No deja de deslumbrarnos la
perfección del organismo humano, con esa cantidad de sistemas y de órganos que lo
conforman, y todos trabajan de manera sincronizada para que las personas lleven
una vida normal. Claro que mientras estamos aliviados nunca nos interesamos por
saber cómo funciona esa máquina asombrosa, pero apenas presenta una falla
empiezan las preguntas, el interés, el querer saber más acerca del origen de las
dolencias. Es difícil determinar cuál órgano o sistema es el más perfecto,
porque sería imposible decidirse entre los sistemas circulatorio, endocrino,
digestivo o respiratorio; ni hablar del esqueleto y los músculos, la piel, el
sistema reproductor, el linfático o el nervioso. Y qué tal los órganos de los
sentidos o las maravillas que hace el hombre con sus manos.
Sin embargo el organismo de
cualquier animal es igual de perfecto y ahí puede apreciarse que la capacidad
de razonar nos da a los humanos la supremacía. La diferencia de nuestro ADN con
el de los chimpancés es apenas del 1%, y esa pequeña ventaja está representada
en la inteligencia humana. Un detalle que nos hace dueños del mundo, capaces de
alcanzar unos logros que a nosotros mismos nos deslumbran. Y cualquier ser
humano, si tuvo una adecuada alimentación durante sus primeros años, tiene ese
don que la mayoría no aprovechamos por descuido o desidia. ¿Por qué si alguien
aprendió varios idiomas, por ejemplo, no puedo hacerlo yo? Por falta de
disciplina, de interés, de compromiso.
Lo grave es que utilizamos esa
herramienta maravillosa de la inteligencia para cosas negativas y así aparecen
las guerras, la destrucción del medio ambiente, la manipulación de los pueblos,
el armamentismo, las mafias, la injusticia social, el abuso del poder, la
corrupción y tantas lacras que sería imposible enumerar. Por eso los animales,
a pesar de su desventaja, nos dan ejemplo con su comportamiento netamente
instintivo; lealtad, solidaridad, nobleza, disciplina, obediencia. Una realidad
indiscutible es que el hombre por naturaleza es bueno, pero la sociedad lo
corrompe; y en los niños confundimos nobleza, honestidad, desprendimiento o
ternura con inocencia.
Algo que no controlamos los
humanos son las pasiones. Aunque innatas en nosotros, sin duda podemos
aprovecharlas en su justa medida sin apasionamientos ni obsesiones. Cada
persona tiene derecho a escoger una religión, un equipo de fútbol, un
movimiento político, el nombre de sus hijos o la manera de preparar los
frijoles. Lo increíble es que creemos que nuestra elección es la acertada y no
toleramos que alguien piense diferente. Por ello es común que alguien diga por ejemplo que le encanta el
plátano maduro y salte otro a insistir en que es mejor el verde; y se enfrascan
en una discusión interminable porque cada uno cree tener la razón, y son tan
ilusos que esperan que el otro cambie de opinión al escuchar sus argumentos.
Existen temas determinados que
avivan las pasiones y por lo tanto enfrentan a las personas hasta llegar al
extremo de agredirse; el colmo de la insensatez, perder la vida por el fútbol,
la política o la religión. En los tres casos los individuos asumen que son
dueños de la razón y se olvidan de que los demás pueden preferir cosas
diferentes. En la religión se presenta una intolerancia absurda porque es común
que la mayoría de seguidores de un culto piensen que no existe una opción
diferente a la suya y que quienes profesen otra están condenados al fuego
eterno. Al menos en nuestro medio muchos se empeñan en convencer a los demás de
las bondades de su fe y buscan la forma de agregarlos al redil, sin detenerse a
pensar que muchos tenemos un concepto muy diferente de la espiritualidad.
Con la política sí que es
espinoso el asunto. En nuestra larga violencia política han muerto miles de
personas por el simple hecho de preferir un partido determinado. Por cierto,
quedé preocupado en la reciente campaña presidencial porque muchos de los
seguidores de uno de los candidatos no aceptaban que alguien prefiriera al otro
y de inmediato lo tachaban de comunista, amigo de la guerrilla, apátrida y
además imbécil. Algunos dirigentes de dicha causa le echaban china al debate,
mientras los energúmenos seguidores aprovechaban las redes sociales para dar
rienda suelta a su parcialidad. Me trajo a la memoria la Alemania de la década
de 1930, cuando Hitler embelesó a todo un pueblo con un discurso incendiario y
su nacionalsocialismo a ultranza.
Y falta la peor de las pasiones:
el fútbol. Cómo es posible que un muchacho salga para el estadio vestido con la
camiseta de su equipo, y sin importar que este gane, pierda o empate, termine
en la morgue. Quién puede entender ese absurdo, esa estupidez, semejante
sinsentido. Ahora con las alegrías que nos dio la selección por su exitosa
participación en el Mundial pudimos ver a toda una nación unida por el mismo
sentimiento, algo imposible de lograr en cualquier otra circunstancia. Sin
embargo al momento de celebrar la gente se enardece, pierde el sentido de la
realidad, se desboca y deja aflorar su instinto salvaje. Es la estulticia es su
máxima expresión.
Cuándo aprenderemos a respetar el gusto de los demás y
a decir: me gusta así, prefiero aquello, escojo aquel, profeso, resuelvo,
difiero, respaldo… pero sin menospreciar la escogencia de los demás. Es fácil.