A diferencia de ahora, cuando la profesión de médico es mal remunerada, a los galenos les controlan el horario y son explotados por empresas prestadoras de salud que se metieron de intermediarias entre el médico y el paciente, los doctores de antes eran los chachos de la comunidad y repartían su tiempo como mejor les pareciera. Los especialistas eran escasos, la competencia mínima y para todos había trabajo. La mayoría de profesionales daban clase en la universidad, atendían su horario de trabajo en el hospital o en alguna clínica, tenían consultorio particular, prestaban sus servicios a las empresas y además terminaban la tarde haciendo visitas a domicilio. Claro que muchos de ellos llegaban a la casa como una “mica”, porque en todas partes les ofrecían un trago y al final del recorrido ya no sabían de quién eran vecinos.
Me cuenta el doctor Raúl Vallejo, gerente “vitalicio” del CAA de San Rafael, que su padre, quien se llamaba de igual forma, trabajaba 26 horas al día. En vista de que casi todas las labores las desarrollaban en el Hospital Universitario de Caldas, ya que entonces no existía esa proliferación de clínicas que hay ahora, los médicos cumplían con varios horarios al mismo tiempo porque en cada piso había una dependencia diferente. En uno estaba el Seguro Social, en otro los pacientes de caridad, en el siguiente la Caja de Previsión y en el quinto piso las habitaciones particulares. De manera que el doctor Vallejo trabajaba 8 horas para la Universidad de Caldas, 8 para la Beneficencia, 8 para el Seguro Social y dos horas para una empresa privada; además, tenía consultorio particular y llegaba a la casa temprano a revisar tareas y poner orden.
Hasta que cierta vez un organismo de control del estado empezó a investigar el horario de los médicos y todos ellos fueron visitados, y cuando llegaron al consultorio del doctor Manuel Venegas, eminente galeno recordado con cariño por los manizaleños, le presentaron documentos y pruebas que demostraban que él laboraba 25 horas al día. El funcionario de turno, muy envalentonado, le pidió que explicara cómo podía darse esa situación, y el doctor Venegas le respondió con ese acento bogotano que lo caracterizaba, y después de estudiar con detenimiento los papeles que le presentaron:
-Ala, te digo la verdad, me levanto una horita más temprano.
Compartir una velada con mi tío Eduardo Arango es una verdadera delicia, porque es magnífico conversador, tiene un humor maravilloso y es un mamagallista consumado. Claro que tiene la particularidad que no le gusta perder ni media. Alguna vez disfrutábamos de su compañía en la finca de su propiedad y mientras charlábamos al calor de unos tragos, se tocó el tema del gabinete que estaba conformando en ese momento un nuevo gobierno. Entonces todos estuvimos de acuerdo, menos don Eduardo, en que los ministros deben ser especialistas en el cargo que van a ejercer; médico el de salud, economista el de hacienda, ingeniero el de obras, etc. Sin embargo el tío, seguramente basado en que él ni siquiera terminó bachillerato y sin embargo ha sido un hombre de reconocida trayectoria, seguía en sus trece de que todos estábamos equivocados. El caso es que ante lo apabullante de las razones que le dimos acerca de que los tiempos han cambiado y ahora la tecnología se impone, el hombre comentó entre dientes:
-¡Hum!, de manera que estos son de los que creen que el cementerio lo debe administrar un muerto.
Y para rematar, esta perla de mi primo Pablo Ocampo. El hombre ha sido muy parrandero y un jueves llegó a la casa a las 6 de la mañana. La mujer se puso como una tatacoa y le dijo hasta misa, y le advirtió que en adelante dejaría la puerta con tranca para no dejarlo entrar. Él mostró arrepentimiento y juró que no se repetiría, pero esa noche se presentó un programa especial, y aunque pensaba demorarse poco, llegó a timbrar a la casa cuando despuntaba el día. Entonces la señora se arrimó a la puerta y le dijo sinvergüenza, que si no le daba pena con los niños, que respetara, y que de una vez le recordaba que no le iba a abrir. Pablo con voz de angustia le dijo que por favor lo dejara entrar porque estaba herido, a lo que ella accedió de inmediato y el muérgano se escabullo hacia su cuarto a acostarse. La señora lo miraba por todas partes y cuando le preguntó que dónde estaba herido, que ella no veía la sangre, el hombre le respondió:
-No mamita, estoy muy herido con lo que usted me dijo ayer.