jueves, julio 29, 2010

¡Puro cuento!

Definitivamente cuando nosotros estábamos chiquitos sí fueron muchos los cuentos que nos metieron. La manera predilecta de controlar a los menores era a punta de miedo y de amenazarnos con todo tipo de castigos si infringíamos una regla; en caso de que la reprimenda verbal no funcionara, entonces procedían con el castigo físico. Los padres de familia aplicaban en su casa diferentes tipos de correctivo y había desde los castigos brutales que consistían en golpear las corvas de los niños con cables eléctricos, zurriagos, pedazos de manguera, palos de escoba o el cinturón del papá que siempre estaba a la mano, hasta los desahogos de las mamás que recurrían al pellizco, el chancletazo o el coscorrón; esto lo llamábamos una pela, aunque también se conocía como tunda, zurra o cueriza.

De manera que la pedagogía era apelar al terror, advertirle al muchachito que si hacía esto o aquello recibiría tal o cual castigo, aprovecharse de la inocencia e ignorancia para controlar la inquietud innata de los infantes. A nadie se le ocurrió que dicho proceder podía crear traumas en los niños, volverlos inseguros y asustadizos; que en la edad adulta podrían presentar conductas atípicas por las reprimendas síquicas y físicas. En cambio los mocosos de ahora no le tienen miedo a nada ni a nadie, empezando por los papás. Bien poquito que los regañan o les llaman la atención, y cuando lo hacen, los zambos levantan los hombros y siguen tan campantes; cero respeto para con los adultos, desconocimiento absoluto de la urbanidad, insolencia descarada ante cualquier amonestación.

Sin duda la iglesia tiene mucha culpa por su influencia en esos métodos de educación arcaicos, que durante tanto tiempo impuso la religión por medio del pavor que le teníamos al diablo y al infierno. En la catequesis de preparación para hacer la primera comunión le advertían al mocoso que quien muriera en pecado mortal se iba de cabezas para la paila mocha, por lo que uno corría a confesarse cada que le mentaba la madre a otro, si le guindaba los calzones a la vecina, por meter una mentira, cuando se daba en la jeta con un hermano o cualquier otra pendejada que según esos “magníficos” educadores estaba catalogado como pecado mortal. Ni hablar del susto que sentíamos al recibir esa primera hostia, en la Primera comunión, porque quien la mordiera cometía sacrilegio; tocaba adosarla al paladar, después tratar de despegarla con la lengua, con mañita para no romperla, y esperar a que se disolviera con saliva.

Otro tema de espanto era la muerte. Nos advertían que si uno molestaba a una persona y esta se moría, venía por la noche a jalarle las patas en la cama. Y cuando fallecía algún pariente o conocido y durante la noche se oían ruidos en la casa, la empleada del servicio nos aseguraba que era el ánima del difunto que había venido a deshacer los pasos; que lo primero que hacía el alma del muerto era recorrer todos los lugares que había visitado en vida.

Yo viví la niñez convencido de que si me tragaba una pepa de naranja o de mandarina, a los pocos días me iba a retoñar un palo de la misma fruta por debajo de la lengua. Que quien se arrimara a una fogata con seguridad se orinaba en la cama por la noche; pasar el río le decíamos. En la adolescencia nos dijeron que si uno está enguayabado y se larga a comer patilla, termina envenenado porque la fruta se convierte en cianuro al juntarse con el alcohol que circula todavía en la sangre. Y la peor mentira: que si un joven empezaba a acariciarse la bujía cometía un pecado espantoso, y si además se enviciaba a reventar los tacos en la mano, cuando fuera mayor y se casara le iban a hacer falta, dizque porque uno nacía con esa vaina contada. De ahí el cuento del pelo que salía en la palma de la mano.

Como nunca es tarde para rectificar, por fin unos científicos comprobaron que los fetos que crecen en el vientre materno no son más inteligentes o avispados si les ponen música clásica, les prenden luces y les conversan a toda hora. Los papás de nuestra generación mantenían a las señoras embarazadas y jamás los vimos con esas zalamerías; mucho menos salir a media noche a conseguir algo para colmarle un capricho a la mujer. De ser cierto que si un antojo no es satisfecho el muchachito nace gago o tartamudo, nosotros no desataríamos.

De un tiempo hacia acá a las madres gestantes les metieron el cuento que al bebé que crece en su barriga hay que hablarle, nunca pelear en su presencia, recitarle poesía y leerle cuentos infantiles, arrimarle luces de diferentes colores, arrullarlo, hacerle masajes y cuanta pendejada se les ocurra. Entonces llega el marido muerto del cansancio del trabajo y si no se presta para la pantomima, la vieja se enfurrusca, hace moños y pucheros, e insiste en que ya no los quiere. Es más, por la pica, obliga al pobre tipo a salir para conseguirle chachafrutos; que no ve la hora de que él mismo los cocine, les quite la cáscara y se los lleve en un plato con el salero. ¡Y no salga en bombas a hacer el mandado para que vea!
pmejiama1@une.net.co

miércoles, julio 21, 2010

Preguntas sueltas.

Qué oportuno sería que los canales privados de televisión, RCN y Caracol, le explicaran a la teleaudiencia cómo carajo fue que programaron las transmisiones del Mundial de fútbol que acaba de pasar. Porque hasta ahora lo único que veo en la gente es desconcierto y rabia debido a la omisión de ciertos encuentros, que aunque sobre el papel no representaban mucho interés, el sólo hecho que estén programados en semejante torneo ya los convierte en novedad. En este caso sucede lo mismo que en una temporada de toros, que para ver la corrida buena hay que ir todas las tardes a la plaza. Hasta donde tengo entendido nadie posee la bola de cristal que predice la calidad y el resultado de un partido de fútbol.

Cómo es posible que durante la semana transmitieran 3 partidos, cuando la mayoría de las personas no podían verlos porque estaban en el trabajo u ocupados en otro menester, y apenas llegaban los sábados y todo el mundo disponía del tiempo, armaban programa con los amigos para reunirse y se frotaban las manos de la felicidad, resulta que estos mercachifles resolvían trasmitir un solo partido; e igual dosis repetían los domingos. Pero más inaudito aún es que en plena semifinal, cuando todos los encuentros tienen una importancia capital, ellos decidieran que un partido como el de Uruguay contra Ghana, que además se jugó un sábado por la tarde cuando los televidentes podían verlo, no tenía mucha importancia. Sabrá el diablo por qué. Por fortuna la tecnología nos lo permitió ver por internet, porque además resultó ser uno de los mejores partidos del mundial.

El ciudadano del común supone que si entre las dos empresas se ponen de acuerdo para repartirse los partidos, cada una debe trasmitir sólo la mitad y así les sale más económico; porque la única explicación que le vemos a semejante despropósito es que los derechos de transmisión fueran muy costosos, y con recargo los fines de semana. Pero yo creo saber por qué obraron de esa manera: porque ninguno de los dos canales se arriesga a que los partidos del otro resulten mejores que los propios. Esa competencia enfermiza por acaparar la audiencia los tiene ciegos y maniatados.

Claro que si de invertir millonadas en producciones estúpidas, telenovelas y concursos repetitivos se trata, ahí sí el billete brota como por arte de birlibirloque. Sólo en las manos de los dueños de esas empresas está la potestad de cambiar de manera radical una programación infame y dañina, con la que hipnotizan todo un pueblo y le llenan la cabeza de cucarachas. Por favor señores cacaos, ustedes y sus proles no alcanzan a gastarse la plata que tienen en lo que les resta de vida, por lo que pueden darse la pela de contribuir de forma importante en la culturización de este país. Porque de los dueños para abajo todos los empleados tienen que mostrar resultados, y como lo que más vende son las telenovelas, se quedará la televisión colombiana condenada al oscurantismo y la majadería.

Nunca había sucedido, hasta donde la memoria me alcanza, que nos quedáramos sin la transmisión por televisión abierta de varios partidos de un mundial de fútbol. Yo tenía la esperanza que sucediera como con los juegos olímpicos, que si los canales privados no los transmite el gobierno lo hace por el canal institucional porque se trata de un evento de interés nacional. El caso es que con el proceder de los canales privados se crean suspicacias y la pregunta general es qué hay detrás del asunto. Al menos yo estoy seguro de que esos vergajos algo traman, porque bien es sabido que no dan puntada sin dedal. Alguna maturranga tienen entre manos; a lo mejor existen nexos entre ellos y las empresas que venden televisión satelital, y de esa manera empiezan a ablandarnos para que en el futuro pensemos en anotarnos en un plan de esos. Y se mete usted en el embeleco y entonces le ofrecen señal en alta definición, televisión en 3D y otras arandelas que sumadas cuestan un mundo de plata.

Terminó el mundial y los amantes del torneo quedamos como huérfanos, desubicados, más desprogramados que un poste. Recuerdo que en el 2005, cuando era más probable que Costa Rica ganara el mundial de Alemania que yo alcanzara a verlo por televisión, porque los tratamientos para combatir el cáncer me tenían como sobrado de tigre, le dije al oncólogo que me trató, doctor Juan Paulo Cardona, que ante lo grave de la situación bregara al menos que yo alcanzara a disfrutar del mundial programado para el año siguiente. Ahora puedo decir que este de Sudáfrica también queda grabado en mi disco duro y aprovecho para agradecerle de nuevo al doctor Cardona, porque aparte de su especialidad fue mucha la sicología que utilizó para no dejarme tirar la toalla.

Muchos planean viajar al próximo mundial para aprovechar que el torneo se va a jugar en el vecindario, mientras yo pienso que ahora voy a tener que apelar a mi tocayo el pulpo alemán para que diga cómo la ve para el 2014; y que si el pronóstico de que también voy a disfrutarlo es positivo, que de una vez me adelante algunos datos para empezar a trabajarle al borrador de la polla.
pmejiama1@une.net.co

martes, julio 13, 2010

Salen con unas…

Para mi papá no había mejor entretención que conversar con los campesinos y escucharles su léxico, historias, costumbres y creencias. En su finquita pasaba horas en entretenidas charlas con el agregado y su mujer, quienes lo mantenían al tanto de todo lo que sucedía en la región. Recuerdo que llegaba a las carcajadas a contarnos lo que había dicho el uno o le que relató el otro, pero no con la intención de burlarse sino de disfrutar ese lenguaje maravilloso y autóctono que utilizan; además de que los relatos son graciosos y tienen un contenido filosófico muy interesante. Otra cosa que fascinaba al viejo eran los cuentos y salidas de sus nietos. Todos adoraron al abuelo, que aunque nunca fue un hombre cariñoso ni expresivo, con los nietos se transformaba y los cargaba, dejaba que le jalaran el bigote y si había que arrullarlos o dormirlos era el mejor en ese oficio.

A mi hijo le tocó el abuelo para él solo durante varios años porque era el único nieto, además de que en ese entonces mi padre estaba aliviado y lleno de vida. No se iba para la finca sin la compañía del niño y allá recorrían los caminos y conversaban de todo lo imaginable; desde que el muchachito aprendió a caminar lo recogía el sábado muy temprano y cuando regresaban, disfrutaba al resumirnos el contenido de sus charlas. Ojalá todos los niños aprovecharan a los abuelos para aprender de ellos, disfrutar de su compañía y darles la satisfacción de contribuir a la formación de la prole. Basta conocer algo de la infancia de personajes como Gabo, Vargas Llosa o Isabel Allende, para colegir que el hecho de haberse criado en casa de los abuelos marcó definitivamente sus destinos y los inspiró para relatar semejante caudal de experiencias maravillosas.

La nieta menor de nuestro clan es Maria Antonia, una mocosa tierna e inteligente que con su carisma gana el cariño de quienes la conocen. Mis padres la alcanzaron a disfrutar unos añitos y como eran vecinos, esa niña y su hermanito pasaban mucho tiempo con los abuelos. Cuando la muchachita tenía unos 3 años llegaba de la guardería a enseñarle a mi papá cómo debía respirar para que no dependiera de una máquina productora de oxígeno, y le hacía la mímica de la inspiración y expiración. A mi madre, que tenía una infección urinaria, la mocosa le dictaba cátedra al respecto y le explicaba que los “griñones” quedaban como a mitad de la espalda. Mi papá se desternillaba de la risa y casi siempre terminaba ahogado por el esfuerzo. Entró la niña al colegio y uno de mis hermanos le preguntó si allí también le enseñarían temas de la salud, a lo que respondió con mucha seguridad:
-No tío, porque yo medicina ya sé.

Y es que la zamba siempre ha tenido dotes de profesora. Hace poco, ya con 6 años, le dijo a mi hermano que una amiguita al contar se saltaba los números del 12 al 15 y que ella se había propuesto enseñarle cómo es la cosa. Que simplemente le había dicho que al terminar de contar hasta 10, volvía a empezar con todos los números en el mismo orden pero que les tenía que poner a todos un 1 a la izquierda. Al papá le pareció muy bien pero le preguntó si ella le había explicado bien el por qué se daba ese fenómeno de repetir otra vez los números, y entonces ella expresó textualmente lo que le había dicho a su amiga:
-Mira fulanita, tú no te preocupes por esa hilera de unos, que esos los puso dios ahí. Limítate a hacer lo que te expliqué y listo.

La candidez e inocencia de los infantes son hermosas. Salen con unas cosas que provoca comérselos a besos y eso le pasó a mi hermano cuando a Maria Antonia le dio por meterse a clases de piano. De inmediato buscaron la profesora, ya que una afición como esa hay que fomentársela, y cuando el papá la llevaba a la primera clase le preguntó por qué había querido aprender a tocar ese instrumento, a lo que ella muy seria respondió:
-No papi, es que cuando yo tenga por ahí 20 años me pienso conseguir un noviecito y así puedo cantarle canciones.

Pedro Luis es el otro pequeñín de la familia y un sábado le preguntó al papá si al otro día lo llevaría a bañarse en la piscina, pero antes de que le contestara, en forma contundente le advirtió: pero ahora no me vaya a salir con que si dios quiere, según como amanezca el día, lo que diga su mamá o alguna disculpita de esas. Y hace poco, mientras iban en carro de paseo para la costa, empezaron los adultos a saborearse los manjares que esperaban disfrutar. Que pescado frito con arroz con coco, que arepa de huevo, que unas buenas butifarras, hasta que nombraron el bollo y mi hermano, como es su costumbre, le dijo a Pedro que tenía que probar de todo. El niño se quedó callado un rato mientras sopesaba la situación, consciente de que si se negaba iban a empezar las peleas, hasta que propuso:
-Está bien papá, yo pruebo el bollo pero que no sea de perro ni de gato.
pmejiama1@une.net.co

lunes, julio 05, 2010

El cuero, la número 5, el esférico…

No sé cuál es la pendejada ahora que a todo le tienen que meter ingeniería, cambiarlo, aplicarle tecnología de punta y modernizarlo a como dé lugar. Está bien que innoven con los teléfonos celulares, que las cámaras fotográficas sean más delgadas y sofisticadas, los vehículos evolucionen y las computadoras personales presenten infinidad de novedades, pero aplicarle tecnología espacial a un balón de fútbol sí me parece como exagerado. Jabulani, “celebrar” en lengua zulú, es el modelo de balón que lanzaron para el mundial de Sudáfrica y con el cual, para mi gusto, lo único que lograron fue confundir a los jugadores porque mientras le cogieron el tirito, pasó medio torneo sin poderle atinar a la portería.

Muy bonito el diseño de la nueva pelota, excelentes materiales y mucho trabajo de laboratorio, pero podrían haberla puesto en circulación con antelación a la cita mundialista para evitar que los futbolistas la saquen del estadio a cada momento, mientras los espectadores nos agarramos la cabeza y maldecimos con desesperación. Los únicos que han sacado provecho del cambio son algunos porteros, quienes después de cometer alguna chambonada le echan la culpa al novedoso adminículo.

En todo caso la diferencia que existe entre un balón de los que usábamos en nuestra niñez para entretenernos y las maravillas que se inventan ahora, es tan grande como la que hay entre la mula y el jet. Durante mi infancia el mayor sueño de cualquier mocoso era recibir como regalo un balón de fútbol nuevo, aunque ese presente sólo era posible cuando uno hacía la Primera Comunión, porque como cuelga de cumpleaños o aguinaldo no clasificaba debido a que era muy costoso. De manera que no quedaba sino hacerle ganas y cada que visitábamos el centro arrimábamos al almacén Paniza Deportes, el negocio de los Llano Betancur que quedaba en la falda de la carrera 22, antecitos de llegar a la Catedral, para observar con envidia los lustrosos balones que colgaban en la vitrina. “La número 5” le decíamos al ansiado juguete.

Por fin se llegaba el momento esperado y uno recibía su balón propio. Venía lustroso con sus cascos hexagonales pintados de blanco y negro, enfundado en una malla especial que servía para guardarlo, y nadie quería estrenarlo porque sabíamos que de inmediato se borraba la pintura y perdía la magia. De todas maneras tocaba ponerlo a rodar y al poco rato ya era una pelota de cuero sin ningún atractivo, que cuando llovía se entrapaba y recogía mugre hasta convertirse en un peligroso proyectil. Porque cabecear un balón en esas condiciones, que después del impacto lo dejaba a uno turulato y bañado en arena, era un verdadero atentado contra la salud.

Los pinos y arrayanes que hay en la parte baja del Parque del Cable fueron sembrados allí hace 40 años para que nosotros no jugáramos fútbol. Por más que Alfonso, el parquero, nos regañara porque le manteníamos el prado achilado y pelado en algunos sectores, no perdíamos oportunidad para improvisar dos porterías, con los útiles del colegio y los sacos, y disputar un picadito bien entretenido.

Al que fuera muy maleta para el fútbol no lo escogían en ninguno de los equipos, sorteo que se hacía con un pico y monto para ver quién elegía primero, y la única manera de poder jugar era ser dueño del balón. Claro que había unos muy zalameros que jodían por todo y cada que alguien pateaba fuerte, el otro empezaba con la cantaleta que no le diera punta porque lo dejaba huevito; y si pasaba un carro y en esas el balón rodaba a la calle, había que ver el escándalo porque de pronto lo apachurraba. Los balones tenían en su interior una vejiga de goma con válvula y antes del picado íbamos a la bomba Palogrande, de doña Mercedes Ángel, para echarle aire hasta que quedara bien inflado; lo que llamábamos campanita.

Antes vivimos en el barrio La Camelia y allá también improvisamos un sitio para jugar. La calle 70 baja cuadra y media desde la Avenida Santander, y allí termina en un espacio circular para que los vehículos puedan voltear. Entonces marcamos una portería en un murito que hay en la entrada a la casa de mi tío Eduardo, con la ventaja que en el área chica quedaba un espacio con piso de tierra para que el portero pudiera revolcarse; el resto de la cancha era en pavimento. Ahí jugábamos herraduras y nos entreteníamos al cobrar penaltis.

Un día estaba mi hermano Daniel, que tendría 7 años y era un verdadero chinche, entretenido con el cuero de un balón roto al que le dio por rellenar con piedras y luego ponerlo en el punto de los cobros. En esas vio que Cajiao, un vecinito muy fantoche, se bajó del bus en la esquina y de inmediato lo invitó a que pateara, mientras le mostraba el balón que ya estaba acomodado. El otro zambo aceptó sin dudarlo, dejó los cuadernos y demás pertenencias en el andén, y cogió impulso desde la mitad de la cuadra para fusilar al improvisado portero. Cuenta mi hermano que el mocoso reventó el zapato y salió disparado de cabezas cuando su pie se encontró con semejante mojón. 45 años después todavía me rio al imaginar la escena.
pmejiama1@une.net.co