Durante mi adolescencia los jóvenes
éramos austeros en el gasto, sobre todo porque nuestros padres debían repartir
lo poco que tenían entre muchos hijos y por lo tanto para los paseos debíamos
hacer rendir lo poco que nos daban en la casa. Para cualquier programa nos
echábamos tres pesos al bolsillo y confiábamos en que nada nos faltaría. En un
principio los paseos a la costa atlántica los hacíamos en transporte público,
recorridos que duraban una eternidad en buses incómodos y obsoletos, y después
en el carro de alguno de la barra a quien se lo prestaban en la casa; viajar
por carretera era muy económico, y gasolina y peajes ni se tenían en cuenta en
el presupuesto.
Pero volvamos al cuento. Ya
instalados en el campamento de La Julita, como se llamaba la finca, planeábamos
la rutina del día mientras despachábamos un generoso desayuno. Había armas para
todos, escopetas de diferente calibre, carabinas y rifles de la U, además de
munición para dar y convidar. Basta imaginar lo que serían unos muchachos a esa
edad con semejante armamento para dispararle a todo lo que se moviera, aunque
no tenemos remordimientos porque así nos criaron y culturalmente era una
conducta aceptada por todos.
En dos grupos de a tres dejábamos
el campamento con el compromiso de regresar al caer la tarde y traer pescado,
tórtolas o cualquier otro bicho que sirviera para echarle a la sopa.
Recorríamos grandes distancias y el único potrero que tratábamos de evitar era el
de las vacas recién paridas, porque las celosas madres embestían con fiereza y
tocaba salir a las carreras y meternos en un guadual, donde no pudieran atacarnos.
Hasta el caño más insignificante estaba lleno de babillas, tortugas, serpientes
e iguanas, algunas de las cuales perseguíamos para añadirle proteína a la dieta
diaria.
El primero en regresar se encargaba
de montar la olla con papa y pastas, para agregarle lo que resultara de la
jornada; en caso de blanquearnos todos, alistábamos las escopetas para dispararles
a las bandadas de loras que pasaban a esa hora en medio de la algarabía. Caía
media docena y tras desplumarlas y cortarles patas y cabezas, las echábamos a
hervir y aunque la carne era dura e insípida, algo de sustancia soltaban. Acto
seguido bajábamos a la quebrada para lavar marmitas y platos con puñados de
arena, preparar agua con limón para la sobremesa y lavarnos los dientes; sin
pastillas para potabilizar el agua ni otras precauciones, ya que por fortuna nada
nos hacía daño. A reposar un rato alrededor de la fogata mientras salíamos a
pescar de noche, que es cuando mejor pican las mueludas, picudas, mojarras y
blanquillos.
El desayuno era con pescado frito y
patacones, y mucho limón, acompañados de un generoso pocillo con chocolate. A
esa hora pasaba Hernando, el agregado, quien daba vuelta al ganado y
aprovechaba para llevarnos arepas y una botella de leche. Comentaba él con el
vaquero que lo acompañaba, que ellos no se metían ni muertos a un potrero de
esos durante la noche, ni siquiera a caballo; nunca fuimos mordidos por
culebras venenosas, porque debido a la lejanía la situación podría complicarse.
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