jueves, abril 17, 2014

Bomba de tiempo.


A principios de la década de 1970 iniciaron operación en nuestro país dos ensambladoras de vehículos y mucha gente decidió vender su automóvil importado para mercarse un pichirilo moderno. Hasta entonces los carros que recorrían las calles eran grandes, potentes, seguros y muy finos, pero debido a la acumulación de modelos ya presentaban fallas. Y aunque esos primeros carritos, Simca y Renault 4, parecían latas de sardinas comparados con sus antecesores, la novelería pudo más y muchos consumidores procedieron con el cambio.

Pero a diferencia de ahora que entregan un vehículo con solo presentar la cédula, con amplios plazos e intereses bajos, en aquella época tocaba esperar turno durante varios meses para lograr estrenar; y además pagarlo de contado y por adelantado. Cuando llegó el Renault 12, más amplio y confortable, mi papá hizo el esfuerzo y después de escoger el color en una consulta familiar, se dirigió al concesionario a negociarlo. Grande fue su decepción cuando le dijeron que se demoraba cuatro meses, hasta que vio uno en la vitrina que no se vendía por el color: café popó. Sin pensarlo dos veces se montó y arrancó para la casa en él, sapo que debimos tragarnos durante los tantos años que duró ese bollo ambulante en el garaje.

En esa época el tráfico fluía sin dificultad porque los carros eran los justos. Basta decir que en las carreras 22 y 23, en el centro, podía parquearse en un carril y por el otro transitaban vehículos particulares, taxis y buses urbanos. Había muy pocas motos y lo único que debía evitarse era a los domicilios en sus bicicletas. En las carreteras los camiones eran escasos, la gasolina barata, y los peajes pocos y a peso. Cuán diferente al despelote en que se ha convertido el tránsito automotor, y a unos costos absurdos, como que para ir en carro a Pereira y volver hay que echarse ochenta mil pesos al bolsillo.

La variedad de marcas y modelos que inundan el mercado automotriz es cada vez mayor, y con las facilidades que ofrecen al cliente para pagar, las ventas crecen como espuma mientras que por las vías ya no puede transitarse. Con precios de feria una sola marca vendió mil setecientos vehículos durante un fin de semana, señal de una sociedad de consumo desbocada. Durante mucho tiempo se rompió el record de ventas en el sector automotor cada mes, y en el momento que estas decrecieron un poco, el gobierno tomó medidas para reactivarlas. Me pregunto cuándo tomarán conciencia de que la situación es una bomba de tiempo que a este paso no demora en reventar.  

Y el problema radica en que no tenemos infraestructura vial. En Colombia es novedad que inauguren una carretera, un viaducto, puente, repartidor vial, etc., y el número de kilómetros en doble calzada es muy bajo. En una ciudad como Manizales seguimos con las mismas vías desde hace muchos años, y así por encima, puedo decir que lo único que han hecho recientemente es convertir en calle unas escaleras que bajaban entre el edificio Los Rosales y el antiguo Seminario Mayor. De resto, nada. Claro que nuestra topografía no es fácil, pero como mínimo deberían existir proyectos.

La avenida Paralela, que al finalizar en Sancancio debía seguir por la ladera hacia el barrio Lusitania, paralela a la avenida Mendoza Hoyos, quedó suspendida por una falla geológica en terrenos del Batallón. ¿Acaso no existen soluciones para ese tipo de inconveniente?; porque la única vía que nos comunica con La Enea ya está saturada. ¿Y en qué quedó una avenida que comunicaba a La Sultana con Maltería, para habilitar otro ingreso a la ciudad? ¿Y la tan cacareada en su momento Avenida del Sesquicentenario, qué? ¿Ni siquiera van a terminar el par vial del sector de San José? Por fortuna no hemos llegado a tener los atascos y el ofusque que se viven en Bogotá, pero la situación ya se torna desesperante y en un dos por tres estaremos en las mismas.

Mientras tanto las autoridades dan palos de ciego para tratar de solucionar el problema, con medidas como el pico y placa, lo que en muchos casos empeora la situación debido a que algunos propietarios de vehículos particulares tienen capacidad económica para comprar un segundo carro. Y los motociclistas pululan sin control, ya que ningún alcalde se atreve a meterse con ellos porque lo tumban en un santiamén; la modalidad de moto taxi se impone y basa su éxito en los bajos costos de las carreras, y los accidentados en esos aparatos congestionan los servicios de urgencias en los hospitales.
En Manizales un mago se inventó hace años una fórmula para agilizar el tráfico, al destinar los cuatro carriles de la avenida Santander en un solo sentido, de oriente a occidente, mientras la Paralela quedó en sentido contrario. Como es común en nuestro medio la campaña de socialización fue escasa y apresurada, por lo que la avalancha de accidentes fue tal que a los pocos días debió reversar la medida. El eminente funcionario no columbró que a pesar del desbarajuste ocasionado, igual que antes el tráfico fluía en los mismos dos carriles en cada sentido. Como es costumbre la plata que se invirtió en personal, publicidad, educación, pintura de vías, etc., se perdió. ¿Y qué pasó?, ¡pues nada, como siempre!

Futuro incierto.


En reciente encuesta sobre la satisfacción de los colombianos de vivir en las diferentes ciudades, los manizaleños ocupamos el segundo lugar después de los habitantes de Medellín. Queremos nuestra ciudad, la disfrutamos, reconocemos sus falencias pero al mismo tiempo destacamos sus virtudes, y esa aceptación pueden notarla quienes nos visitan. La ciudad es ordenada, limpia y agradable, y su agreste topografía la hacen interesante y variopinta. Aunque es cierto que las comparaciones son odiosas, basta visitar otros lugares para darnos cuenta de que nuestros problemas no son tan terribles como a veces nos parecen.

Quien se queje por el tráfico y la movilidad, que vaya un día a Bogotá y recorra las vías para que alabe nuestra situación; muchos se lamentan por la proliferación de motos, pero a lo mejor no han visitado Caracas para que vean lo que es el anarquismo en dos ruedas; aunque tuvimos un problema coyuntural con el acueducto, muchas poblaciones de Colombia aún no cuentan con ese vital servicio; claro que aquí también hay calles en mal estado, pero son nimiedades comparadas con otras ciudades donde están convertidas en trochas; tenemos tugurios, como en todas las capitales, pero posiblemente en menor cantidad. Y a pesar de la inseguridad, al menos no vivimos paranoicos y medrosos porque nos pueden atracar.

Sin duda la educación y amabilidad de nuestras gentes hacen diferencia, porque es comentario general de quienes nos conocen. Aquí respiramos aire puro y tranquilidad; tenemos panorama para dar y convidar; el clima es una maravilla y en la calle la gente saluda al pasar. Sin embargo debemos reconocer que la ciudad ha perdido importancia en el ámbito nacional y tal vez la causa más relevante de ese retroceso es la falta de comunicación con el resto del país; somos una ciudad terminal, en invierno quedamos aislamos por vía terrestre y el aeropuerto La Nubia cada vez mueve menos pasajeros, gracias a que Avianca está empeñada en obligarnos a viajar por Pereira. 

Este aislamiento frena el desarrollo de Manizales y por ello la juventud emigra a buscar oportunidades a otras latitudes. Además, las rencillas personales y la falta de coherencia en lo que queremos para la ciudad impiden que retomemos la senda del progreso y así nos quedaremos rezagados sin remedio. Los dirigentes políticos se preocupan más por su interés personal y los representantes de los gremios pasan inadvertidos, mientras los chismes hacen carrera y terminan por desestimar iniciativas y menoscabar reputaciones. El senador Barco nos dejó de herencia la expresión blancaje, término discriminatorio muy usado por resentidos y  apocaos para destilar odio contra sus semejantes.

Rememoramos con nostalgia todas esas industrias e instituciones representativas de la región que han desaparecido, por diferentes causas, y que en su momento le dieron lustre a Manizales y al Departamento: Banco de Caldas, Seguros Atlas, Corporación Financiera de Caldas, Tejidos Única, Cementos Caldas, etc., y más recientemente el Banco de la República. Ahora estamos de un cacho de quedarnos sin aeropuerto y el Club Manizales busca con desespero la fórmula para no sucumbir; mientras los socios antiguos desaparecen, no existen jóvenes que hagan el relevo.

Para completar el oscuro panorama empieza a hablarse del fin de una industria que ha sido orgullo y referente de nuestra región: la Licorera de Caldas. Y todo porque llegó a la gerencia una persona que a diferencia de muchos de sus predecesores, que utilizaron el cargo como trampolín político o para llenarse los bolsillos, quiso coger el toro por los cachos y enfrentar la realidad. Una empresa convertida en fortín político durante décadas, que ha sido ordeñada sin miramientos, donde el derroche y la corrupción han hecho carrera, no podía durar para siempre. Lo fácil para el doctor Seidel hubiera sido aguantar y dejarle el problema al próximo gerente, y en cambio ahora quieren echarle la culpa. 

La situación de la Licorera es desesperada y para comprobarlo basta saber que de la nómina sobran más de la mitad de los empleados; que el indispensable software está desactualizado y no sirve para nada; que la principal empresa del departamento no cumple con las normas ambientales; es tal el desgreño administrativo que la auditoría externa se abstuvo de entregar su informe; y cómo estará de fregado el escenario, que ninguna aseguradora muestra interés por hacer tratos con la empresa. Sin duda el negocio de los licores ha cambiado y ya no es la maravilla a la que estábamos acostumbrados, realidad que tendrá muy preocupados a los políticos que durante mucho tiempo han conseguido allí los recursos para financiar sus campañas y no estarán dispuestos a renunciar a semejante teta.
A pesar de todo vivimos en un paraíso y para conservarlo debemos unir voluntades, empujar todos para el mismo lado, luchar por salir adelante, dejar a un lado la maledicencia y la envidia, y sobre todo proponer soluciones en vez de criticar por criticar. Ojalá sea posible salvar la Licorera, porque no quiero imaginar el día que viaje al exterior y mi anfitrión encargue una botellita de Ron Viejo o de Aguardiente Cristal y tenga que decirle que ya no se producen, que si quiere del Valle o de Antioquia. Eso sería como perder la Catedral basílica; y no me refiero al Nevado del Ruiz, porque gracias al calentamiento global desaparecerá en unos veinte o treinta años.