jueves, abril 17, 2014

Futuro incierto.


En reciente encuesta sobre la satisfacción de los colombianos de vivir en las diferentes ciudades, los manizaleños ocupamos el segundo lugar después de los habitantes de Medellín. Queremos nuestra ciudad, la disfrutamos, reconocemos sus falencias pero al mismo tiempo destacamos sus virtudes, y esa aceptación pueden notarla quienes nos visitan. La ciudad es ordenada, limpia y agradable, y su agreste topografía la hacen interesante y variopinta. Aunque es cierto que las comparaciones son odiosas, basta visitar otros lugares para darnos cuenta de que nuestros problemas no son tan terribles como a veces nos parecen.

Quien se queje por el tráfico y la movilidad, que vaya un día a Bogotá y recorra las vías para que alabe nuestra situación; muchos se lamentan por la proliferación de motos, pero a lo mejor no han visitado Caracas para que vean lo que es el anarquismo en dos ruedas; aunque tuvimos un problema coyuntural con el acueducto, muchas poblaciones de Colombia aún no cuentan con ese vital servicio; claro que aquí también hay calles en mal estado, pero son nimiedades comparadas con otras ciudades donde están convertidas en trochas; tenemos tugurios, como en todas las capitales, pero posiblemente en menor cantidad. Y a pesar de la inseguridad, al menos no vivimos paranoicos y medrosos porque nos pueden atracar.

Sin duda la educación y amabilidad de nuestras gentes hacen diferencia, porque es comentario general de quienes nos conocen. Aquí respiramos aire puro y tranquilidad; tenemos panorama para dar y convidar; el clima es una maravilla y en la calle la gente saluda al pasar. Sin embargo debemos reconocer que la ciudad ha perdido importancia en el ámbito nacional y tal vez la causa más relevante de ese retroceso es la falta de comunicación con el resto del país; somos una ciudad terminal, en invierno quedamos aislamos por vía terrestre y el aeropuerto La Nubia cada vez mueve menos pasajeros, gracias a que Avianca está empeñada en obligarnos a viajar por Pereira. 

Este aislamiento frena el desarrollo de Manizales y por ello la juventud emigra a buscar oportunidades a otras latitudes. Además, las rencillas personales y la falta de coherencia en lo que queremos para la ciudad impiden que retomemos la senda del progreso y así nos quedaremos rezagados sin remedio. Los dirigentes políticos se preocupan más por su interés personal y los representantes de los gremios pasan inadvertidos, mientras los chismes hacen carrera y terminan por desestimar iniciativas y menoscabar reputaciones. El senador Barco nos dejó de herencia la expresión blancaje, término discriminatorio muy usado por resentidos y  apocaos para destilar odio contra sus semejantes.

Rememoramos con nostalgia todas esas industrias e instituciones representativas de la región que han desaparecido, por diferentes causas, y que en su momento le dieron lustre a Manizales y al Departamento: Banco de Caldas, Seguros Atlas, Corporación Financiera de Caldas, Tejidos Única, Cementos Caldas, etc., y más recientemente el Banco de la República. Ahora estamos de un cacho de quedarnos sin aeropuerto y el Club Manizales busca con desespero la fórmula para no sucumbir; mientras los socios antiguos desaparecen, no existen jóvenes que hagan el relevo.

Para completar el oscuro panorama empieza a hablarse del fin de una industria que ha sido orgullo y referente de nuestra región: la Licorera de Caldas. Y todo porque llegó a la gerencia una persona que a diferencia de muchos de sus predecesores, que utilizaron el cargo como trampolín político o para llenarse los bolsillos, quiso coger el toro por los cachos y enfrentar la realidad. Una empresa convertida en fortín político durante décadas, que ha sido ordeñada sin miramientos, donde el derroche y la corrupción han hecho carrera, no podía durar para siempre. Lo fácil para el doctor Seidel hubiera sido aguantar y dejarle el problema al próximo gerente, y en cambio ahora quieren echarle la culpa. 

La situación de la Licorera es desesperada y para comprobarlo basta saber que de la nómina sobran más de la mitad de los empleados; que el indispensable software está desactualizado y no sirve para nada; que la principal empresa del departamento no cumple con las normas ambientales; es tal el desgreño administrativo que la auditoría externa se abstuvo de entregar su informe; y cómo estará de fregado el escenario, que ninguna aseguradora muestra interés por hacer tratos con la empresa. Sin duda el negocio de los licores ha cambiado y ya no es la maravilla a la que estábamos acostumbrados, realidad que tendrá muy preocupados a los políticos que durante mucho tiempo han conseguido allí los recursos para financiar sus campañas y no estarán dispuestos a renunciar a semejante teta.
A pesar de todo vivimos en un paraíso y para conservarlo debemos unir voluntades, empujar todos para el mismo lado, luchar por salir adelante, dejar a un lado la maledicencia y la envidia, y sobre todo proponer soluciones en vez de criticar por criticar. Ojalá sea posible salvar la Licorera, porque no quiero imaginar el día que viaje al exterior y mi anfitrión encargue una botellita de Ron Viejo o de Aguardiente Cristal y tenga que decirle que ya no se producen, que si quiere del Valle o de Antioquia. Eso sería como perder la Catedral basílica; y no me refiero al Nevado del Ruiz, porque gracias al calentamiento global desaparecerá en unos veinte o treinta años.

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