viernes, septiembre 09, 2005

En Caso de Emergencia ...

Solamente cuando a uno le suceden las cosas es que se da cuenta que en este mundo nadie está libre de nada. Para morir solo necesitamos estar vivos y a pocas personas se les ocurre por ejemplo que los puede matar un rayo, porque las posibilidades son tan remotas, que uno prefiere gastarse ese chepazo ganándose una lotería. Los peligros están ahí, acechando en todo instante, pero si el sujeto se obsesiona con ellos entonces no tiene paz en ningún momento. En lo que sí somos descuidadas la mayoría de las personas, es en estar preparadas para las emergencias y practicar con cierta regularidad las medidas que deben tomarse al respecto.

Claro que cuando hay un terremoto como el que nos zarandeó a los manizaleños en el año 79, ahí mismo en colegios, hospitales y demás instituciones se prenden las alarmas, ofrecen cursos de primeros auxilios, adelantan planes de evacuación, dictan conferencias y todo lo que quiera, pero al poco tiempo se enfría el tema y a todos se nos olvida. Recuerdo cuando se toreó el volcán Arenas que no se hablaba de otra cosa y todo el mundo andaba con las pilas puestas; mi mujer mantenía a la mano un radio, la linterna, las máscaras y un pito por si las moscas. Vaya que explote esa montaña otra vez sin previo aviso para que vea que nos coge a todos con los calzones abajo.

Cuando escuché la noticia del avión de Air France que se salió de la pista al aterrizar en Toronto y en 95 segundos fue desalojado por más de 300 personas, entre pasajeros y tripulantes, me quedé abismado. Antes de que el aparato hubiera caído en la zanja donde se incendió, el copiloto ya había activado el mecanismo que abre las puertas y despliega los deslizadores. En solo minuto y medio ya corrían todos como conejos por los alrededores y del avión solo quedaron ruinas calcinadas. Y pensar en la mamera que da a los pasajeros cuando el avión carretea y empieza la azafata con la misma cantaleta, mientras todos los presentes piensan que eso de los accidentes le toca es a otros.

En muy pocos hogares de nuestro país se tienen planes de evacuación, elementos para combatir un incendio o procedimientos a seguir en caso de emergencia. Máximo, tienen al lado del escusao un pequeño gabinete con puerta de vidrio y que en su interior contiene una tusa, con la indicación en grandes letras que en caso de necesidad rompa el vidrio. Es un chiste muy pendejo pero que ha hecho carrera en nuestra cultura. En los grandes edificios de oficinas están los gabinetes donde podemos ver un hacha y una larga manguera muy bien dispuesta, pero sería bueno saber cuántas personas saben darle el uso correcto a esos elementos.

Los controles para que en los edificios se mantengan los extintores cargados y operando son muy esporádicos, además que muy pocos porteros, inquilinos o administradores saben exactamente cómo operarlos y cuál es la forma correcta de atacar el fuego con un aparato de esos. Uno piensa que en su apartamento lo máximo que puede pasar es que se rompa una tubería en un baño y se inunde un poco el tapete, pero estoy seguro de que en caso de un conato de incendio a la mayoría nos traga la tierra. Ni hablar de quienes viven en un edificio alto, más arriba de un quinto piso, porque aunque nuestro cuerpo de bomberos tenga muy buena disposición, no creo que cuenten con los elementos necesarios para combatir una emergencia de esas características. Por ahí veo parqueado el carro de bomberos especial para ello que regaló la embajada de Japón al cuerpo de voluntarios, pero no ha habido forma de ponerlo a operar por algún impedimento de esos tan comunes en nuestro medio burocrático.

En los países desarrollados la gente llama al número de emergencias y de inmediato obtiene respuesta, además de asistencia; y llaman porque se metió un cocodrilo a la piscina, o se accidentaron, o escuchan ruidos extraños en la casa o para que calmen a los vecinos que se están dando en la jeta. En cambio por aquí sería bueno hacer un estudio al respecto para ver cuál es el resultado. Hace poco se asentó un panal de unos avispones poco comunes en un poste a todo el frente de nuestro edificio. Eran miles y miles de insectos revoloteando alrededor de la colonia principal y como ya habían puesto a correr a más de un transeúnte y se estaban metiendo a los apartamentos, resolví llamar a los bomberos a ver qué podían hacer. El tipo que contestó me dijo que ellos no se meten con esos animales y que me comunicara con el GER (Grupo especial de rescate). Entonces le pedí el teléfono y casi no dan con él.

En el GER no contestan sino por la tarde porque funciona en una tienda de videos y aunque me prometieron venir a revisar, tampoco hubo forma. Ya va el carro para allá, fue lo último que me prometieron, no sin antes advertir que eso es muy complicado, que necesitaban colaboración de la CHEC y no sé qué cosas más. Pero claro, por eso los llamé, porque es complicado. Si fuera fácil, lo hubiéramos hecho nosotros sin ponernos a rogarle a nadie.

viernes, septiembre 02, 2005

ENTRE MÁS LES DIGA…

Es increíble cómo la forma de comportarse de los seres humanos es definitivamente la misma. Varían las costumbres, las culturas, las creencias, etc., pero los sentimientos, los principios, las reglas morales podría decirse que son universales. El personaje “torcido” lo es porque no recibió ejemplo de sus mayores o porque las circunstancias de la vida lo obligaron a recorrer el camino equivocado, pero lo lógico es que un individuo con una infancia normal, bajo la tutela de personas rectas y responsables, va a comportarse de igual manera y con seguridad influirá en su prole para que lo imiten.

Lo que pasa es que la persona cambia su forma de comportarse según la edad que tenga y los demás deben aprender a soportar esos cambios, los cuales muchas veces son chocantes y difíciles de asimilar. El niño recién nacido es muy tierno, pero empieza a crecer y esa ternura se convierte en malicia e inquietud. Luego llega a la edad en que todo le parece maluco, se avergüenza de los papás, no se resiste los hermanos, y solo genera entre quienes lo rodean unas ganas de pellizcarlo incontrolables. Ni hablar de la pubertad y adolescencia, cuando son más comunes los encontrones y malos entendidos entre las diferentes generaciones.

A uno como padre de familia no le vale que le recuerden a toda hora que en nuestro momento fuimos igualiticos, con las diferencias lógicas que resultan de la evolución que presenta una sociedad moderna y un poco desbocada. Quién puede aspirar por ejemplo a que en esta época, una hija no lo “afloje” a los 17 o 18 años; o que el muchacho de la misma edad no aparezca un día a dormir porque se emborrachó y borró película en casa de un amigo; o que alguno de los dos haya ensayado bailar “trans” con una pepa de éxtasis en la cabeza, y haya aceptado pegarse unas chupadas cuando le pasaron un “bareto” en cualquier reunión.

Estas son actitudes normales en cualquier muchacho pero en ese momento es cuando afloran los principios morales y la educación recibida. Porque la gran mayoría experimenta este tipo de situaciones, pero de igual manera casi todos superan la etapa y a los pocos años han dejado atrás cualquier tipo de vicio. En cambio los que tuvieron una infancia infeliz, en un hogar lleno de conflictos y malos ejemplos, sobre todo cuando los padres son separados y generan en los hijos una cantidad de dudas y contradicciones, ese joven se convierte en terreno abonado para caer definitivamente en problemas delicados. No es sino pensar en los casos que uno conoce, y esto se corrobora casi como una constante.

Uno de los símbolos de rebeldía del adolescente varón es dejarse crecer el pelo, actitud que mortifica a muchos adultos. Claro que ahora se impuso la moda entre los sardinos también, y en vista de que sus papás son jóvenes y no les paran muchas bolas, los que no se resisten la vaina son los abuelos. Aparece entonces el famoso consejo que da todo el mundo a los papás que se mortifican con esta provocación, cuando les repiten que a los muchachos hay que dejarlos y que entre más les digan, menos posibilidad existe que visiten al peluquero.

Ahora recuerdo lo que discutí con mi papá en aquella época porque me gustaba mantener las mechas a la altura de los hombros; entonces era un poco crespo y ni siquiera me peinaba. En el colegio y en el grupo de amigos era la moda y había que ver las pintas tan estrafalarias que inventamos, sobre todo cuando los más crespos adoptaron aquello del “afrikan look”. Y si ahora se impusieron las manillas y a los mocosos ya no les caben más en las muñecas, nosotros nos colgábamos del cuello cadenas, dijes, collares y el infaltable signo de la paz; “peace brother”, le decíamos a quien pasaba mientras hacíamos el signo universal de la V con los dedos índice y anular.

Cuando mi hijo entró a la universidad resolvió dejarse crecer el pelo hasta llegar a tener cola de caballo. Le echamos vainas, lo jodimos, insistimos en que parecía un chinche, pero todo fue infructuoso. Entonces terminó la carrera y consiguió trabajo en Bogotá, pero a mi mujer le dio la obsesión de que si llegaba así a la oficina, lo iban a devolver por greñudo y mal presentado. Pero yo confié en la táctica de no volverle a decir nada al respecto, y el día antes de abandonar el nido el chino fue y se motiló como un soldado.

No se me olvida una vez que íbamos llegando a Cartagena de paseo y nos paró un policía de esos típicos que en la costa andan en busca del aguinaldo. Entonces mi primo Gabriel Arango, quien manejaba el carro, le entregó todos los documentos en regla, pero como aparecía en la foto del pase con el pelo muy largo, el tombo se empecinó en que esa licencia era de una mujer. Quién dijo que hubo poder humano de convencerlo de su equivocada apreciación, aunque Gabriel le mostró otros documentos con su nombre y número de cédula. Todavía se debe estar riendo de nosotros ese vergajo porque de la gana de llegar, nos tocó untarle la mano.