martes, noviembre 06, 2007

El que llaman…

A veces me pregunto quién habrá sido el primer ser humano al que le endilgaron un apodo. Porque al menos en nuestra cultura, son muy poquitos los que se salvan de cargar con un remoquete que los distingue entre los demás. No conozco si en otras latitudes tienen la misma tradición, aunque es claro que por ejemplo en los Estados Unidos acostumbran referirse a las personas con las iniciales cuando se trata de nombres compuestos, como BJ, OJ y JJ (pronuncian Yei Yei, y debe ser el John Jairo de por allá), y en los nombres simples prefieren usar el apócope del mismo: Tom, Ben, Cat, Chris, Su y Andy.

En muchos países de Latinoamérica hemos cogido la maña de bautizar a los niños con unos nombres que la verdad no requieren apodo, porque son tan rebuscados que de por sí llaman la atención; aparte de que muchos prefieren denominar a los mocosos como si fueran nacidos en otras latitudes: Usnavy (copiado de un barco de la armada gringa), Elizabet, Fransuá, Gregory, Brayan, Leidy o Estiven. En cambio en España son comunes los tradicionales de nuestro idioma, costumbre que prevaleció entre nosotros hasta hace unos años cuando los muchachitos se llamaban Augusto, Manuel, Claudia, Helena o Germán. También se echaba mano de los nombres bíblicos para hombres y mujeres, y ha sido costumbre que a ciertos apelativos se les aplique automáticamente un reemplazo ineludible: a José le dicen Pepe, a Jesús Chucho, a Benjamín Mincho, a Antonio Toño, a Gonzalo Lalo y a Francisco Pacho. En castellano también se utiliza apocoparlos y así resultan Isa, Santi, Tina, Tavo, Concha, Nepo y Justo.

Pero definitivamente en la mayoría de nuestro territorio la costumbre de chantarles a las personas un mote desde pequeños es raizal, sobre todo en regiones como la costeña y la paisa. Muchos adquieren el remoquete en la familia porque un hermanito menor no sabe pronunciar su nombre y le dice de cierta manera, o por alguna característica en particular; de lo contrario, en la época escolar le endilgan su apodo a como dé lugar. Del primer caso resultan apelativos tales como tata, nena, gordo, negra, cuqui, tolo, etc.; mientras que los que ponen los compañeros de estudio son más ingeniosos, burlescos y descriptivos.

En nuestra ciudad la gente acostumbra preguntar, cuando no logra dar con alguien a quien le describen, con qué apodo es conocido el personaje a ver si logra ubicarlo. Familias enteras cargan con un apelativo que los distingue sin duda de los demás. Por ejemplo le hablan de un Echeverri y en vista de que son tantos los que llevan ese apellido, basta con decir que es de los capachos para aclarar el asunto. Los macabeos pertenecen a un linaje muy numeroso y representativo en la sociedad. Las torcuatas heredaron el apodo del nombre paterno; los montañeros Uribe son reconocidos; también recuerdo a los chinches Mejía, los plastas Jaramillo, los cucharras, los mojarras, los pescaos, los bóxer, los chitas, los volquetas, las busetas y los pinochos.

El imaginario popular se desborda en variedad al momento de repartir sobrenombres. Claro que al ver los ejemplos anteriores se puede colegir que comparar a los humanos con ciertos animales ha sido costumbre de siempre y de mi época juvenil recuerdo a pingüino Uribe, conejo Londoño, perro Gallego, el pollo Ocampo, guacamaya Mejía, caballito Bernal, pato Villegas, marrano Vargas y mi hermano Fernando a quien todos llamaban ardilla. Otros se ganaban el remoquete por alguna particularidad física como el gordo Mundo, el bizco Aristizabal, huesos Villegas, telescopio (por sus lentes de aumento), mis primos muelas y pinocho Hoyos (el uno por sonreído y el otro por narizón), las hermanas Pintuco, el enano Herrera y el negro Pambelé Araque.

La costumbre de estigmatizar a los demás no tiene edad, sexo, color ni estrato. En el bajo mundo los alias son muchas veces graciosos, y en la actualidad se han puesto de moda varios paramilitares que se distinguen por sus curiosos remoquetes. En el otro extremo hay señores reconocidos de la sociedad manizaleña que han sido identificados más por sus apodos que por los nombres de pila: el Ñato Ospina, Tamarindo, Chumilas, Pecueca, Chorizo, Canasto, Penetro, Genoveva y Agapito.

Cualquier profesión o actividad cuenta con miembros que cargan con sus motes desde siempre y para muchas personas es difícil referirse a ellos de una manera formal, y no por falta de educación, sino porque realmente no tienen idea de cómo se llaman. Por ejemplo entre los médicos de las primeras promociones de nuestra Universidad de Caldas son muy recordados Tamal, Momia, Lacra, Escopeta y Catarro. De los galenos que se desempeñan en la actualidad puedo nombrar a Nimbus, Canocho, Pochocha, Chichí y Chamizo. Otro caso curioso es el de personas a las que les cambian definitivamente el nombre; conozco a una señora Maria Eugenia a quien absolutamente todo el mundo le dice Nuria.

En cambio hay otros que por su nombre no necesitan apodo. Un ex gobernador de Caldas, víctima infortunada de esta violencia absurda que nos agobia, relataba con mucha gracia que ya de adulto se enteró de que un compañerito suyo de la primaria llegó un día muy excitado a la casa con este cuento:
-Mami, mami, en mi clase hay un niño al que le dicen Fortunato.
pmejiama1@une.net.co

2 comentarios:

Miguel Mejía Robledo dijo...

El éxito de este texto se da por hacerme sentir tanta satisfación al leerlo desde tan lejos, y sentirme como en casa. Gracias Pablo, pues por eso lo leo, porque las ideas y puntos de vista son interesantes y ademàs están cimentadas por algún proverbio, propio de la región y adecuado para tal situación.

Jorge Iván dijo...

Hola Pablo. Este saludo te lo manda "manomultada Londoño" más conocido como El Lobato, o tambíen el seminarista de los ojos negros, integrante del grupo de caminantes Todo Terreno, donde también actuan: el cardenal Echeverri, o boquidragón, o cariobispo. El ojicontento Zuluaga y el Polaroid Olaya. Así de sencillo