Cómo habría gozado don Louis Daguerre con una cámara fotográfica digital, bien moderna, y un programa de computadora como el Photoshop con el cual hacerle todo tipo de retoques y cambios a la instantánea escogida. Con todo lo que le trabajó ese cliente al famoso daguerrotipo, que en la primera mitad del siglo XIX presentó al mundo una novedad que causó sensación a la humanidad. Lograr capturar una imagen cualquiera en un papel era algo impensable para la época, y que agradezca el reconocido franchute que su invento no coincidió con la temible Inquisición, porque habría ido a parar a la pira con todos sus trebejos. Por brujo, ateo y diabólico.
A paso de tortuga mejoraban el invento y lo primero que sucedió fue que los pintores, que hasta entonces eran los encargados de eternizar rostros y personajes, debieron dedicarse a plasmar en sus lienzos paisajes, naturalezas muertas y demás cachivaches que hubiera a la mano, porque la gente quería posar ante la novedosa cámara que producía una explosión a modo de flash. Además era más barato, expedito y moderno. Cuentan que mi abuelo Rafael Arango, cuando realizaban basares en la Plaza de Bolívar para recaudar fondos pro construcción de la Catedral de Manizales, le encargó a un carpintero una caja con su trípode que semejara la aparatosa cámara fotográfica. Dentro del cofre metía a las malas un gato muy arisco y por un agujero especial le dejaba la cola afuera. Entonces don Rafa acomodaba a los parroquianos que querían fotografiarse, luego se tapaba la cabeza con el tradicional trapo negro, les gritaba “un pajarito si cola… chito matola”, y en ese instante jalaba la cola del minino que metía un maullido de ira. Los clientes se iban sin el retrato pero contribuían con gusto para la noble causa, mientras se reían nerviosos después del brinco que le hacía pegar el inesperado aullido.
Las primeras fotografías que recuerdo eran en blanco y negro. Muy pocas personas tenían cámara y por ello son escasos los eventos que quedaron registrados. Primeras comuniones, matrimonios u ocasiones especiales merecían contratar un fotógrafo profesional para que tomara las “vistas”, las cuales se convirtieron en el único recuerdo gráfico de nuestro pasado. Después las cámaras se hicieron más asequibles, pero el revelado de las fotos era dispendioso y complicado. Llegaron los rollos a color, mucho más costosos, y en Manizales solo se conseguían en el almacén Vandenenden al frente de la Catedral; allí también agenciaban las cámaras, prestaban servicio técnico, vendían los bombillitos para el flash, las pilas especiales y demás perendengues.
Entonces usted compraba el rollo, de máximo 12 0 16 fotos, lo utilizaba con mucho esmero porque no podían desperdiciarse, y una vez terminado debía llevarlo de nuevo al almacén para que lo mandaran a Bogotá, donde se demoraban algo más de una semana para revelarlo y enviarlo de regreso. Entonces en la casa, a todo el que iba para el centro, le encargaban que arrimara a Vandenenden a preguntar si ya habían llegado las fotos. Esa era mucha felicidad cuando aparecía alguno con el sobrecito característico donde las empacaban, acompañadas del negativo, y había que esperar a que llegara el papá o la mamá y autorizara abrirlo. Todos en corrillo, peleando por verlas de primero, regañando a los menores para que las cogieran bien y burlándose del otro porque había salido con cara de bobo.
Para tomarnos la foto del mosaico, al momento de graduarnos de bachilleres, era necesario ir a la esquina de la calle 30 con carrera 23, en un segundo piso diagonal al Parque de Caldas, donde operaba “Foto Studio Arvin”. El negocio tenía la ventaja que nos prestaban un saco de paño y una corbata, llenos de caspa y grasosos, pero evitaban el oso de tener que viajar en un bus hasta el centro “disfrazado” de chupa o de lambón (lo que ahora llaman nerd). Qué tal que los amigos lo pillaran a uno con esa facha en la calle… mejor dicho, no se lo volvían a sacar.
Pensar en lo que convirtió la tecnología la toma de una fotografía. Ya no hay que pagar el revelado, las malas se anulan o arreglan, se archivan en un disco o en la computadora personal y con la misma cámara pueden hacerse videos. Si antes era jarto ir a un matrimonio porque había que posar para infinidad de fotografías, ahora en cualquier paseo o reunión no pasan cinco minutos sin que nos hagan desacomodar para cuadrar una toma. Al menos mi mujer no deja de tomar siquiera 200 fotos en cualquier evento.
El marido de mi sobrina, Juan Pablo Castaño, perdió la mamá en una forma trágica cuando apenas tenía 12 años. Entonces el padre, desesperado por entretener al muchacho en algo, lo mandó para Miami con una excursión de quinceañeras. Como buen aficionado a la fotografía el doctor Castaño tenía un equipo muy completo y se dio la pela de prestarle al zambo una de sus mejores cámaras, no sin antes enseñarle a las carreras cómo funcionaba y de hacerle mil recomendaciones de los cuidados que debía tener con ella. Cuando fue a recibirlo al aeropuerto el mocoso llegó eufórico y le dijo:
-Papi, papi, cómo te parece que se me perdió la cámara, pero tranquilo que ya había tomado todas las fotos.
3 comentarios:
Me hiciste volver a esas épocas que llaman felices, cuando las vistas se tomaban sólo para dejar constancia de la presencia de las personas, porque no se podía perder ni tiempo ni plata con un paisaje en blanco y negro, que no dejaba ver nada.
Pero los buenos fotógrafos se dedican a captar "momentos", no rostros o lugares.
Eso es la verdadera fotografía: un recuerdo imperecedero.
Qué buen recorrido histórico por el mundo de la fotografía... no sabía que mi bisabuelo era tan payaso como para hacer semejante chanza del gato... yo me moriría de la pena jejeje. Y por el cuento de Juan no hay palabras!!!
en cambio a estas alturas, en nuestro grupo de caminantes, ya no decimos "guisqui" para tomar el poncherazo de rigor, simplemente el director digital (fotógrafo) de turno nos grita: Muchachos, hundan barriga
Publicar un comentario