La primera vez que visité la ciudad de Armenia ésta todavía pertenecía al departamento de Caldas. Yo tenía unos 7 años y armamos el paseo porque mi papá había estado allá en una correría del almacén Plumejía, y se había comido el mejor sancocho de gallina que recordaba haber probado. Entonces un domingo amaneció antojado y le propuso a mi mamá que arrancáramos en el Desoto de la familia, y sin pensarlo dos veces salimos muy temprano a efectuar la extensa travesía. Para unos niños como nosotros, que solo conocíamos la ruta que llevaba a la finca familiar, el programa resultó ser toda una aventura.
Cuánto tiempo hará de eso que la carretera entre Pereira y Armenia era destapada, y recuerdo que mi papá sintió cierto recelo cuando pasamos por el puente del río Barbas, que entonces cruzaba pegado al peñasco, y mucho tiempo después vine a entrarme de que los nervios de los cuchos se debían a que en ese sitio había ocurrido una masacre hacía unos años por parte de los bandoleros que asolaban el país. Seguimos entonces tragando polvo, porque si a uno le tocaba la ventanilla no iba a desaprovechar cerrándola, hasta que al medio día llegamos a la ciudad milagro.
Conocer una ciudad nueva era algo muy novedoso y después de dar una vuelta por el centro, al fin llegamos al tan comentado restaurante; es bueno recordar que entonces a los niños nos llevaban a un restaurante, si mucho, una vez al año. El menú ya estaba escogido con suficiente antelación y al poco rato llegaron con unos platos de sancocho de un tamaño descomunal; se parecían a una bacinilla y como es lógico, nos pidieron una porción para dos o tres muchachitos. Después de tanto tiempo todavía siento el aroma de esa delicia de almuerzo y sobra decir que quedamos más llenos que hijo de sirvienta, porque además nos dejaron pedir gaseosa entera para cada uno.
A Pereira íbamos con más regularidad. Era paseo obligado cada cierto tiempo, y consistía en bajar después de almuerzo a tomar el algo, que siempre era el mismo: helado de fruta o de coco con pandeyucas en un negocio localizado en el parque Uribe Uribe, donde creo que todavía hay un lago. Enseguida de la iglesia quedaba el local y nos dejaban corretear por el parque dándole vueltas al lago mientras nos comíamos el mecato; con tal de que no empegotáramos el carro, mis papás se arriesgaban a que se perdiera un culicagao. Después bajábamos hasta el aeropuerto a ver si de pronto lográbamos ver un avión grande y arranque otra vez para la casa. Todavía no entiendo por qué a mi hermano Luis Felipe le chocaba tanto ese paseo, porque desde que lo armábamos el mocoso empezaba a renegar.
Por aquella época en la primaria nos ponían a hacer el croquis del mapa de nuestro departamento, y cual sería la decepción de todos cuando habíamos logrado aprendérnoslo y salieron con el cuento primero que había que mocharle la colita del Quindío, y al año siguiente cercenarle casi la mitad para conformar el nuevo departamento de Risaralda. Recuerdo que los adultos echaban pestes y discutían las medidas del gobierno nacional, pero a los niños lo único que nos importaba era la enguanda de tener que memorizar todos esos cambios.
Entonces llegó la oportunidad de conocer el oriente de Caldas. Mi papá entró a gerenciar una planta de gas propano, negocio incipiente en la ciudad, y como mucho chuzo compraron el primer camión tanque para el transporte de ese combustible. El vehículo debía ir a La Dorada a cargar el gas y para el primer viaje mi papá rifó entre nosotros 3 cupos para que fuéramos con él y con Chaura, el chofer. Arrancamos apeñuscados en la cabina de esa nave de camión, más contentos que el diablo, y durante el recorrido mi papá nos hablaba de las tierras de la región, del río Magdalena y de todo lo que íbamos encontrando en la ruta. El mayor atractivo, aparte de conocer tantas novedades, fue la dormida en el Motel Magdalena, que era como quien dice el mejor Mediterrané que alguien pueda hoy imaginar. Ni qué decir que no perdimos detalle para llegar a flotiarle a mi mamá y a los hermanos que no clasificaron al paseo. El regreso fue eterno porque ese aparato venía más pesado que un carajo y debido a la espesa neblina, y a que Chaura era bizco, casi nos vamos por un voladero. Ahora pienso que si hubiera reventado ese tanque todavía no habríamos caído.
Ir a Medellín en carro también era una odisea. El viaje por Arauca, Risaralda, Anserma, Riosucio, Supía, La Pintada y suba al Alto de Minas, era casi toda por carretera destapada. De manera que el paseo era de día entero contando las paradas a esperar que el carro se enfriara para poderle echar agua al radiador. La ruta por el norte del departamento, arrancando por Neira, sí que era eterna. Llegaba uno con el pelo como viruta y los ojos llenos de lagañas negras del polvo.
Le tocó al doctor Emilio Echeverri gobernar nuestro departamento en su primer centenario y espero me cuente cómo están las vías en la actualidad, porque por lo que he visto se lo está recorriendo hasta el último rincón.
Cuánto tiempo hará de eso que la carretera entre Pereira y Armenia era destapada, y recuerdo que mi papá sintió cierto recelo cuando pasamos por el puente del río Barbas, que entonces cruzaba pegado al peñasco, y mucho tiempo después vine a entrarme de que los nervios de los cuchos se debían a que en ese sitio había ocurrido una masacre hacía unos años por parte de los bandoleros que asolaban el país. Seguimos entonces tragando polvo, porque si a uno le tocaba la ventanilla no iba a desaprovechar cerrándola, hasta que al medio día llegamos a la ciudad milagro.
Conocer una ciudad nueva era algo muy novedoso y después de dar una vuelta por el centro, al fin llegamos al tan comentado restaurante; es bueno recordar que entonces a los niños nos llevaban a un restaurante, si mucho, una vez al año. El menú ya estaba escogido con suficiente antelación y al poco rato llegaron con unos platos de sancocho de un tamaño descomunal; se parecían a una bacinilla y como es lógico, nos pidieron una porción para dos o tres muchachitos. Después de tanto tiempo todavía siento el aroma de esa delicia de almuerzo y sobra decir que quedamos más llenos que hijo de sirvienta, porque además nos dejaron pedir gaseosa entera para cada uno.
A Pereira íbamos con más regularidad. Era paseo obligado cada cierto tiempo, y consistía en bajar después de almuerzo a tomar el algo, que siempre era el mismo: helado de fruta o de coco con pandeyucas en un negocio localizado en el parque Uribe Uribe, donde creo que todavía hay un lago. Enseguida de la iglesia quedaba el local y nos dejaban corretear por el parque dándole vueltas al lago mientras nos comíamos el mecato; con tal de que no empegotáramos el carro, mis papás se arriesgaban a que se perdiera un culicagao. Después bajábamos hasta el aeropuerto a ver si de pronto lográbamos ver un avión grande y arranque otra vez para la casa. Todavía no entiendo por qué a mi hermano Luis Felipe le chocaba tanto ese paseo, porque desde que lo armábamos el mocoso empezaba a renegar.
Por aquella época en la primaria nos ponían a hacer el croquis del mapa de nuestro departamento, y cual sería la decepción de todos cuando habíamos logrado aprendérnoslo y salieron con el cuento primero que había que mocharle la colita del Quindío, y al año siguiente cercenarle casi la mitad para conformar el nuevo departamento de Risaralda. Recuerdo que los adultos echaban pestes y discutían las medidas del gobierno nacional, pero a los niños lo único que nos importaba era la enguanda de tener que memorizar todos esos cambios.
Entonces llegó la oportunidad de conocer el oriente de Caldas. Mi papá entró a gerenciar una planta de gas propano, negocio incipiente en la ciudad, y como mucho chuzo compraron el primer camión tanque para el transporte de ese combustible. El vehículo debía ir a La Dorada a cargar el gas y para el primer viaje mi papá rifó entre nosotros 3 cupos para que fuéramos con él y con Chaura, el chofer. Arrancamos apeñuscados en la cabina de esa nave de camión, más contentos que el diablo, y durante el recorrido mi papá nos hablaba de las tierras de la región, del río Magdalena y de todo lo que íbamos encontrando en la ruta. El mayor atractivo, aparte de conocer tantas novedades, fue la dormida en el Motel Magdalena, que era como quien dice el mejor Mediterrané que alguien pueda hoy imaginar. Ni qué decir que no perdimos detalle para llegar a flotiarle a mi mamá y a los hermanos que no clasificaron al paseo. El regreso fue eterno porque ese aparato venía más pesado que un carajo y debido a la espesa neblina, y a que Chaura era bizco, casi nos vamos por un voladero. Ahora pienso que si hubiera reventado ese tanque todavía no habríamos caído.
Ir a Medellín en carro también era una odisea. El viaje por Arauca, Risaralda, Anserma, Riosucio, Supía, La Pintada y suba al Alto de Minas, era casi toda por carretera destapada. De manera que el paseo era de día entero contando las paradas a esperar que el carro se enfriara para poderle echar agua al radiador. La ruta por el norte del departamento, arrancando por Neira, sí que era eterna. Llegaba uno con el pelo como viruta y los ojos llenos de lagañas negras del polvo.
Le tocó al doctor Emilio Echeverri gobernar nuestro departamento en su primer centenario y espero me cuente cómo están las vías en la actualidad, porque por lo que he visto se lo está recorriendo hasta el último rincón.
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