Vivimos una rutina diaria que obnubila
e impide que veamos la realidad que nos rodea, por lo que es común que no
seamos conscientes de la maravilla de ciudad que nos tocó como vividero. Claro
que es natural que todos nos refiramos de igual manera al terruño que nos vio
nacer y por ello se cae en discusiones bizantinas cuando varios contertulios
insisten en convencer a los demás de que tienen la razón. Lo importante no es persuadir
a nadie de que la de uno es la mejor opción, sino apreciarlo y disfrutar al
máximo sus ventajas.
En estos países del tercer mundo es
común que la gente quiera emigrar de pueblos y campos para las ciudades
capitales, así deban afrontar dificultades y engrosar los cinturones de
miseria. Sin embargo luchan y perseveran hasta que dan el salto a Bogotá, donde
pasan trabajos y se rebuscan el pan, siempre con la meta de algún día cruzar el
charco y devengar en moneda fuerte; no hay poder humano que los convenza de que
si ganan en dólares, igual deben gastar en dólares. Lo paradójico es que los oriundos
de esas grandes urbes dedican su esfuerzo a poder habitar en los suburbios de
la ciudad, así deban desplazarse durante varias horas al día para ir a
trabajar.
En nuestro medio a las familias
acomodadas les dio porque sus hijos tienen que estudiar en universidades de
Bogotá o Medellín, convencidos definitivamente de que el hábito hace al monje;
y son muchos los que aguantan ese cañazo así deban saltar matones. Lo triste es
que después de que los jóvenes se van no regresan sino a pasar puentes y
vacaciones, cada vez con menos frecuencia porque ahora viajan al exterior con
mucha facilidad. Muchos de ellos emigran a países lejanos donde forman sus
hogares, por lo que a sus padres les toca disfrutar de los nietos por una
pantalla de computadora; así son las familias modernas.
Lo que me da golpe es oír a
personas oriundas de ciudades intermedias como la nuestra y que residen en
Bogotá, renegar por el caos que viven en el día a día. Utilizar el transporte
público en horas pico es una agonía de supervivencia y quien tiene vehículo
particular ve cómo con el paso del tiempo ese privilegio se hace menos viable,
por los altos costos que tiene el mantenimiento del carro y la tortura que
representa estar inmerso durante horas en fuertes atascos que minan la
paciencia del más tranquilo; aparte del caos vehicular, el temor a ser
atracado, a que le arranquen los espejos o las plumillas, a que lo bajen del
carro y se lo roben. Vivir con ese miedo todos los días tiene que ser muy
espantoso.
Que quienes proceden de provincia
consideren la posibilidad de regresar a su tierra y así dejarles la capital a
los bogotanos de nacimiento, para que puedan vivir en una ciudad sin tanta
gente, más amable y ordenada. Lo que falta es que los jóvenes se convenzan de
que si en la capital encuentran trabajo mejor remunerado, con lo que les pagan
aquí les alcanza para tener una mejor calidad de vida. Porque en provincia todo
es más barato, más fácil y descomplicado.
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