Pasan los días decembrinos y
nuestro interés se centra en la llegada del Niño Dios, a quien esperamos desde
hace un año y en quien pensábamos cada que hacíamos una pilatuna o nos comportábamos
mal, porque siempre fue la amenaza preferida de nuestras mamás, siga así mijito
y verá que el 24 le aparece a los pies de la cama un coco lleno de ceniza.
Aterrador pensarlo, porque bastaba imaginar a los hermanos desempacando regalos
mientras uno encontraba semejante sorpresa.
Cada temporada había algunos
juguetes de moda, aunque para nosotros poco variaba. La publicidad navideña era
mínima, pero en el poco rato que veíamos televisión alcanzábamos a enterarnos
de lo que ofrecía el mercado. Sin embargo, mi mamá era muy práctica y casi
siempre compraba lo mismo para todos; sobre todo para evitar peleas y
discusiones, porque siempre habría algunos inconformes. De manera que nos
compraba un juguete, que casi siempre era un camión marca Búfalo; se diferenciaban
en que el uno era militar, otro repartidor de leche, el carrotanque, el
ganadero y uno con su carpa; aunque siempre había algunos roces, hacíamos
cambios pasajeros y así solucionábamos la vaina.
Aunque para los niños nunca ha sido
bien visto recibir ropa como aguinaldo, las mamás aprovechaban para dejar
vestidos a los muchachitos de una vez; entonces recibíamos además del juguete
un bluyín marca McNelson y un par de botas Machita. No más recibirlos nos medíamos
las prendas y salíamos a trazar carreteras y construir puentes para recorrerlas
con nuestros camiones. Los niños del barrio procedían de igual manera y nos
reuníamos a comparar regalos, a opinar y contener ciertas envidias.
Los papás seguían convencidos de
que los niños de 8 o 10 años todavía creíamos que quién traía los regalos era
el Niño, y nosotros los dejábamos para verlos hacer maromas que buscaban evitar
que nos enteráramos de semejante secreto. Mi madre se iba para el centro por
las tardes y le bastaba visitar dos almacenes para salir de nosotros, el de
Carlos Mejía para la ropa y para todo lo que tuviera que ver con cacharrería el
de Benjamín López, en la carrera 23 frente al parque de Caldas, donde queda
ahora el edificio Restrepo Abondano. Ambos comercios eran sus favoritos porque
allá conseguía todo lo que necesitara y así evitaba buscar de almacén en
almacén hasta quedar rendida y patoniada.
¡Qué pecaito!, recuerdo las maromas
que hacía mi madrecita para traer todos esos paquetes y buscar dónde
esconderlos, pero antes debía inventarse una disculpa para ir sola al centro,
ya que entre tantos muchachitos siempre había varios antojados de acompañarla.
Entonces a los niños nos inventaba una caminada y para incentivarnos compraba
una Premio Roja litro, en botella de vidrio retornable, una novedad que
acababan de lanzar y que era el sueño de cualquier mocoso. A las niñas las
llevaba a pasar la tarde a la casa de una tía.
Después de encaletarlos ella
quedaba convencida de que allí permanecerían hasta el 24, pero no era sino que
saliera a hacer un mandado y nosotros nos trepábamos como ardillas por esos
closets hasta llegar a lo más alto. Sacábamos un paquete, leíamos para quién
era y cada cual investigaba el contenido por el peso, la consistencia o lo que
lograra ver por alguna rendija; sin quitar la cinta pegante porque nunca volvía
a funcionar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario