Nuestros gustos y procederes son
idénticos a los de nuestros mayores, con esas pocas excepciones que hacen la
regla. De la familia materna heredé el gusto de viajar por carretera, a diferencia
de quienes odian esa modalidad porque todo les parece lejos y desde el inicio del
recorrido empiezan a preguntar cuánto falta. En cambio quienes disfrutamos lo
encontramos interesante, bonito, agradable y todo nos parece cerquita.
Antes era impensable viajar en
avión y por ello debíamos treparnos todos en el DeSoto familiar para salir de
paseo. El carro tenía sillas amplias, sin cinturones de seguridad ni ergonomía
alguna, y al no haber restricción de pasajeros, nos acomodábamos como fuera; ni
hablar de las peleas por las ventanillas. El único lujo que tenía el carro era
un radio de sintonizar con teclas, pero mi papá no lo prendía porque no
aguantaba esa chirimía.
El domingo nos llevaban a Chipre,
al drive-in Los Arrayanes, y nos compraban empanadas con media gaseosa; otra
garrotera con quien tocaba compartirla. Esporádicamente el algo era en Pereira,
que quedaba lejos, y allí nos compraban pandeyuca con helado; el negocio quedaba
en el parque Uribe Uribe, donde correteábamos alrededor del lago mientras
despachábamos el mecato. Luego mi mamá nos hacía lavar las manos en las aguas
contaminadas con escupitajos y meadas de los chinches.
Tiempo después estrenamos Simca
1000 y el cambio fue radical, porque ya no cabía ni la mitad de la tropa.
Viajaban los cuchos, mi hermana mayor, los chiquitos y uno de los muchachos,
quienes nos sometíamos a una cachiporra para escoger cuál clasificaba. Íbamos
mucho a Medellín, por asuntos de familia, y como estaba recién inaugurado el
hotel Intercontinental había promociones de fin de semana, las mismas que
aprovechaba mi papá. Entonces llegaban a contarnos de los lujos, del desayuno
bufet, de la piscina y demás atractivos, y quienes nos quedábamos tragábamos
saliva y añorábamos tener esa oportunidad.
Por fin me tocó el turno y mi mamá
preparó un ‘sudao’ de gallina, amarillo y sustancioso, el cual empacó en un
tarro grande de galletas de soda; en otro recipiente el arroz, platos
desechables, etc. Al final de la tarde llegamos al hotel Veracruz, cerca del Nutibara,
porque en esa oportunidad no hubo chance en el Intercontinental; de todas
maneras el escogido tenía piscina y un buen restaurante en la terraza, lo que para
nosotros era una novedad.
Al descargar el carro mi mamá nos mandó
a varios con un botones cargados de maletas y a mí además me encartó con el
coco del fiambre. A disgusto lo cargué y en el ascensor el tipo preguntó con
tonito golpeado qué llevábamos ahí, a lo que respondí no saber, que eso era de
mi mamá, y entonces el vergajo ordenó abrirlo. Abochornado procedí a destapar
el tarro y cuando vio el grasoso fiambre, hizo cara de asco y advirtió que
estaba prohibido entrar comida al hotel. Hable con ella, le sugerí, a ver cómo
le va…
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