El apego por el terruño es algo innato del ser humano. Son pocas las personas que no sienten cariño y nostalgia por el lugar que los vio nacer, sobre todo cuando por cualquier causa deben residir en un lugar lejano, donde además las costumbres son muy diferentes. En la actualidad es fácil el tránsito de los ciudadanos por todos los rincones del planeta, cosa que no sucedía ahora años cuando viajar era complicado, costoso y generaba temor en las personas. Ahora los jóvenes no tienen fronteras y gracias a los avances en las comunicaciones, tienen contactos en todas partes y así programan y organizan sus periplos sin necesidad de gastar mucho dinero. Pero sin duda es muy triste ver como tantos conciudadanos deben acogerse al exilio, voluntario o no, debido a la difícil situación social y económica que vivimos en la actualidad.
Casi todos los desarraigados sueñan con su regreso, y ahorran con juicio para viajar a su querencia a respirar de nuevo ese aire que extrañan a diario. Muchos otros soportan la morriña y las vicisitudes de su condición de inmigrantes, con la firme esperanza de retornar al país a disfrutar de una vejez próspera y tranquila al lado de sus seres queridos. En fechas especiales, como las fiestas de navidad, fin de año y semana ferial, es común que visiten la ciudad y da gusto verlos recorrerla mientras se admiran con su desarrollo arquitectónico, y quiero enumerar algunos cambios que va a encontrar un personaje que no venga desde hace 3 o 4 décadas.
Lo primero que va a notar es que el aeropuerto La Nubia, que entonces quedaba alejado de la ciudad y rodeado de cultivos, potreros y casas campestres, ahora está al lado de una ciudadela y conectado con la ciudad por una moderna avenida. En su trayecto podrá ver edificios, conjuntos cerrados, lujosas residencias y sedes comerciales, y al llegar al sector del batallón va a toparse con unos túneles que le dan al entorno un ambiente vanguardista. Seguro va a reconocer la Avenida Santander, pero no los grandes edificios y variada arquitectura que se levanta en sus costados.
Después de recorrer unas cuadras, echará de menos la carreterita destapada que bajaba a San Rafael en medio de las mangas, para encontrar una universidad, edificios y un viaducto que pasa por debajo de la avenida. En el parque del Cable sí que ha cambiado el entorno. Solo el viejo edificio del cable aéreo mantiene su estructura original, mientras que donde quedaba el antiguo y hermoso hospital de estilo francés, con la capillita que parecía sacada de una postal, y cerrado por una artística reja en hierro forjado, hay dos edificaciones grandes y modernas: el edificio de La Luker y el centro comercial Cable plaza.
En lo más alto del parquecito, donde hay un tanque subterráneo, encontrará una afamada tienda de café, desde donde podrá otear un vecindario que en su época fue residencial y ahora está destinado al comercio y a la zona rosa. Seguro va a recordar que en la rampa que permite el ingreso a la terraza del café quedaba la casita que servía de residencia para la familia de Alfonso, el guarda parque encargado de manipular las válvulas del acueducto.
El resto del parque también ha cambiado, porque ahora existe un bosque de pinos que por cierto sembraron para que los vecinos de aquella época no acabáramos con los prados de tanto jugar picaditos de fútbol. Al bajar por la Avenida Lindsay, podrá comprobar que la vocación comercial impera y que de aquellas familias que ocupaban las casas ya no queda ninguna. Pero su sorpresa será mayor cuando observe el nuevo estadio y todo el complejo deportivo que encierra el entorno.
Desde la rotonda de la universidad observará que del vetusto estadio Fernando Londoño no queda ni la sombra, y que ahora, y debido a las dimensiones del Palogrande y a la capota que lo cubre a todo el rededor, ya los chinches no pueden trepar a los árboles de la Lindsay para “patiarse” el partido; igual suerte corrieron los patos que se empinaban en unas escalitas de la Universidad Nacional para tratar de no perder detalle de los encuentros del Once Caldas, y sin pagar boleta.
La pista para patinadores tampoco existía y donde ahora queda el Coliseo Menor, construyeron alguna vez una piscina olímpica que nunca vimos utilizar; ni siquiera los niños nos queríamos bañar en ella, porque con semejante frío en esa pileta le daba reumatismo a un sapo. Ahí siguen las canchas públicas de tenis, el Coliseo Mayor y el Club de tenis, para cerrar el círculo con el cuartel de los bomberos. Todo estaba cerrado por un muro de ladrillo a la vista, el cual saltaban algunos oportunistas los domingos para colarse en el estadio, aunque aún les faltaba cruzar la cancha auxiliar sin que los pillaran los carabineros que patrullaban en sus caballos.
Aunque el barrio Estrella, vecino del complejo deportivo, ha cambiado muy poco, las calles que circundan los escenarios presentan, igual que la Avenida Santander, novedosos bulevares para que los peatones transiten con comodidad. En cambio si observa desde la glorieta hacia el morro de Sancancio, va a quedar asombrado con el desarrollo de ese sector en las últimas décadas.
pmejiama1@une.net.co
No hay comentarios.:
Publicar un comentario