Pasa el tiempo y me pregunto
cuándo es que le voy a coger cariño al teléfono celular. Reconozco que el
aparato es muy útil porque el número del teléfono ya no corresponde a una residencia,
un negocio o empresa, sino que comunica directo con la persona que uno
solicita. Lo que no entiendo es que la gente prefiera usar el móvil antes que
el fijo, porque así tengan este último a la mano, optan por preferir el celular
para cualquier llamada. Y le tengo ojeriza al cacharro ese porque llegué a
pensar que tengo una disminución auditiva, pero la deseché cuando confirmé que
por el teléfono de la casa oigo perfectamente. Me parece que la señal del
celular es inconstante, las llamadas se caen con frecuencia, el sonido es
pésimo, y como los aparatos son cada vez más pequeños, no atino a cuadrarlo con
el agujero de la oreja.
Pero eso es lo de menos. A lo que
no puedo acostumbrarme es a la manera como ese diminuto dispositivo se ha
entrometido en la vida de la gente. La mejor definición que conozco acerca del
tema es que los avances en las comunicaciones nos acercan a aquellos que están
lejos, pero nos aíslan definitivamente de quienes nos rodean. Claro que es una
maravilla que alguien llame por teléfono a una hija que está en Singapur y la nena,
en vez de simplemente contestar, aparezca en la pantalla muy campante para que
converse con ella; y la zamba puede mostrarle el entorno donde está, los
zapatos que compró o el último motilado que se hizo.
Todo esto era ciencia ficción
hasta hace unos años, sobre todo para quienes vivimos la época en que para
hacer una llamada de larga distancia, nacional o internacional, había que pedir
el servicio a una operadora de Telecom; la muchacha tomaba los datos y decía
que en un rato llamaba para comunicarnos. Entonces nadie podía tocar el
teléfono para que no lo fuera a encontrar ocupado y además todo el mundo
empezaba a susurrar en la casa, porque cuando por fin sonaba el teléfono, el
que iba a hablar debía hacerlo a los gritos para que su interlocutor le entendiera
algo. Ni hablar de lo que costaba el chistecito.
Hace unos quince años, cuando
empezaban apenas a aparecer los teléfonos móviles en nuestro país, los planes
eran muy costosos y por ello los usuarios trataban de economizar al momento de
utilizarlos; el aparato se usaba para dar razones, concretar citas y demás
asuntos urgente y concisos. En cambio ahora, el que menos, dispone de mil
minutos para gastarlos en el mes y muchos tienen consumo ilimitado; entonces
hacen visita por teléfono, chismosean, realizan negocios, desde la oficina
ayudan a los hijos a hacer las tareas y cuanta comunicación se les ocurra.
Desespera ver a la mayoría de las personas adictas a hablar por teléfono.
Lástima que la Urbanidad de
Carreño sea un texto obsoleto porque hace mucha falta en la sociedad actual, y
caería muy bien un capítulo dedicado al adecuado uso y manejo del teléfono
celular. Porque son pocas las personas que al oír timbrar su aparato piden
disculpas a los presentes y se retiran a otra habitación para atender la llamada,
mientras la mayoría charla tranquila sin importar que interrumpen a los demás;
y parecen no percatarse de que quienes lo acompañan están incómodos, sin saber
qué hacer, si ponerle cuidado a lo que habla o tratar de retomar el hilo del
asunto que los convoca.
Se impone en Europa la costumbre
de advertir a la entrada de muchos restaurantes que no se permite el uso del
celular, y aunque muchos aducen que a ellos no les molesta contestar el
teléfono mientras comen, el asunto es que a los demás sí les incomoda, y mucho.
Porque si usted va en busca de un momento de tranquilidad, adobado con buena
comida y una agradable compañía, no querrá aguantarse a un fulano que camina
por entre las mesas como un león enjaulado mientras habla a los gritos,
gesticula y se carcajea. Recuerdo que recién salidos los celulares al mercado
me invitaron a un almuerzo campestre con varios ejecutivos de la ciudad y al
llegar a la finca, el anfitrión, “Sobrino” Gómez, solicitaba a los participantes
el celular para meterlo en una gran olla de barro que tenía para tal menester.
Los timbres se confundían en el recipiente y así el dueño quisiera contestar,
mientras encontraba su aparato perdía la llamada.
Si tengo compañía y recibo una
llamada respondo a quien sea que después me comunico, porque estoy ocupado. Por
respeto y educación, y porque me parece el comportamiento lógico. Si es algo
urgente pido permiso a los presentes y me retiro del recinto; además no puedo
concentrarme en una conversación si hay otras personas presentes. Pero a la
gente parece no afectarle porque responden en cualquier momento, sin importar
que estén en una reunión, en medio de la comida, mientras manejan el vehículo,
en el ascensor o donde se encuentren. Qué modita tan fastidiosa.
Una parejita baila amacizada en
una discoteca y en cierto momento la muchacha pregunta al oído de su amado si
lo que tiene en el bolsillo es el celular, a lo que el tipo responde con
malicia: no mamita, ¡es el fijo!
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