Son muy comunes las personas a las
que les gusta asentarle la chancleta al carro, el mismo que consienten como si
fuera su más precioso tesoro. Desde el día que lo sacan del concesionario le
dedican toda la atención, lo soban a diario con un dulce abrigo hasta dejarlo
reluciente, no permiten que nadie se monte con los zapatos entierrados y mucho
menos que fumen en su interior. Cuando esporádicamente se meten a un hueco y el
‘pichirilo’ se golpea por debajo, les duele como si fuera en carne propia. Y después
de cinco años de comprado pretenden que siga en el estado del primer día de
uso.
En la juventud es innato el gusto
por la velocidad y ante la falta de escenarios para practicarla, la muchachada
busca sectores de la ciudad donde puedan competir en carreras improvisadas,
siempre al abrigo de la oscuridad. El primer sitio que recuerdo de esos
encuentros nocturnos fue en los alrededores del estadio Palogrande; todo el
complejo deportivo, el estadio, la piscina olímpica (que nunca funcionó y
quedaba donde hoy es el coliseo menor), las canchas de la liga de tenis, el
coliseo mayor y el Tenis club, tenían como cerramiento un muro de ladrillo.
Las carreras consistían en darle
varias vueltas a esa gran manzana y los espectadores buscábamos acomodo seguro
para evitar que algún piloto primíparo se saliera de la vía y nos atropellara.
Esas reuniones nocturnas eran ideales para coquetear con las amigas mientras
disfrutábamos del espectáculo, el cual era protagonizado por jóvenes menores de
edad y algunos padres de familia que a pesar de su edad no se aguantaban las
ganas de competir; don Guillermo Isaza y su hijo Pepe, en la pulga Volkswagen,
eran infaltables.
En vista de que ese sector era muy
habitado los reclamos de los vecinos no se hacían esperar y por ello las
autoridades de presentaban con regularidad a poner orden. Entonces la
convocatoria clandestina encontró otro escenario en el sector que hoy ocupa el
barrio Bajo Palermo; desde una cuadra antes de la iglesia de Palermo, por la
Paralela que todavía no era avenida, arrancaban los bólidos a recorrer la incipiente
urbanización en la que aún no había viviendas construidas. La pista tenía la
dificultad de carecer de peraltes en las curvas y por ello era común que los
carros se golpearan contra los sardineles, lo que le dio el nombre al lugar del
Autódromo ‘Rin torcido’.
De niños mi papá era aficionado a
jugar golf en el Club campestre, que funcionaba donde ahora es el Bosque
popular. La condición de mi madre para dejarlo ir era que se llevara siquiera
cuatro muchachitos, por lo que pasábamos allá todo el día jugando con los hijos
de los compañeros del golf. Cuando los cuchos terminaban en el campo se
acomodaban en el bar del club a tomar aguardiente y jugar ‘cacho’, mientras
echaban cuentos y apostaban los vales que habían firmado durante el día.
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