martes, enero 29, 2013

Primeros recuerdos.


La capacidad de raciocino nos diferencia definitivamente de los demás seres vivos. Y entre la infinidad de funciones y maravillas que desarrolla nuestra mente, existe una que es primordial para el normal funcionamiento de la actividad diaria del ser humano: la memoria. Aunque no somos conscientes de hacerlo, a cada momento echamos mano de ella para desempeñar acciones tan sencillas como caminar, comer o amarrarnos los zapatos; no podría preparar un café sin recordar cómo se hace y ni hablar de desempeñar cualquier trabajo o labor, si no tuviera esa capacidad de almacenar datos y echar mano de ellos cuando los requiero.

Después de cierta edad existe preocupación porque sucede con frecuencia que no puede recordarse una palabra claramente conocida y para redondear una frase a la persona no le queda sino utilizar otra expresión que la saque del apuro, aunque el subconsciente sigue en la búsqueda hasta dar con el vocablo preciso. Esto se debe a una disminución en la irrigación del lóbulo frontal del cerebro debido a la acumulación de calendarios, lo que disminuye la habilidad para recordar, aunque con buenas costumbres alimenticias y algunas técnicas para mantener la mente activa puede minimizarse el deterioro.

Así como el organismo requiere de una rutina diaria de ejercicio, el cerebro necesita estimulo para mantenerse ágil y garantizar así su normal funcionamiento. En muchos casos, como el de las señoras que a cierta edad empiezan a quejarse porque se quedaron sin cabeza, todo se les envolata y no saben ni dónde están paradas, el diagnóstico es simple: falta de atención. Es común que piensen en otra cosa mientras reciben una instrucción, no pueden concentrarse y están convencidas de no poder memorizar siquiera un número telefónico.

Son muchas las actividades que recomiendan para ejercitar la memoria, como el cambio de rutinas, los crucigramas y otro tipo de entretenciones, la memorización de textos, números telefónicos, claves y contraseñas, etc., y en estos días se me ocurrió una bien entretenida: escarbar en los recuerdos de los primeros años vividos. Mis padres nunca fueron aficionados a tomar fotografías o videos familiares y por lo tanto de aquellas épocas no hay registro gráfico, por lo que no queda sino echar mano de la memoria.

Mis más remotos recuerdos son de cuando tenía como máximo dos años. Fue un paseo a Cartagena al que viajamos con los tíos Enrique y Néstor Mejía, quien iba con Beatriz Cuellar, su mujer, y Claudia, la única niña que tenían entonces. De mi casa fuimos mis padres y los cuatro hijos, de los cuales yo era el menor. Viajamos en la camioneta de Plumejía, la ferretería que pertenecía a la familia de mi padre, una Ford verde oscura que tenía una cabina para tres personas, o cuatro estrechas, y atrás un larguero sin ventanas y con un enrejado de madera en el piso. Sólo la puerta trasera tenía un vidrio, por lo que viajamos encima de colchones como sardinas en lata, en semejante sauna y por una carretera que en muchos tramos aún era destapada.

Calculo mi edad de entonces porque mi madre recordaba con horror ese paseo, ya que la prima Claudia, mi hermano Felipe y yo todavía estábamos de pañales. Por lo tanto las dos señoras se bajaban en las estaciones de servicio, pedían prestada una manguera y procedían a juagar pañales sucios que acumulaban en un balde. En mi memoria existen pocas imágenes de esa experiencia, como cuando en la playa nos acomodaron a los menores donde morían las olas, para mantenernos frescos, pero en cierto momento llegó una con más fuerza y nos dejó patas arriba. Otro día nos llevaron al puerto a conocer un barco de turismo y al momento de bajarnos, hicieron sonar la sirena y casi nos despachamos del susto. O cuando el tío Enrique pidió una langosta en un restaurante y por alguna razón se movieron las antenas del bicho, lo que bastó para que todos empezáramos a berrear en coro.

Por esa época vivíamos en el barrio Estrella y a los seis años me matricularon en el kínder del Divino Niño, localizado al terminar la falda de la calle 61 y a cuadra y media de mi casa. La profesora se llamaba Astrid y lo único que recuerdo de ella son sus piernas, porque me fascinaba mirárselas cuando hacía carrizo. El colegio tenía su banda marcial y salíamos con regularidad a practicar por las calles del barrio. El uniforme era un vestido marinero de paño azul claro, pantalón corto y unas botas de cuero blanco hasta la rodilla (o lo que llamaban cuero mojado).  Debido a mi edad marchaba de primero, con Liliana Vélez a la derecha, y ambos tocábamos el triángulo (le dábamos con una varillita a un pequeño triángulo metálico). La única que iba por delante era la bastonera, honor que se turnaban Clara Isabel Ocampo y Clemencia del Castillo, ambas piernonas y bastante desarrolladas.      

Con mi hermana Maria Clara, cuatro años mayor, hacemos ejercicios de memoria al tratar de recordar cómo era esa casa de nuestra primera infancia, todos sus rincones, detalles y tantas cosas que en ella vivimos. Lo mismo con diferentes momentos de la vida, ejercicios que aparte de ser entretenidos y enriquecedores, ayudan a mantener la mente activa y despierta. Recomiendo practicarlo.
pamear@telmex.net.co

martes, enero 22, 2013

Crea fama…


…y échate a dormir, dice el adagio popular y como todos los refranes resume en pocas palabras una verdad irrebatible. Claro que la fama que más se arraiga entre la gente es la mala, la que hace daño o denigra, porque cuando se trata de algo positivo no es fácil que trascienda. Un ejemplo puede verse en nuestro país donde la mayoría de sus habitantes tildan a los pastusos de brutos, ignorantes y caídos del zarzo, pero realice una encuesta a ver cuántos conocen siquiera a un nativo de la capital de Nariño que cumpla con esas características. Seguro habrá casos aislados, porque como reza otro refrán tradicional, en todas partes se cuecen habas.

La mala fama, de cualquier tipo, es conocida también como estigma. Son varias las acepciones del vocablo y entre ellas la que se refiere a las marcas de los clavos de Cristo en la cruz, las cuales aparecen en ciertas personas muy comprometidas con su fe católica (yo, tan escéptico que ni siquiera creo en los clavos, ahora para tragarme semejante cuento). Estigma se refiere además, entre otras definiciones, a una marca hecha con hierro candente como signo de deshonra o esclavitud. Que lo estigmaticen a uno sin causa justa es algo que duele y ofende, como sucede a quienes nos ufanamos de ser personas honestas, rectas y decentes, y sin embargo por el solo hecho de haber nacido en Colombia nos tildan en el mundo entero de delincuentes y mafiosos. ¡Qué injusticia!

Otro ejemplo claro de estigmatización es la mariguana. La mayoría de la gente se escandaliza al enterarse de que alguien la fuma, y ni hablar cuando los padres de un adolescente le descubren un “moño” olvidado en el bolsillo, porque ponen el grito en el cielo. En ese caso podría decirse que de los males el menor, porque al compararlo con otros vicios puede llegar a ser preferible. Estoy seguro de que la adicción al tabaco causa muchísimas más víctimas que la yerba en cuestión, y que los efectos del alcohol llevan al ser humano a innumerables actos de irresponsabilidad que en muchos casos terminan en tragedia. 

La Cannabis sativa fue permitida en la mayoría de países hasta principios del siglo XX. En muchos casos su prohibición se debió a causas políticas y económicas, como en Estados Unidos donde poderosos conglomerados (ej. las familias Hearst y Du Pont) le hicieron la guerra al cultivo de la planta porque competía con la explotación maderera y la producción de papel, y la fibra de cáñamo con su resistencia se interponía al éxito logrado por las fibras sintéticas lanzadas al mercado por el sello Du Pont. Durante la prohibición del alcohol en la década de 1920 fue muy perseguida porque muchos optaron por fumarla para compensar en algo la necesidad de ingerir sustancias estimulantes.

La mariguana ha sido utilizada por el ser humano desde tiempos remotos y existen pruebas arqueológicas que datan de hace cinco mil años; en diferentes culturas se usó como estimulante, para combatir enfermedades y en muchos casos para rendir tributo a los dioses. Desde que el hombre habita el planeta ha buscado la forma de embotar sus sentidos con drogas y bebidas fermentadas. Siempre ha sido común que los artistas ingieran sustancias estimulantes para inspirarse y la mariguana ha sido una de las más usadas; para la muestra, en algunas pipas pertenecientes a Shakespeare encontraron residuos de la yerba y algunos de sus escritos hacen alusión a ella (Soneto #27, Viaje en mi cabeza).

No tengo bases científicas de las bondades o perjuicios de la yerba en el organismo humano, pero después de leer al respecto me queda la percepción que son varios los beneficios farmacéuticos que la planta aporta a la ciencia. En muchos países es permitido su uso para fines terapéuticos y está comprobada su eficacia en tratamientos del SIDA, ayuda a soportar la quimioterapia, mitiga los síntomas de la esclerosis múltiple, combate dolores neurológicos y reduce la presión ocular relacionada al glaucoma, entre otros. Tampoco digo que sea beneficioso consumirla, pero mientras la persona no abuse de ella los síntomas se limitan al comportamiento: abulia, apatía e indiferencia; el mayor riesgo es que el consumidor sea proclive a las adicciones y después busque sustancias más fuertes.

Mi adolescencia transcurrió en la década de 1970 y entonces mucha juventud fumaba mariguana. En su momento la probé, pero no me aficioné a ella porque me hacía un efecto contrario y terminaba con dolor de cabeza, mareo y malestar general; lo que llamábamos “la malpa”. Pero conozco muchas personas que desde entonces consumen mariguana con regularidad y todos presentan un comportamiento normal, son buenos padres de familia, ciudadanos responsables, artistas geniales y algunos de una inteligencia superior.

Como en mi casa éramos tantos hermanos en las primeras comuniones nos regalaron infinidad de biblias y misales, que venían en ediciones de lujo y un papel de arroz muy fino, ideal para utilizar como “sábana”, el papelito con el que se arma el varillo. Cuando crecimos mi mamá resolvió regalar esos libros sagrados, pero al revisarlos para confirmar su estado no podía entender por qué estaban todos picados con tijera. Hasta que alguno se apiadó de ella y le explicó la razón, a lo que exclamó mirando al cielo: “estos muchachitos me van a purificar”.
@pamear55

martes, enero 15, 2013

Inequívoca conclusión (II).


Cualquiera que haya vivido su infancia en la década de 1960 va a recordar muchos momentos cotidianos al responder el test al que me refiero en esta oportunidad, porque se trata de situaciones y costumbres que eran comunes en cualquier hogar. Sin duda la existencia era más fácil, porque éramos prácticos y relajados, además la situación económica de las familias numerosas no permitía que la sociedad de consumo nos atropellara con su ilimitada oferta. Sigo pues con algunas preguntas que parecen tan obvias que me hacen dudar si habrá alguien de la época que no las reconozca.

¿Que si en mi casa había patio y baños con bidet? Pero claro, si en el patio no podía faltar el perro guardián. En la última casa que viví de soltero teníamos un patio amplio con árboles de feijoa, guayabas del Perú, moras, brevas y una mata de cedrón para las aguas aromáticas; rosales, veraneras y otras flores adornaban el entorno y debajo de las escalas teníamos la jaula para criar palomas mensajeras; además de un corral para engordar pollos. En los baños no podía faltar el bidet, mueble que desapareció porque en los apartamentos modernos con trabajo cabe el escusao. ¿Qué si presenté exámenes con regla de cálculo? La verdad es que nunca pude aprender a manejar ese trebejo. Por lo tanto no me quedaba sino esperar a que el compañero del lado hiciera sus cuentas y me soplara el resultado apenas el profesor diera papaya.

¿Qué si recuerdo quiénes fueron Montecristo y Los Tolimenses? Hombre, si todavía me río con sus cuentos y ocurrencias. En esa época la siesta era obligada con el radio sintonizando a Guillermo Zuluaga, quien con sus maravillosos personajes nos hacía gozar de lo lindo. Emeterio el de Los Tolimenses fue un tipo genial, porque su compañero Felipe lo que hacía era darle cuerda y seguirle la corriente. ¿Qué si utilicé pantalones de bota ancha fabricados con terlenka? Me parece verlos. Comprábamos el corte en el almacén de Juancho Rincón, en la calle 19, y cualquier sastre o costurera se encargaba de hacerlos. Eran descaderados y al principio quisieron imponerlos sin bolsillos, lo que no gustó porque se encartaba uno con las llaves y la billetera.

¿Qué si llené la libretica de etapas de la Vuelta a Colombia? Eso era religioso y además durante la competencia no hablábamos de otra cosa. Todos teníamos la libretica en el bolsillo de la camisa, donde se anotaba quién ganaba la etapa y demás datos de interés. Por aquel tiempo aparecieron los más pudientes del colegio con pequeños transistores y los novedosos audífonos, para seguirle la pista a Cochise Rodríguez, Pajarito Buitrago, Álvaro Pachón o al Ñato Suárez. ¿Qué si los domingos veíamos Animalandia? Claro, como todas las familias nos sentábamos al frente del televisor a ver a Pacheco decir las mismas pendejadas; Bebé, Pernito, Tuerquita y demás payasos; la lora de “A mí Gelada o nada”; Germán García con sus perros de Gegar Kenell; Hernán Castrillón y demás personajes del popular programa.

¿Qué si nos daban Mejoral? Lógico, si no había otro tipo de analgésico. Claro que las mamás preferían el elíxir Paregórico, un bebedizo amargo que nos daban diluido en agua con azúcar. El hecho es que al muchachito que se quejaba de cualquier dolor, desde una apendicitis hasta un uñero encarnado, le zampaban una dosis de esa vaina y el mocoso no volvía siquiera a parpadear en dos o tres días. Pues ahora que investigo descubro que el bebedizo tenía como base alcohol alcanforado de 46 grados, y cada onza del elíxir contenía 117 mg. de opio, lo que corresponde a 12 mg. de morfina. Hágame el favor.

¿Qué si usaba zapatos trompones y el pelo largo? Los zapatos que se impusieron a principios de la década de 1970 eran igualitos a los que usaba Luis XV: de tacón alto, trompones y con hebillas llamativas. Más feos que el diablo. Respecto al pelo, era la pelea de todos los días con mis padres; lo mantenía largo hasta los hombros, nunca me peinaba y cuando accedía a cortarlo un poco, yo mismo me motilaba frente al espejo del baño. Claro que todos los amigos eran iguales y para la muestra una vez que andábamos de paseo y al llegar a Cartagena, un policía le pidió a mi primo, quien manejaba el carro, que le mostrara el pase. Cuando ese corroncho vio la foto, se ranchó en que el documento era de una mujer.       

¿Qué si en mi casa hacíamos helados de leche con azúcar? Ni riesgos, porque la leche era para tomarla al final de las comidas, acompañada de dulce de moras, ochuvas, cocas de guayaba, mamey o brevas caladas. En cambio en vacaciones mi mamá metía bananos engarzados en un palo al congelador y eso nos entreteníamos chupando hasta que se ponían babosos y negros. ¿Qué si tocaba darle cuerda al reloj todos los días? Si no, dejaba de caminar. Hasta que aparecieron los relojes automáticos, los cuales se recargaban con los movimientos que hacían quienes los llevaban puestos; esa vaina fue uno de los grandes descrestes de la época.

A estas alturas ya había superado las quince respuestas positivas que me califican de cucho, por lo que resolví aplicar aquello de: ¡deje así!
pamea@telmex.net.co

Inequívoca conclusión (I).


No soy de los que niegan la edad ni me aterro por la acumulación de calendarios, aunque no puedo desconocer que patea un poquito el hecho que a uno lo encasillen en el grupo que eufemísticamente llaman ahora la tercera edad. Y me parece un eufemismo porque creo que viejo es la palabra apropiada, y por ello fue utilizada por la humanidad hasta finales del siglo XX. Pero como ahora les dio por cambiarle el nombre a todo, como si los anteriores fueran degradantes, también llaman a los viejos adultos mayores. Pues me topé con una encuesta que mide si ya pertenecemos a ese grupo de la población, y como ya estoy por arribar al sexto piso, procedí a responderla a ver cómo me iba. Según la medición, quien conteste afirmativamente más de quince preguntas ya es considerado un cucho, y debo confesar que pasé por esa cifra sin tocar aro. Procedo con algunas de las preguntas y sus respectivos comentarios:

¿Qué si mi mamá mandaba a remallar las medias? Cada ocho días. Era común oírla renegar porque se le había ido un punto, por lo que le untaba primero saliva con el dedo y luego le aplicaba un poquito de esmalte para las uñas. Después resolvía mandar las medias con alguno de nosotros al convento de Las Adoratrices, detrás de la Universidad de Caldas, porque esas monjitas eran las propias para esa labor. ¿Qué si recuerdo la Alegría de leer, El Catecismo del padre Astete y La Urbanidad de Carreño? Hombre, si me parece ver todavía la cartillita donde aprendí a leer en El Divino Niño, como se llamaba el kínder. La sobredosis de catecismo debió ser la causa por la que ahora le tengo tanta pereza a la religión, y el texto de urbanidad debería ser obligatorio en la actualidad y en todos los niveles de educación.

¿Qué si oí en la radiola discos de 45 y 78 revoluciones? Imagínese si voy a olvidarme de aquel pelle de radiola que tanto disfrutamos. En ella mi papá nos aficionó a la música clásica, la que tenía en unos viejos discos de pasta gruesa y  78 revoluciones. También tuvimos unos pocos long play de música popular, entre los que recuerdo el de Chavela Vargas, Jorge Negrete, Pedro Vargas y los que regalaban de Suramericana todas las Navidades. ¿Que si oí misa en latín y con el padre de espaldas? Lo recuerdo con claridad en la iglesia del barrio Estrella, cuando el padre Uribe era el párroco. La verdad me tocó durante muy poco tiempo y sólo puedo decir que no entendíamos nada de esa jerigonza, y además con el cura de espaldas no sabíamos cuándo hacía la seña para podernos ir en paz.

¿Qué si usé gomina? Calcule si no. La motilada era en el patio, sentados en la silla donde comían los bebés para quedar a la altura de don Rafael, el peluquero, quien con una máquina oxidada prácticamente nos arrancaba el pelo. Después nos embadurnaba con una loción casera, la cual ardía como el diablo en un cuero cabelludo que nos quedaba en carne viva. Mi mamá mantenía gomina Lechuga en el gabinete del baño para que nos durara el peinado. ¿Que si conocí el electrón para calentar agua? En mi casa hubo varios de esos, que utilizábamos más que todo cuando mi madre pedía que le lleváramos la bolsa de agua caliente para calentarse los jarretes; muy práctico el dispositivo, pero hoy en día no podría usarse porque se lo come a uno la cuenta de la luz.   

¿Que si la nevera había que descongelarla cada ocho días? Me parece que era los jueves que llegaba uno a la casa y al entrar a la cocina a robarse una tajada madura o un patacón, encontraba todo el piso tapizado de periódicos entrapados. Esos congeladores parecían glaciares prehistóricos y recuerdo con horror lo que era sacar cualquier producto de allí; cuando mi papá llegaba con un amigo y pedía hielo para tomarse un trago, el escogido debía armarse de paciencia, además de varios chuzos y cuchillos, para realizar un trabajo de excavación en busca de la esquiva cubeta. Como esta era de aluminio se pegaba de los dedos, y después liberar los hielos era una proeza. ¿Qué si repartían la leche en cantinas? El lechero recorría los barrios y la gente acudía con la cantina, que era el recipiente tradicional para manipular ese alimento. Era leche sin pasteurizar y bautizada, que es como le dicen a la marrulla de rendirla con agua para mejorar la utilidad; sin embargo, a nadie le hacía daño tomarla en esas condiciones.

¿Qué si estaba de moda la Emulsión de Scott? Esa porquería creó un trauma a muchos de mi generación. Por fortuna en mi casa la plata no alcanzaba para comprar el reconstituyente, porque entonces no habían desarrollado la idea de ponerle sabores llamativos para los niños y por lo tanto sabía a lo que era: extracto de hígado de bacalao. Si me invitaban a la casa de algún amigo a dormir y a cierta hora la mamá los ponía en fila para zamparles la desagradable cucharada, yo decía que era alérgico y que me tenían prohibido siquiera probarla. Todavía recuerdo la mueca que hacían todos al tragarse el menjurje.
pamear@telmex.net.co