martes, agosto 07, 2012

¡Hasta que ya!

Las mamás de ahora no se parecen en nada a las que nos tocaron a nosotros. Todo ha cambiado de manera considerable y sin duda las costumbres y el número de miembros de las familias son muy diferentes, lo que les da mucha libertad a las madres modernas que pueden estudiar, desempeñarse profesionalmente y tener una vida social activa. Porque las matronas de antaño vivían sólo para atender a la prole, administrar la casa, complacer al marido y mantener la armonía en el hogar. Y es que una señora con diez o quince hijos no debía tener tiempo ni para bañarse, lo que se deduce al pensar en las labores que debía realizar a diario.


No se parecen en nada a las de ahora que son ejecutivas exitosas, por motivos de trabajo viajan con regularidad, asisten religiosamente al costurero, acuden al gimnasio, al salón de belleza, a que les hagan masaje, participan en fiestas y reuniones sociales, salen con las amigas, van a cine, hacen visitas, almuerzan por fuera y muchas se meten a clases de cocina, pintura o yoga. La liberación femenina acabó con aquellas mujeres abnegadas que dedicaban su existencia al bienestar de su familia. Viejas pendejas, pensarán hoy en día.

Sobra decir que debido al agite diario a aquellas mujeres se les saltaba la piedra a cada momento, porque con tantos muchachitos por ahí dedicados a hacer daños y pilatunas no habría paz en el hogar, además de las peleas entre hermanos que existen desde Caín y Abel. O las rabias que les producían las sirvientas, que como eran varias e internas, a toda hora estaban con el chisme, la queja, el lleve y traiga, los celos y las chambonadas de rigor: que le chafaron el vestido nuevo al marido, se tiraron la ropa de color con límpido, dañaron la brilladora o la cocinera manidura que rompía un plato diario.

Algo que recordamos con nostalgia quienes nos criamos en familias numerosas son las frases típicas que toda mamá repetía sin tregua en el diario quehacer, muchas de las cuales eran para quejarse por el agotamiento que mantenían y por la desconsideración que sentían hacia ellas. ¡Con ustedes todo es una lucha!, decían desesperadas cuando los hijos no acataban sus órdenes y por lo tanto debían repetirlas hasta el cansancio. Y entonces venían las amenazas con frases como: ¿qué van a hacer el día que me les muera, quién les va a hacer todo?; o cuando desesperadas miraban al cielo, se agarraban la cabeza y con voz angustiada exclamaban: ¡ustedes me van a enloquecer!

Aquellas madres vivían pendientes de las amistades que frecuentaban sus hijos y en eso eran muy celosas, porque si alguien no les gustaba no había forma de hacerlas cambiar de parecer. Entonces no perdían oportunidad para echarle puyas al amigo indeseado, y si por ejemplo el hombre llamaba a la casa después de las nueve de la noche, ella le contestaba con voz de pocos amigos: ¡esta no es hora de llamar a una casa decente!; tampoco cejaban en su empeño al recordarnos: mijo, ese amigo no le conviene. Y si era un pretendiente de alguna de las niñas y al llegar a recogerla no se bajaba del carro sino que pitaba, se enfurruscaban e insistían a la hija para que le dijera al zambo que respetara, que eso no era un hotel y que se dispusiera a timbrar como la gente normal.

Si algo enfurecía a una mamá era que un mocoso le contestara de mala manera y para esos casos tenían a mano expresiones como: ¡es que me provoca ahorcarlo!; y si el zambo estaba muy envalentonado, la amenaza era más contundente: ¡siga así culicagao y le volteo el mascadero! Cuando el muchacho ya estaba crecidito e insistía en tener autonomía, ellas apelaban a la lógica de la vida para desarmarlo: ¡mientras usted viva en esta casa, se hace lo que yo diga! Y para que no quedaran dudas, le remachaba: ¡acuérdese que usted no se manda solo!

Aquellos mayores se esforzaron por mantener nuestra fe y devoción cristiana, por lo que era común que la mamá recomendara a los hijos que rezaran una oración antes de irse a la cama; era típico que dijeran: no se vayan a acostar como unos animalitos. Además ellas no decían que algo les parecía muy raro, sino muy particular; para resaltar cualquier cosa preferían el ¡hasta que ya!; si se trataba de describir algo imposible acudían al ¡no hay poder humano!; y si algún mocoso estaba muy resabiado o ponía mucho pereque, no dejaban de echarle un vainazo al marido al comentar: ¡está igualito a su papá!

Como la madre eran más fácil de convencer recurríamos a ella para pedir los permisos, responsabilidad de la que se libraba con el consabido: vaya pregúntele a su papá primero a ver qué dice. Entonces uno aprovechaba que el cucho estuviera concentrado con alguna lectura, resolviera el crucigrama o sintonizara el noticiero, momento en que se desconectaba del mundo, porque seguro a modo de respuesta apenas rezongaría, señal que uno asumía como una autorización. Claro que si la mamá no estaba de acuerdo no había forma de convencerla, y cuando ella se quedaba sin argumentos para defender su causa, cancelaba así la discusión: ¡porque yo soy su mamá, y punto!

pamear@telmex.net.co

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