Los niños de mi generación fuimos pirómanos de nacimiento, o de nación, como decimos coloquialmente. Desde siempre han existido ciertas cosas que despiertan en los menores una atracción casi obsesiva, como es jugar con agua, pantano o candela. La mayor gracia de estas entretenciones es que todas han sido prohibidas por los adultos; la una porque el mocoso puede pescar una pulmonía, además de que hay que volverlo a vestir, el pantano porque ensucia la ropa y la otra porque puede quemarse, perder un ojo, causar un incendio y muchos otras consecuencias que sobra enumerar. En todo caso desde que un bebé abre sus ojos al mundo ya quiere jugar con el chorro de agua, y al dar sus primeros pasos aprovecha cualquier descuido para meter las manos en el inodoro.
Para un infante no existe nada más encantador que correr por las calles mientras diluvia, meterse a cuanto charco encuentre y echar a navegar barquitos de papel por los caños que se forman en las cunetas de la calle. Disfrutar de un baño en la piscina con un fuerte aguacero es delicioso, y ni hablar si es por la noche y sin el permiso de los padres. Pero como lo que más nos prohibieron de pequeños fue jugar con cualquier tipo de candela, esa modalidad es la que más llamaba nuestra atención. Desde cuando nos decían, al participar en una fogata, que no nos arrimáramos mucho porque seguro nos íbamos a orinar en la cama durante la noche. Claro que a los mocosos no nos valía ningún cuento, y solo buscábamos la oportunidad de empujar un palo que faltaba por quemarse o echar al fuego cualquier objeto que encontráramos. Y ante un descuido de los demás, nada como escupir en la candela y escuchar el chisporroteo que esto genera.
Antaño la luz se iba con regularidad y había que ver a los mocosos arrimarse a las velas como chapolas a jeringuear con el pabilo encendido. Procedíamos a conseguir un alfiler o una puntilla para calentarlo en la flama y luego con él horadar la esperma. También era común el “gorro” de poner la mano encima de la llama a ver cual aguantaba más calor. Hacer bolas de parafina era una delicia y también se estilaba chorrear gotas en la mano para demostrar hombría; claro que las mamás se enfurecían cuando los chorreones iban a parar al tapete o a los muebles. Aún ahora a los muchachitos les fascina el día del alumbrado, que celebramos el 8 de diciembre en homenaje a la Virgen María, porque pueden meterle mano a las velas con la disculpa que quieren participar en la ceremonia.
Cuando el mocoso tenía 6 o 7 años aprovechaba cualquier oportunidad para hacerse a una caja de fósforos y quemarlos de mil formas diferentes. Siempre al escondido, la sensación de encenderlos uno a uno para verlos consumir era indescriptible y solo cuando alguno se negaba a encender, y ante el reiterado rastrillar al fin prendía pero se quedaba pegado del dedo que lo sostenía, el zambo desistía de su empeño y con disimulo se encerraba en el baño para meter el área enrojecida bajo el chorro de agua fría, y así tratar de soportar el ardor e impedir que se formara la delatora ampolla. Luego tocaba recurrir a los remedios caseros: frotarse el dedo en el pelo, untarse mantequilla o aplicar hielo en la quemadura. Si no funcionaba, no quedaba de otra que confesar la pilatuna para que la mamá le untara la pomada correspondiente, lo que ella hacía después de retorcerle un pellizco o darle un chancletazo al carajito por inquieto y desobediente.
Para descrestar a los amigos no había nada igual que conseguir unos fósforos que regalaban en los bares, tabernas y hoteles, los cuales venían en un empaque muy particular y además tenían las cerillas de cartón parafinado; del extranjero también traían los que tienen la cabeza de fósforo adherida a un palito de madera. Entonces no era común ese tipo de fósforos y por lo tanto para cualquiera se convertían en una novedad, y muchos hacían colecciones de los diferentes modelos y empaques.
Un cohete casero se hacía con un pedacito de papel de aluminio, de los que tienen las cajetillas de cigarrillos como revestimiento interno, en el cual se procedían a envolver, bien apretadas, las cabezas de 3 fósforos. Luego se abrían un poco las tres cerillas a modo de patas, y se le arrimaba la llama de otro fósforo por debajo para que al explotar el improvisado motor hiciera que la nave volara unos cuantos metros. Otra peligrosa entretención consistía en rellenar una mina metálica de lapicero, cuando se le acababa la tinta, con cabezas de fósforo disueltas en alcohol, las cuales se aprisionaban muy bien con trozos de algodón o de papel. Cuando el taco estaba listo se acondicionaba a un carrito de juguete, y después le arrimábamos una vela encendida para que el calor hiciera reventar el taco que actuaba como una turbina.
De milagro no quedamos tuertos o con la cara marcada, porque muchas veces el improvisado proyectil explotaba mientras lo preparábamos. Lo que sí queda claro es por qué a quienes pertenecemos a generaciones anteriores la pólvora y la candela nos producían una atracción irresistible.
pmejiama1@une.net.co
4 comentarios:
Me apunto a esa generación...
Pablo que buen articulo..ahora que estoy viajando por Europa extrañé mucho el dia de las velitas. Me tocará desquitarme en las próximas fiestas decembrinas!!
Pablito: Gracis por recordarnos ese pasado tan hermoso. Es una alegria recorrer tus letras para olerlo e incluso sentirlo
Un abrazo
Felix
Así fue Pablo. Además de pirómanos fuimos unos inventores del carajo. Lo que mas recuerdo eran unos "sancochitos" que hacía con mi hermana en el solar de la casa cuando vívámos en el barrio Manrique, acá en Medellín. teníamos 8 y 6 años, mamá nos proporacionaba raciones pequeñas de todo y nos prendía el fogón de leña. Hasta que un día se nos estaba agotando la candela, yo cogí la botella de gasolina y le eche a la candela. Bueno, subí llorando a la casa sin pestañas y con el 40% de las cejas, menos mal sólamente fue eso. Obvio, hasta allí llegaron los famosos "sancochitos".
Eso si, lo mejor de lo mejor eran los cohetes con los 3 fósforos, y que fueran El Rey.
Publicar un comentario