perrillo o Moravia, el cual se empezó a construir en 1890 y fue encargado a la sociedad conformada por Pantaleón González O., Pedro Uribe Ruiz, Rufino Elías Murillo y Manuel María Grisales.

Las crónicas de la época aseguran que en los potreros de Manizales y los municipios vecinos llegaron a pastar diez mil bueyes, además de mulas y bestias que utilizaban para el transporte de personas, con los que se movía toda la carga que transitaba entre las diferentes regiones. De esos primeros habitantes los más adinerados fueron los que se dedicaron al negocio de la arriería, entre quienes se destacaron don Justiniano Londoño (el papá de Fernando Londoño Londoño) y los hermanos Estrada Botero. Por ello al manizaleño que se crea de sangre azul o que se ufane de sus abolengos, debemos recordarle que todos descendemos de arrieros y montañeros de alpargatas y mulera.

Con el surgimiento del cultivo del café el volumen de carga aumentó en forma considerable y como complemento a las recuas apareció la navegación por el río Cauca, donde Francisco Jaramillo Ochoa y Carlos E. Pinzón fundaron importantes compañías navieras. Los arrieros llevaban la carga hasta La Virginia, de allí por el río hasta Palmira, desde donde seguía en tren hasta Buenaventura para embarcarla hacia el exterior. En 1922 se inaugura el cable aéreo entre Manizales y Mariquita para agilizar el transporte hacia el río Magdalena, y en 1928 llega la línea férrea a esta ciudad para comunicarla con el ferrocarril del pacífico.

Ahí está la prueba de por qué nos quedamos estancados. Porque si entonces contábamos con varios medios de transporte, ahora dependemos de unas pocas carreteras obsoletas, sinuosas, angostas y en mal estado. Ojalá aprovechemos este cuarto de hora, como dijo el Ministro Germán Cardona, para que con el billete que piensan invertir en infraestructura podamos salir por fin de este atolladero.
pamear@telmex.net.co

martes, diciembre 07, 2010

Hostales y mochileros.

Entre los tantos terminachos que se han puesto de moda hay uno bien valedero: la aldea global. Con los avances en las comunicaciones el concepto de remoto o lejano dejó de existir, porque una conexión por ejemplo vía Skype funciona igual entre dos personas que viven en la misma ciudad, que si están en diferentes países. Antes, si alguien se radicaba en Australia podía hablar con sus familiares en muy contadas ocasiones, y a los gritos; las cartas demoraban varias semanas en llegar a su destino y pensar en venir de visita era algo utópico. Ahora basta con ponerse de acuerdo con el horario de la comunicación y el emigrante puede mostrarles su motilado o la habitación donde se encuentra. Ver a la persona, además de hablar con ella, hace que sintamos que la tenemos al lado. Además, dicha conexión permite que tres o cuatro personas que están en diferentes continentes puedan comunicarse, y verse, al mismo tiempo. ¡Y gratis!

Otra cosa es que los jóvenes viajan con una facilidad pasmosa y cuando visitan otras latitudes, encuentran en las distintas ciudades amigos, conocidos o referidos de alguien más, quienes los reciben en sus casas mientras se instalan; y si van de paseo les dan posada con todo el gusto. En nuestra época unos pocos iban a estudiar a Medellín o Bogotá, pero aprovechaban hasta los fines de semana para venir a la casa, y no veían la hora de terminar la carrera para radicarse en su tierra. En cambio ahora la desbandada es total y el que no tiene recursos para estudiar por fuera, apenas recibe su título profesional pone pies en polvorosa. Y por medio de internet levantan becas, intercambios, pos grados y demás capacitaciones. Mientras que para nosotros era todo un paseo visitar la Feria Internacional de Bogotá, ellos van a Nueva York o Madrid con suma facilidad.

Yo me babeo al ver en la televisión el canal de viajes y la forma tan fácil y barata como se puede conocer mundo. Antes de arrancar, el viajero busca por internet todas las opciones de transporte y alojamiento, donde encuentra promociones, rebajas y paquetes turísticos, y de una vez puede reservar y pagar con una tarjeta de crédito. Con las aerolíneas de bajo costo y la proliferación de hostales, ahora las tarifas son mucho más asequibles. Desde la comodidad de su casa consulta precios, horarios, rutas y programas, y de una vez asegura su vuelo en cualquier ciudad remota, mira cómo sale del aeropuerto en el metro, en bus o tranvía, y separa la cama en el hostal donde piensa pernoctar. El destino puede ser en Ushuaia, Singapur, Minsk, Pretoria, Pekín o Villa de Leiva, y con una computadora gestiona todo el viaje.

La modalidad de hostal facilita las cosas al viajero porque mientras en Europa pagar por una habitación de hotel es muy costoso, sólo para dormir y sin tomarse un tinto, en el hostal una cama cuesta 16 euros la noche; eso sí, debe compartir habitación con otras personas. Si prefiere privacidad la tarifa puede subir a 30 euros. En Norteamérica las tarifas están entre 10 y 30 dólares; y en Suramérica cuesta un poco menos. Algunos ofrecen desayuno incluido y para las otras comidas, tienen una cocina bien aperada para que cada huésped prepare sus alimentos; en bolsas marcadas se guardan las compras en la nevera o en la despensa. Entre la comunidad de mochileros existe mucha camaradería y es común que se intercambien condimentos, ingredientes y recetas. Además, quienes siguen su camino dejan sobrantes de salsas, productos no perecederos, aliños, etc., lo que hace mucho más sencilla la preparación de cualquier plato.

El huésped recibe una toalla y si quiere puede pagar extra para tener un compartimiento seguro dónde guardar sus pertenencias, utilizar internet, llamadas telefónicas y otros servicios. Un hostal debe tener un salón con diferentes juegos y pasatiempos (pimpón, billar, dominó, parqués) y un espacio al aire libre (terraza, balcón, patio interior). Los hostales no se clasifican por estrellas, sino que los huéspedes mismos se encargan de calificarlos en cuanto a servicio, limpieza, ubicación, entretenimientos y seguridad, y ese porcentaje aparece en las páginas web donde ofrecen el servicio. Por cierto, la ubicación tiene mucho que ver con que quede cercano a la zona rosa, donde haya rumba asegurada y restaurantes asequibles.

Los mochileros generan divisas en todo el planeta y los hostales se encargan de ofrecerles planes turísticos, aunque ellos por lo general prefieren las excursiones ecológicas y de aventura; muchos jóvenes recorren mundo y consiguen recursos al trabajar en los mismos hostales donde se alojan. En Manizales no era común ver este tipo de establecimientos y en la actualidad hay buena oferta, y por ejemplo existe uno localizado en una hacienda tradicional a 20 minutos del centro de la ciudad, donde ofrecen al visitante un recorrido por la cultura cafetera desde que se siembra la semilla hasta que le brindan una taza del mejor café, tostado y molido en presencia del turista (http://haciendavenecia.com/hostal.html).

Mi hijo es mochilero y confiesa que lo único incómodo es cuando le ha tocado compartir habitación por ejemplo con europeos, que son tan esquivos al baño diario; por fortuna el cansancio acumulado permite conciliar el sueño a pesar de la “güelentina” a chucha y a pecueca. ¡Fo!
pmejiama1@une.net.co