Así como durante todo el año
buscaban aplacarnos a punta de amenazas con el infierno, de igual manera nos
manipulaban con el regalo de Nochebuena: Siga así y verá que el Niño Dios le
trae un puñado de cenizas; creo que le teníamos más respeto a esa sentencia que
a la paila mocha. Porque lo recibido el 24 de diciembre eran los regalos del
año, ya que en otras festividades no se acostumbraba compartir presentes; excepto
la cuelga que nos daban al cumplir años, aunque ese era un regalito de menor
valía.
Por lo tanto a diario
hablábamos con nuestros primos y hermanos acerca de lo que esperábamos recibir,
con sus respectivas especulaciones y comentarios. Claro que la inocencia acerca
de quién traía los regalos duró poco, pues no fue sino que se enterara el
primero de que quienes los compraban eran el papá y la mamá para que al poco
tiempo todos estuviéramos informados. Como es lógico en un principio el asunto
generó dudas y discrepancias, pero los hechos descubrieron definitivamente el
misterio.
Por turnos las mamás
inventaban algo para subirse desde temprano para Manizales, no sin antes
recomendarles a sus hijos que debían obedecer a las tías, y que ellas tenían
derecho a regañarlos y castigarlos. El día que le tocó a mi mamá ausentarse nos
subimos con mucho sigilo hasta la parte superior del escaparate, donde había
una especie de caleta, para encontrar allí varios paquetes ya marcados con el
nombre del destinatario. Los nervios eran muchos, por la ilegalidad del acto y
por saber qué habría dentro de los paquetes, ya que no podíamos abrirlos por
miedo a romper el papel o a que la cinta pegante no volviera a funcionar. No
quedaba sino mirarlos por las rendijas del envoltorio, sopesarlos, olerlos y
moverlos a ver si sonaban, y por último dejarlos tal como estaban.
Así como solo podíamos
disfrutar de la pólvora a partir del alumbrado, tampoco nos dejaban armar el
pesebre sino en la víspera del inicio de las novenas. Ese día mandaban a poner
unas tablas en forma de escala en la esquina del corredor, las cuales cubiertas
con papel encerado presentaban un espacio perfecto para armarlo con todas las
de la ley. Cada noche el tío Roberto era el encargado de la lectura de la
novena y al mocoso que empezaba a reírse o a joder, lo mandaba castigado para
un cuarto. Y claro, entre más bravo se ponía más risa nos daba.
La matada de marrano, que no
podía faltar, debía ser antes del 24 porque de ahí salía la carne para las
cenas de Navidad y año nuevo. Desde temprano empezaba el julepe y los niños no
perdíamos detalle, inclusive disfrutábamos ver chillar al puerco mientras lo
chuzaban. Luego el beneficio, con voleo de sangre, para después ensartar trozos
de carne que fritábamos en unas pailas que acomodaban en fogones de tres
piedras. Comíamos fritanga hasta hartarnos, al caer la tarde repartían sancocho
de espinazo y por la noche morcillas con arepa.
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